Alea y el prematuro entierro de la burocracia

Vie, 07/20/2018

Me complace observar que, pese a los años transcurridos desde su estreno, La muerte de un burócrata conserva intacta su frescura. Lamento tener que añadir que la burocracia también. Esa enconada persistencia trae a la mente algunos símbolos prestigiosos —la Hidra de Cien Cabezas, El proceso, de Kafka...— y otros plebeyos, como el que Mao Zedong en una de sus famosas charlas de Yenán, tomó del inagotable repertorio del refranero chino para ilustrar el rechazo unánime que producía en las masas populares el lenguaje de ciertos cuadros políticos, lleno de consignas vacías. El proverbio en cuestión recordaba que cuando una rata cruza la calle, todo el mundo grita: “¡Mátenla!”. No hay vacilaciones. La reacción es instantánea y unánime Pues bien, en todas partes la burocracia suscita la misma reacción, pero hasta ahora ha demostrado ser invencible como las ratas.

Solo puede haber una razón para tan fastidiosa persistencia: la burocracia es necesaria. Más aún: es inseparable de todo sistema de organización social que desborde los estrechos marcos la tribu. Max Weber asegura que es “el germen del Estado moderno” y aconseja que no nos llamemos a engaño: puesto que, fuera del hogar, toda nuestra vida se desarrolla en el marco de instituciones públicas y privadas —ministerios, iglesias, partidos, empresas, sindicatos…—, y estas no pueden funcionar sin burocracia, por exigua que sea, el problema estriba en saber si tratamos con profesionales o con diletantes. Lo que le otorga autoridad moral al funcionario es su eficiencia, garantizada por su capacidad profesional. “La administración burocrática —dice Weber— significa dominio gracias al saber”. ¿Qué sabe el funcionario? Sabe cómo funcionan los mecanismos administrativos, cuáles son las vías de acceso a las instancias superiores, qué dicen esos manuales de instrucción burocrática que son los reglamentos. Es la posesión de esos saberes y la tendencia a monopolizarlos lo que hizo decir a Marx que la fuerza de la burocracia radica en el misterio. El burócrata sabe lo que nosotros ignoramos y, sin embargo, necesitaríamos conocer para poder orientamos en los laberintos de las oficinas y otras encrucijadas de la vida moderna. Hay en los orígenes de la burocracia un propósito de organización y racionalidad que no daría motivos de queja si no fuera llevado tan a menudo a los extremos, como ocurre cuando se intenta comprimir la inapresable multiplicidad de la vida en una serie de códigos, reglas y normas inflexibles. Es entonces cuando la racionalidad se hace irracional y amenaza convertirnos, como decía Thoreau, en instrumentos de nuestros propios instrumentos.

Lo que me interesa subrayar es que no todo el que trabaja ante un buró es un burócrata. Hace más de siglo y medio, Francia legó al mundo esa palabra, que en principio designaba al simple empleado de oficina. No sé si los franceses establecen claras diferencias semánticas entre burócrata y oficinista, pero en cualquier caso debe tenerse esto en cuenta: lo que caracteriza al burócrata no es tanto su actividad —el lugar que ocupa en la cadena de la producción y los servicios— como su mentalidad. Para ser un burócrata hay que tener una mentalidad burocrática. Obsérvese que el primer gran burócrata que aparece en La muerte de un burócrata no está en una oficina ni manipula documentos. Es el orador que, en el cementerio, despide el duelo del obrero ejemplar. Su panegírico es una verdadera joya del kitsch y el pensamiento burocrático.

Más de una vez, los cineastas y los críticos han seleccionado La muerte de un burócrata (1966), como una de las películas más significativas del cine cubano. En las dos únicas encuestas sobre el tema, realizadas a una distancia de casi diez años entre ambas, el filme ocupó uno de los primeros lugares: el tercero en 1989 y el sexto en 1998. Basta volver a ver La muerte de un burócrata, ahora con la leve extrañeza que produce el blanco-y-negro, para entender las razones por las cuales se ha convertido en un clásico. Las más importantes, estrechamente vinculadas entre sí, son su vigencia temática, su despiadado sentido del humor y la solidez de su factura, tanto desde el punto de vista técnico como artístico.

