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Anatomía de una ciudad y una mujer en apuros
Yolanda (en un complejo papel interpretado por Lola Amores), personaje principal de La Mujer Salvaje (2023) de Alan González, es una hembra que tiene al mundo en contra. Por donde quiera que camina es mal vista y mal atendida, es casi una paria social que se resiste a ser olvidada. Incluso, es rechazada entre quienes fueran alguna vez las personas que formaron su familia y amigos.
Ella es una mujer de barrio. Es una cuarentona de aptitudes fuertes, aparente característica que acompaña a este tipo de féminas pertenecientes a la Habana profunda, las que se enfrentan a todo mal que por ellas venga sin importarles las consecuencias de una mala contesta, aunque en su batalla perjudique a los otros.
Yolanda solo tiene por misión atravesar la ciudad en busca de su hijo (interpretado por Jean Marcos Fraga Piedra en su primera aparición para el cine), después de ser jurado y parte en una reyerta entre su novio y su amante, la cual terminó en muy mal resultado: uno fugitivo de la ley que se comunica con ella a escondidas, el otro hospitalizado y un vídeo de la pelea difundido por el reparto, prueba de su implicación en el hecho y de su conducta barriobajera.
La falta de sutileza en los comportamientos de Yolanda realizan una simbiosis con el testimonio que enaltece el filme que protagoniza: una vivencia específica sobre los corolarios de la decadencia, la violencia, el machismo y el anhelo de amor, los que son susurrados al oído del espectador en medio de todo el caos que envuelve a la ciudad.
La marginalidad figurada en la gente de Marianao confabula en contra de Yolanda, al punto de hacerla sentir ahogada. En donde planta un pie, los murmullos despectivos la hostigan. Las voces indistintas la cercan y la terminan achicando en cada ambiente demoledor en que esta matrona se ve inmiscuida.
A su vez, la cámara la acompaña. Acecha a Yolanda por cada uno de los recovecos por los que pasa como si fuera un cómplice que atestigua la conspiración que se teje en contra de su acosada, formando parte de ese efecto de asfixia que la rodea, el que queda impregnado en el público que visiona el filme.
En ocasiones, esa cámara, aparte de ser “el Gran Hermano” que vigila a este personaje predilecto, forma parte de sus problemas. Acrecienta el supuesto bosquejo que se percibe de una mujer perversa y calculadora, la que impone sus reclamos a golpe de insultos y manipulaciones. Esta coloca a Yolanda de cara al espectador tal cual villana irresoluta, cuando en realidad es solo una mujer que busca redimirse entre los brazos de su hijo, quien se rehúsa a brindarle su compañía o darle un simple abrazo reparador.
Sucede que la protagonista es víctima de sus últimos acontecimientos, de vivir en un vecindario arremetido por la decadencia constante producto a las vicisitudes del contexto en plena pandemia, de la localidad sin recursos, del país. Yolanda vive como piensa y piensa según vive, y es esto lo que busca transparentar la fotografía de Lorenzo Casadio: una transmutación de la realidad en ficción para representar un relato marcado por el maltrato y la violencia en la vida de una mujer atípica.
El escenario pandémico, además, sirve de instrumento para adecuar la atmósfera de ostra que se respira a una historia que mutila los movimientos dado a la paranoia y la desconfianza, en la que las personas viven en la incertidumbre de lo que podría pasar.
Yolanda, de cara al guion de González y Nurielis Duarte, cumple esa fase de víctima y victamaria de una epopeya construida con una estructura estilísticapornomiseria o cubantrash, en el que lo burdo, lo desgastado y lo sucio, en un abordaje multidimensional, se vuelve cuerpo semántico de una práctica cultural expresada fílmicamente. La experiencia del personaje principal sirve para mostrar un cuadro tanto grotesco como humanamente sensible de la vida citadina.
Por su parte, la odisea de Yolanda cuenta con una evolución paulatina. Las vulnerabilidades en su persona salen a flote mientras se acerca a su objetivo final. Los colores de esta mujer, que tienen hogar debajo de su coraza, comienzan a emanar cuando tiene roce con su hijo, aunque este la desprecie.
Su camino deja de ser turbio a la vez que la compañía de su hijo se solidifica. Los bultos, que carga consigo por toda la ciudad, dejan de pesar cuando el niño la toma de la mano, juega con ella, le hace interrogantes que solo se le ocurren a los infantes, o simplemente comparte con ella el silencio o el llanto.
La Mujer Salvaje cierra su ciclo por los cines de La Habana está semana del 16 al 19 de mayo, pero quedará anotada en la memoria del gran público como un adecuado examen escatológico y crudo de una realidad poco distante de los barrios y, en uno de ellos, de una mujer que no se rinde ante las situaciones más extremas.