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Cine panameño cerquita de lo cubano
La promisoria efervescencia del cine panameño, plasmada en las recientes ediciones del Festival Internacional de Cine de Panamá, así como en la Primera Semana organizada por la Cinemateca de Cuba, tiene mucho que ver con el desarrollo del audiovisual cubano, en particular con la existencia de la Escuela Internacional de Cine y Televisión, de San Antonio de los Baños (EICTV).
La mayor parte de los realizadores implicados en la mencionada efervescencia, autores y equipos técnico-artísticos de las obras invitadas a esta Primera Semana de Cine Panameño en Cuba, son egresados de la Escuela asentada en la Utopía del Ojo y de la Oreja, una institución que respaldó el auge de reflejos audiovisuales en países con una tradición escasa, como Panamá.
Independientemente de que la Escuela de Cine en Cuba, y el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), hayan contribuido con la formación de jóvenes cineastas panameños, este país dispone de la Dirección Nacional de la Industria del Cine (Dicine), que reparte fondos por más de cinco millones de dólares, y todo ello ha favorecido el actual brote de talentos. Las convocatorias del Fondo Cine están dirigidas al apoyo de proyectos en desarrollo, documentales, de largometraje de ficción y animación y también a proyectos en etapa de posproducción.
En la ciudad de Panamá, y en otras del interior del país, existen varias salas equipadas con la última tecnología en varios complejos de multipantallas. La Ley de Cine promulgada recientemente otorga una cuota de pantalla del 10 por ciento al cine panameño, lo cual asegura que las películas locales lleguen al público y que los espectadores puedan verlas en buenas condiciones de proyección, una realidad desgraciadamente lejana de las experiencias del espectador cubano, vejado por el mal estado de las salas de cine.
Según Pituka Ortega Heilbron, realizadora de varios cortos y documentales, y además directora del Festival Internacional de Cine de Panamá, “el cine panameño se encuentra en un momento histórico, y esta evidencia genera confianza e inspiración. Por eso creo que indudablemente el cine panameño va a seguir creciendo, y encontrará su propio lenguaje. Creo que nuestro cine es muy particular debido a las características tan propias de esta nación, diversa y particular como la población que aquí habita, con la singularidad de nuestra posición geográfica y nuestra historia, elementos que se entrelazan e impactan en nuestro lenguaje”.
“Hace algunos años el cine panameño casi no existía”, afirma por su parte Diana Sánchez, directora artística del Festival Internacional de Panamá, para quien actualmente “hay un gran crecimiento en la producción local, al igual que existe un gran crecimiento en el cine de otros países de América Central, y el Festival se propone atraer a la gente al cine para que vea que se pueden hacer buenas películas en Panamá. Creo que el público está muy interesado en verse reflejado en el cine a través de estas películas. Hay un apoyo interno muy creciente a un cine que busca reflejar la identidad y la historia panameña. Hay varias películas en proceso que exploran otros temas, pero siempre buscando una voz propia”.
En la Primera Semana de Cine de Panamá en Cuba se presentó, por supuesto, Historias del canal (2014) y a nadie sorprendió esa presencia en tanto el canal condiciona la vida económica y política de la nación. El filme está compuesto por cinco cuentos dirigidos, cada uno de los respectivos, por Carolina Borrero, Edwin Mon, Luis Franco Brantley, Abner Benaim y Pituka Ortega. Se trata de cinco cortometrajes de corte histórico-crítico con historias relacionadas con la actualidad política y social de Panamá en cinco tiempos, desde la construcción del canal en 1913 hasta su ampliación en 2013, pasando por momentos claves como la crisis de 1964 y la firma de los tratados Torrijos-Carter en 1977.
A este último tema, es decir, a la entrega del canal a los panameños, se refiere también el documental Querido Jimmy (Guillermo Ledezma, 2015), que contiene las reflexiones del expresidente norteamericano James Carter sobre las razones que le llevaron a apoyar la entrega del canal interoceánico a sus legítimos dueños. En una cuerda de similar compromiso político-social, el documental Darién, van o vienen (Andrea Calderón, 2018) nos habla sobre las tragedias de los inmigrantes de África, Sudamérica y el Caribe (incluidos los cubanos) que arriban desde el Sur a poblados en la provincia de Darién, luego de cruzar peligrosos parajes selváticos, en su travesía hacia Estados Unidos.