Como intelectual y revolucionario, Alea solo puede ser entendido dentro del espacio ideológico de la modernidad. Entiéndase de la modernidad periférica —para usar el término acuñado por Beatriz Sarlo— es decir, la que corresponde a sociedades que han recibido el legado intelectual del Iluminismo y las herramientas discursivas y técnicas propias de la modernización, pero solo hasta cierto punto y como injertos nunca bien asimilados por el organismo social. En esas circunstancias la modernidad se vive como suplicio de Tántalo —una frustración permanente. Piénsese, por ejemplo —para situamos en loa dos extremos del esquema comunicacional clásico— en el emisor y el receptor de un posible mensaje fílmico: lo más probable es que el primero se vea impedido de formularlo, por falta de recursos y canales, o que el segundo no pueda acceder a él por razones culturales o económicas.

Para Alea, la nueva sociedad surgida en 1959, en la que al fin podría hacer cine, debía estar basada en la razón y en una ética de la solidaridad. ¿Cómo contribuir al logro de ese objetivo? El presente estaba inficionado de viejos males; los muertos, diría Marx, pesaban como una losa sobre la conciencia los vivos. Para el artista revolucionario, la única opción legítima era la crítica a esos “rezagos del pasado” que se consideraban puras excrecencias de la mentalidad pequeñoburguesa. Esta última idea tenía una larga historia dentro de la tradición marxista: ya en los años treinta del pasado siglo, Balázs había expresado la sospecha de que el cine comercial estaba dirigido básicamente al público pequeñoburgués, porque la pequeña burguesía, por carecer de conciencia de clase, ser egoísta y apolítica, recibía gozosa y pasivamente el kitsch y otros productos de la cultura de masas. Además, era una clase sumamente maleable, con una asombrosa capacidad de simulación y adaptación. Fue lo que denunció Maiakovski en su famoso poema satírico De la canalla, cuyo escenario es la casa de un pequeño burgués en la flamante Unión Soviética. En la pared de la sala cuelga un retrato de Marx. En el sofá, sobre un ejemplar del periódico Izvestia, reposa un gatico. Del techo cuelga la jaula de un ruidoso canario. Marx pasea la vista por la sala, inquieto, y de pronto, sin poder contenerse, grita: “¡Retuérzanle el cuello al canario, para que no derrote al comunismo!”. Las clases en el poder han cambiado, los principios rectores de la sociedad son distintos, el discurso público responde a otra retórica y otros intereses, la dinámica social ya no es la misma, pero el pequeño burgués no se da por aludido. El burócrata —quizá sean la misma persona— tampoco.

Alea no tardó en darse cuenta. Intentando resolver ciertos problemas domésticos, comenzó a chocar con la desidia burocrática, lo generaba estados de violencia que constantemente se veía obligado a reprimir. En ese momento, tenía dos proyectos entre manos: un filme policíaco y lo que luego sería Una pelea cubana contra los demonios. Pero, de pronto, en el camino de Damasco que conducía a las oficinas, tuvo “una iluminación”: filmaría una sátira sobre la burocracia. La simple decisión produjo el efecto terapéutico de una catarsis.

“Continuaba mis trámites domésticos, iba a determinadas oficinas, me enfrentaba a empleados burócratas, perdía mucho tiempo, pero de alguna manera me enriquecía: llevaba una libretica de apuntes donde anotaba situaciones, comportamientos, datos”.

