NOTICIA
35 años después, Lucía o la posibilidad
Humberto Solás me contó una tarde, compartiendo un almuerzo en cierto hotel de Holguín, que cuando filmaba el tercer cuento de Lucía (1968), en las cercanías de Gibara, pernoctó en un amago de hotel que por entonces era de los pocos sitios donde reposar los viajeros.
Creo que en el fondo hablábamos de esa pasión inexplicable que se siente por un sitio extraño a la biografía personal, pero al que se ansia retomar como a la madre. Acaso por eso mismo volvió Solás, en cuanto pudo a Gibara, con un festival de cine bajo el brazo.
Esa pasión revelada viene a ser el rasgo más punzante de la película que le saliera entonces. Miro las fotos del rodaje y descubro a un Solás jovencísimo —apenas 26 años—, despeinado y con barba de días. Agotado, pero feliz en su frenesí creador. Lucía advierte en su textura el arrebato de la obra urgente, del desenfreno del primer amor, del estarse gozando mientras se crea. Será por ello que Solás guarda en su memoria luego de tanto tiempo la imagen del hotelillo escuálido en cuyo ámbito pudo hacer la película más intensa de su carrera.
A lo mejor es también eso lo que me lleva de vuelta a Lucía. Percibo en ella el espíritu tronante que despide el aroma de lo intuitivo hecho sistema, de la idea firme, clara, expuesta desde la improvisación y el riesgo permanente, la caligrafía perfecta pero libre. Para nada le pesa el compromiso con la esperanza en un futuro redentor o la elección del universo femenino como parábola de la vida nueva, que se rehace permanentemente en la mujer, que es la Madre del hombre y la fuerza motriz de la vida. Así que cuando uno se sienta en la luneta nada sugiere que es esta una película vieja.
Percibo que la respiración de Lucía viene ahora de su segundo relato. Lucía 1932 propone la historia de una muchachita bien, una burguesita aflautada y pálida, cuya certidumbre de no pertenecer a los rescoldos de un mundo en crisis la obligan a romper con todo, empezando por la comodidad de su existencia. Es linda la Eslinda de Lucía 1932. Solás la hizo tan tenue, tan cándida como feroz; y son esas las mujeres que me marcan.
Acaso el drama de esta Lucía intermedia sea el más desgarrador. La Lucía de 1895 es de una tragicidad pura, espartana, de una fatalidad causalista; engañada, ultrajada (como la Patria), debe lavar con sangre la afrenta (como la Patria) y sucumbir limpia y noble como un animal indomable que en la locura se libera; la Lucía de 196... se busca a sí misma, es libre para hacerlo (como la Patria) y no tiene por qué tolerar ilustres fantasmas del pasado: en ella cabe la posibilidad, como en la mirada pura y dura de Adela Legrá, pero en la Lucía de los estertores del machadato eI vislumbre es menos tangible.
Esta mujer ha nacido como ser real —después de media vida como florecilla de siete colores en la sala de mamá y papá— en medio de una revolución. Y la ha visto fracasar, llevándose consigo al compañero por el cual sacrificó los tules y rasos —el único hombre que la ha tratado como a una igual— y con él los sueños. La cámara nos la deja derrotada, sola, condenada a tomar al hogar paterno con el vientre abultado donde crece una criatura que nacerá huérfana a la mitad. La cámara la abandona —el fotógrafo Jorge Herrera la retrató a ella como a todas las imágenes del filme con una fuerza plástica que hace de esta la película de mayor fotogenia de nuestra cinematografía— pero su soledad no mueve a la lástima, porque esa figura lleva dentro algo, una fuerza innombrable acaso, que pone como una luz a su figura de luctuosas vestiduras.
Por eso creo que equivocó Raúl Martínez la expresión de esa Lucía cuando esbozó su mítico cartel. No es una dulce languidez lo que Eslinda expresa con su rostro, que incluso pinta procaz, tentador, en la imitación gráfica. Si bien su imaginación plástica dio a la Lucía colonial una helénica criollez y la serenidad de quien lo va a sacrificar todo; y a la Lucía de la revolución una actitud prometeica; con mi Lucía cedió a los tintes anecdóticos de amantísima esposa y bosqueja (pero solo por fuera) una mujer que Eslinda ciñe con la metáfora de un tiempo de inesquivable incertidumbre.
Humberto contó: “En Lucía 1932 estoy reflejando una experiencia de familia, en particular la historia de mi padre, un hombre que participó en la insurrección contra la dictadura de Gerardo Machado. No murió violentamente entonces, como el personaje de Aldo, pero ‘murió’ como ser humano vital, una especie de muerte por frustración. Cuando yo nací, estaba rodeado por todos esos fantasmas, por una revolución fracasada, por un hombre cuyo curso en la vida fue interrumpido por este derrumbe colectivo".
No por gusto está aquí la síntesis de obsesiones que lo han acompañado a lo largo de su vida. Todo su cine, desde antes, gira irredimible en torno al destino colectivo, al debate del hombre frente a su historia, en letanía de preguntas acerca de quién soy, qué hago aquí. Pero encuentro en Lucía 1932 el deslizamiento de una clave autobiográfica que no puedo soslayar. Algunos autores tienen apenas un par de temas para toda la vida, y eso es ya un milagro. Y en Lucía, como cabe para los personajes la posibilidad de construirse un destino propio, de hacerse con el dominio de las propias fuerzas, cabe también una obsesión permanente. Véase que, después de tan largo periplo fílmico, Solás volvió en Miel para Oshún a manosear los caminos y espectros de Lucía. Volvió incluso a Gibara.
El cine cubano, o mejor, la posibilidad de un lenguaje propio, de imágenes tocadas por la gracia del desenfreno creador, de lo auténticamente revolucionario en términos de percepción de la realidad como sustancia moldeable, mejorable, en cuya textura cupiese la complejidad de lo bello, estuvo en esas obras mayores de los 60: en eI juego iconoclasta de La primera carga al machete; en la rebeldía como sistema y la ironía como dialéctica de Aventuras de Juan Quin Quin; en la dubitación del Sergio de Memorias del subdesarrollo; en la corrosión de los dogmas y la originalidad como sucedáneo de la locura en Coffea Arábiga; en la noticia como posibilidad de la revelación artística del Noticiero ICAIC. Ahora reparo en que las grandes obras del cine cubano son, como Lucía, historias de amor; aún cuando no contengan caricias o flores, todas son el testimonio de un romance del artista con su mundo, de la ansiedad del iluminado por poner aunque fuese un granito de imaginación a la desenfrenada obra colectiva.
Una de estas noches, cuando se reponga, Lucía despertará risas y lágrimas, y una larga ovación que la confirme como obra de este tiempo. Yo estaré mientras bajo el cielo de Gibara, en un hotel rancio de tiempo, acariciando la piel de mi mujer. Se llamará Lucía y tendrá un vientre hermoso como un enigma. Me mirará con sus ojos de vida eterna —como los de Raquel, Adela y Eslinda— y me dirá que tenga paciencia. Que en su cuerpo lleva una promesa. Entonces le cuelgo del pelo una gardenia y renuncio a dormirme. Hay tanto por hacerse allá afuera.
Tomado de periódico Juventud Rebelde, octubre 2003.