Sería ocioso preguntarse, como ya lo hizo Weber en su momento, quién domina el aparato burocrático, a quién sirven los burócratas en definitiva. El gremio —puesto que es imprescindible, con independencia del sistema socioeconómico en que opera— goza de un nivel tal de autonomía que le permití servir únicamente a los intereses gremiales, entre los cuales está su propia capacidad reproducción. Como depositario del Secreto y sus inalterables ritos, el burócrata lo debe fidelidad al Reglamento y a sus superiores jerárquicos, igualmente celosos de su misión. Lo que no está reglamentado —es decir, el azar, la realidad nuestra de cada día— no le incumbe en absoluto. En La muerte de un burócrata, Juanchín, el Sobrino (Salvador Wood), colocado ante los sucesivos dilemas del carnet laboral y la segunda inhumación del cadáver del Tío, puede mascullar tantas veces como quiera que debe haber una solución. La hay, en efecto, pero provisional: siempre remite a otro problema. De la mesa 12 a la 20 y de ahí a la 46 y vuelta a la 12. Es lo que se llama peloteo. En medio de este forcejeo desigual entre el Reglamento y el sentido común, ante la desesperación impotente de sus víctimas, el burócrata, como el demiurgo de Joyce —y disculpen el símil—se las arregla para permanecer impávido, distante, como si con él no fuera, “limándose las uñas”. De ahí jue con tanta frecuencia —lo estamos viendo— haya sido blanco del único medio con que cuentan sus víctimas para vengarse: la burla. O dicho en cubano: el choteo.

---------------------------

El trabajo en Cine-Revista, a finales de los años cincuenta, había familiarizado a Titón con la línea de los sketches humorísticos, cuyos orígenes se remontan a los pasos y entremeses del teatro clásico español y, entre nosotros, al teatro vernáculo. Una temprana lectura de Las doce sillas —novela de los rusos Ilf y Petrov— lo acerca a la comedia satírica soviética, movido por la curiosidad y por las afinidades ideológicas. Más tarde, ya en 1959, lo llevan a preguntarse cuál podría ser el papel del humor en una sociedad distinta, empeñada en construir el socialismo.

Con la adopción del realismo socialista como estética oficial, el arte y la literatura soviéticos se habían acartonado, por decirlo así, bajo el peso de tres agobiantes teorías que le cayeron encima como otras tantas lápidas: la del héroe positivo, la de lo típico-promedio y la de la ausencia de conflicto. En Cuba, ese fantasma se había exorcizado gracias al categórico rechazo de los escritores y artistas y a la contribución teórica del Che —en El socialismo y el hombre en Cuba— que atribuyó su esquematismo a la incapacidad de los promotores culturales para encarar el complejo problema de la función educativa del arte. “Se busca entonces la simplificación —señaló—, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios”.

Alea, por su parte, consideraba que el realismo socialista era la quintaesencia del pensamiento burocrático llevado al terreno de la estética, idea que se reitera en la película mediante la abrumadora referencia, tanto anecdótica como puramente iconográfica, a uno de los símbolos del llamado arte proletario: el brazo musculoso con el puño en alto. Suprema ironía: en uno de los carteles propagandísticos, dicho puño cae sobre la cabeza de un minúsculo oficinista, aplastándolo como un insecto contra su propio escritorio, un modo de reforzar gráficamente la campaña que se lleva a cabo bajo la ilusoria consigna de MUERTE A LA BUROCRACIA. Dicha campaña, por cierto, incluye desfile de carrozas donde una modelo escultural, en paños menores, blandirá una mandarria con la que sin duda aplastará a los boquiabiertos espectadores, aunque su propósito, según explica el organizador, es “asestarle un golpe al cadáver burocrático cada vez que intente levantar cabeza”. Es el choteo en estado puro, que suele denominarse relajo cuando tiende a abarcarlo todo o incluye referencias eróticas o procaces. En la misma dirección apunta el voyeurismo de los burócratas respecto a sus distraídas o provocadoras empleadas. Hay en todo ello una crítica benévola, por decirlo así, que no llega nunca al sarcasmo y que tal vez explique por qué el humor de Alea ha sido calificado por Antonio Mazón como “apolíneo” —en contraste, por ejemplo, con el de su maestro Buñuel— y por qué también los burócratas disfrutan la película, lo que al principio desconcertó e irritó a Alea.

En el espacio cultural cubano, sin duda, los elementos de choteo son los que hacen fácilmente digerible Ia crítica, porque el choteo contiene —digámoslo así— sustancias corrosivas pero también antiácidas. Si solo se toman en cuenta las primeras —y fuera de contexto, además— pueden producirse situaciones tan absurdas como las que dieron origen a la película. Absurdas y riesgosas, ya que no eran solo los canarios los que podían derrotar al comunismo sino también los halcones, aquellos celosos guardianes de la doctrina —coetáneos de Maiakovski, por cierto— que en medio del torbellino revolucionario se hacían esta pregunta crucial: “¿Puede un miembro de la Juventud Comunista usar corbata?”

Al ser estrenada, con un éxito sin precedentes en nuestra filmografía, La muerte de un burócrata provocó alarma en el reducido, pero influyente gremio de los dogmáticos criollos, secretos defensores del realismo socialista, quienes vieron en ella un repunte del viejo choteo que, con el triunfo de la Revolución, parecía haberse erradicado de la sicología nacional. Lo que se criticaba era una doble falta de respeto: hacia la autoridad revolucionaria —representada por el vapuleado Policía de la riña tumultuaria— y hacia la memoria de José Martí, Apóstol de la independencia de Cuba, por lo cual en este caso la burla equivalía a un sacrilegio. Pero bastaba observar la facha del susodicho Policía —con todas las trazas de ser un pobre diablo— para percatarse de que su figura difícilmente podría tomarse como una alegoría de la Autoridad semejante a la de aquellos colosos de las comedias de Chaplin con sus siete pies de estatura y sus impecables uniformes cuidadosamente abotonados. Aquí, el Policía solo logra imponer su autoridad cuando sopla enérgicamente su silbato y paraliza a la multitud —una breve pausa antes de que la trifulca se reanude. El pobre personaje no tiene suerte: tropieza con puertas de automóviles que se abren de pronto, recibe golpes producidos por todo tipo de artefactos volantes...; solo le falta, en fin, el pastel de crema en la cara. Porque en efecto, como observa agudamente Michael Chanan en The Cuban Image, el país donde ocurren los hechos es un espacio imaginario en el que se entrecruzan alegremente dos territorios: el de la Cuba revolucionaria y el de la comedia hollywoodense. Los dogmas nada tienen que hacer ahí, salvo exponerse al cauterio de la sátira. Es lo que se ilustra de entrada con la despedida de duelo, donde nos enteramos de que el difunto Francisco J. Pérez (Paco) no era solo Obrero Ejemplar, “un proletario en toda la extensión de la palabra”, sino también el inventor de un complejo artefacto capaz de satisfacer la creciente demanda de bustos de Martí destinados a los “rincones martianos” (pequeños espacios en los que se le rinde homenaje al Héroe Nacional en escuelas, fábricas y lugares públicos). De hecho Paco se proponía lograr la democratización del patriotismo. “Que cada familia cubana —como dice su panegirista, tuviera un rincón patriótico en su casa”. A la acusación de burla y sacrilegio responde un crítico cinematográfico, Bernardo Callejas —como lo había hecho el propio Alea— argumentando que la secuencia de la máquina productora de bustos no era solo una regocijante parodia de Tiempos modernos, Chaplin, sino además una valiente denuncia: “La máquina de hacer bustos martianos es una sátira a los que, a fuerza de mecanicismo, se alejan del pensamiento de los grandes hombres y los convierten en símbolos huecos. Lo martiano no es el busto repetido, sino rescatar al Apóstol de una mistificación absurda”.

De pronto caemos en la cuenta de que las buenas intenciones de Francisco J. Pérez, el Obrero Ejemplar, estaban permeadas por fuertes tendencias burocráticas —es decir, mecanicistas— que fueron ellas, en realidad, las que pusieron en marcha el dispositivo del Absurdo. Si lo que un personaje tiene de cómico, como dice Bergson, es todo aquello que lo lleva a repetirse de manera automática y que por tanto puede ser imitado y convertido en motivo de burla, entonces Paco era un tipo intrínsecamente risible. Pero al ser tomado en serio por su dedicación y su entusiasmo, generaba en torno a sí un clima altamente contaminado de kitsch, lo que explica la conmovedora y desafortunada iniciativa de sus compañeros.

Tanto Alea como sus críticos, han señalado el cúmulo de referencias temáticas y visuales que atraviesan el filme de un extremo al otro —lo que antes se llamaba influencias, pastiches, parodias, y ahora se denomina citas, homenajes, referencias intertextuales—, todo un arsenal de recursos expresivos codificados por Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, Laurel y Hardy, en suma, la comedia silente norteamericana que Alea y sus pragmáticos guionistas (Alfredo del Cueto y Ramón F. Suárez) no tuvieron reparos en saquear. Pero creo que nadie ha señalado un rarísimo instante autorreflexivo en el que el director parece citarse irónicamente a sí mismo por boca del protagonista (o más bien, del actor) como si de pronto este hubiera tomado conciencia de las delirantes peripecias en las que se ha visto involucrado. En el comedor de lo coso familiar, donde la Tía (Silvia Planas) acopia, hielo paro lo conservación del cadáver, Juanchín —disfrutando por primera vez de un momento de calmo, después de otra jornada de gestiones infructuosas— se sirve un vaso de ron, le echa un trocito de hielo —detalle que para la Tía no pasa inadvertido— y, mientras espera que el trago se enfríe, sonríe divertido, como si recordara una travesura. “¿Quién sería el de la idea de enterrar al tío Paco con el carnet laboral? —murmura—. ¿A quién se le ocurriría eso?” Tengo la sospecha de que se trata de un guiño cómplice que Alea le hace al espectador, porque la curiosa pregunta pudiera traducirse por esta otra: “¿A quién se le habrá ocurrido la locura de hacer esta película?”

La muerte de un burócrata está estructurada sobre un patrón muy simple, el de la comedia de enredos, donde un primer obstáculo parece hallar una solución que enseguida conduce a un segundo obstáculo, etcétera. De ahí que resultara fácil insertar las citas sin romper la coherencia narrativa, porque, como observa el propio Alea, el estilo del filme radica en su diversidad. A esa dialéctica de la unidad en lo diverso, parecen responder la filosofía y la estética del filme; por una parte, los dos ejes temáticos anunciados en el título —la Muerte como trámite burocrático; el burocratismo como expresión de un pensamiento momificado—, y por la otra, los elementos de humor negro y de ambientación representados, unos, por el cadáver del Tío, y los otros, por los acrónimos y las consignas. De hecho, la densidad semántica de la película se debe, en gran medida, a la acumulación de detalles relacionados con esos elementos. Si no recuerdo mal, el único momento del filme donde el fallecimiento del Tío remite a una duda metafísica —a lo que pudiéramos llamar “el tema de la Muerte”— se da cuando el Sobrino lleva por primera vez el cadáver a la casa y la Tía, sin saberlo, creyendo que todo ha terminado, da rienda suelta a su dolor: “jAy, Paco —exclama—, ¿dónde estarás ahora?” La respuesta llega desde el jardín, donde los perros callejeros, hambrientos, ladran en tomo al ataúd. La mezcla de humor negro y choteo produce equívocos visuales como el del niño que, confundiendo las velas del féretro con velas de cumpleaños, rompe a cantar “Happy Birthday to You”, y el del Sobrino que, al ver a la Tía alzar un hacha sobre su cabeza, cree que está a punto de descargarla sobre el cadáver, enloquecida, cuando lo que ella está haciendo es picar hielo para congelarlo. Las auras sobrevuelan en círculos la casa, lo que indica la existencia de carroña en el vecindario, y una de ellas llega incluso a asomarse a la ventana de la habitación donde han colocado el ataúd. Es decir, aquí el tema de la Muerte, totalmente desacralizado, no remite a la metafísica sino a la física, a la pura presencia del cadáver. O, dicho de otro modo: aquí se chotea a la Muerte en la persona del muerto, conducta que, por lo demás, puede encubrir motivaciones insondables, porque jugar con la Muerte —como insinúa Alea— pudiera ser “un intento inconsciente de conjurarla”.

El vínculo Muerte-Burocracia, que se establece desde los créditos mismos —en la banda sonora, el tecleo de una máquina de escribir alterna con los compases de una marcha fúnebre—, se manifiesta no solo en el plano de la acción, con las tribulaciones de la familia, sino también en la proliferación de utensilios gremiales —cuños, sellos, lápices, presillas, registros— y en las delirantes iniciativas y exhortaciones que la burocracia disemina mediante pancartas y carteles. A la idea del desfile de carrosas, ya mencionada, pudieran añadirse la tela que el Administrador del cementerio y futura víctima (Manuel Estanillo) despliega con meticuloso entusiasmo de una pared a otra de su oficina: SALUDAMOS EL DÍA DE LOS DIFUNTOS, y el cartelito que aparece sobre una lúgubre figura con guadaña que espera sentada en el portal: YO ESTOY EMULANDO. La profusión de textos escritos, por cierto, plantea un problema de competencia lingüística o visual para el caso de aquellas copias sin carteles explicativos que estén destinadas al mercado extranjero. Si se trata de un público no hispanohablante y que además no lea español, ¿cómo podrá percibir la multiplicidad de “voces”, la riqueza dialógica de las escenas en las que se establece un intenso contrapunteo entre los elementos narrativos y los escenográficos? Lo usual es que los carteles y consignas incidan en el plano de la acción con un comentario irónico, como si se quisiera subrayar con ellos el divorcio entre los actos y las palabras, entre la teoría y la práctica. Como bien observa Juan Antonio García Borrero, Alea demuestra así “su habilidad para jugar con diversos niveles de lectura en un mismo plano a partir de la inserción, dentro del encuadre, de objetos, informaciones, consignas que casi siempre se contraponen al significado primario o intensifican el sentido del absurdo en el relato…” Pone como ejemplos el instante fugaz en que, al paso del Sobrino que se dirige al DEPATRAM (Departamento de Aceleración de Trámites), vemos a un burócrata empeñado en amarrar un bolígrafo al muñón de un manco (“El problema es que tiene que firmar de todas maneras”, dice) ya en el DEPATRAM, un cartel que informa gozosamente al visitante que el Departamento ha ganado un campeonato de pimpón.

(…)

--------------------------------

Todas las gestiones han sido hechas, pero el cadáver de Francisco J. Pérez sigue insepulto. Puesto que sabemos que alguien más va a morir, empezamos a imaginar el decenlace cuando Juanchín responde automáticamente el test de Rorschach a que lo somete el siquiatra: en la primera mancha ve un panteón; en la segunda, un angelito; en la, tercera, una lechuza; en la cuarta, una corona de flores; en la quinta, dos funerarios cogidos de la mano... Para el siquiatra, el diagnóstico es simple: “Un trauma causado por la muerte del tío”. Nosotros sabemos que no es verdad. La verdad —la del filme, al menos— está en otra parte. Cuando, ya consumado el hecho, sacan a Juanchín del cementerio con una camisa de fuerza, un Chino que presencia la escena se vuelve a cámara y expone brevemente, en chino, lo que parece ser una moraleja. A la Tía, el coche fúnebre la ha dejado atrás; ahora corre sola hacia el cementerio para tratar de darle a Paco el adiós definitivo. Entretanto, el cadáver del Burócrata es conducido a su última morada con todos los honores: marcha fúnebre, carroza con troncos de caballos enjaezados, un cortejo de atribulados colegas vestidos de luto riguroso... La experiencia necrofílica ha llegado a su fin y nosotros, como espectadores, a una duda inquietante: lo que dijo el Chino ¿tendría algo que ver con las ratas o con el hecho comprobado —que ya irritó a Titón— de que la muerte de un burócrata no afecta para nada la salud de la burocracia?

Tomado de la Revista Cine Cubano. No. 163, 2007