Más lúdicos y hedonistas parecen los argumentos de los largometrajes de ficción Kimura (Aldo Rey Valderrama, 2017) y Panamá al Brown, cuando el puño se abre (Carlos Aguilar, 2018). El primero está relacionado con el personaje de un expugilista que busca el perdón de su hermano, quien se ha convertido en campeón del ring, pero las circunstancias los obligan a enfrentarse en un torneo de boxeo kimura; mientras que Panamá al Brown… es un documental también de tema pugilístico sobre la biografía del panameño Alfonso Teófilo Brown, que en la década de 1920 se convirtió en el primer campeón de boxeo mundial de origen latinoamericano.
En cuanto a la ficción, la Semana se completa con Salsipuedes (Ricardo Aguilar Navarro y el cubano Manolito Rodríguez, 2016) y Kenke (Enrique Pérez, 2015), la una relacionada con la historia de un joven que fue enviado a Estados Unidos, regresa al morir su abuelo y se reencuentra con su padre, un ex-boxeador que cumple una condena; mientras que la otra tiene que ver con una familia, en el momento cuando descubren que su hijo adolescente fuma marihuana, lo ponen bajo la tutela de su primo, pero la idea solamente ayuda a crear situaciones más complicadas.
Del documental, debe mencionarse Sopa (sobre una mujer que relata cómo salió adelante al morir el esposo, levantando con sus hijas el negocio de venta de sopa para una clientela que creció); Los caminos de la vida, de Amargit G. Pinzón, que ilustra la semblanza de un artesano y un fabricante de objetos de barro del pueblo La Villa de Los Santos, considerado la cuna de la panameñidad; Transición, con los testimonios de varias mujeres afropanameñas que lucen su cabello natural y han tenido que batallar por la aceptación y reconocimiento; Fraimpark, acerca del mundo travesti dominado por Miss Veneno Fraimpark y sus “hijas” y “sobrinas”, que integran su aclamada casa “drag”, y sobre todo Panamá Radio (2018), que resulta subversivo e iconoclasta, seguramente sin proponérselo, respecto a la prestigiosa tradición del documental de memoria latinoamericano (mayormente concentrado en latrocinios, dictaduras y grandes males políticos).
Panamá Radio ofrece 70 minutos de cordial y fresca remembranza sobre una época (los años sesenta hasta los ochenta), una ciudad, y una nación que ha cambiado muchísimo, para mal y para bien, a lo largo de todos estos años. Mientras el espectador se informa, y compara inevitablemente la Panamá de antes con la de ahora, también disfruta del carisma, y la habilidad para la conversación fluida y esencial, de los dos principales personajes: Dora de Ángeles y Lydia García, dos amigas que trabajaron en la tienda de música llamada Panamá Radio, y que recuerdan ante la cámara su juventud, cuando vivieron rodeadas por la música y las estrellas que visitaban la tienda.
Tal vez debí escribir que hay tres personajes principales y no dos, pues al simpático dúo de nostálgicas pero nunca melancólicas ancianas, se añade el realizador, guionista y entrevistador Edgar Soberón Torchia, encargado de evocar, desde los primeros minutos, las razones que lo animaron para redescubrir esta historia de una tienda de discos que era mucho más que eso. Porque cuando se habla sobre los personajes protagónicos, y “las voces” que ocupan la mayor parte del considerable volumen referencial e informativo, debe añadirse que ninguno de los 70 minutos del documental se dedica a la autorreferencialidad onanista tan en boga en este tipo de proyectos: el realizador apunta las razones que vinculan su historia personal con el tema del documental, pero Panamá Radio no es, en ningún caso, un filme sobre el director ni relativo solo a sus recuerdos o apreciaciones personales.
Panamá Radio pulsa una fascinante yuxtaposición de testimonios fotográficos, fragmentos musicales y anécdotas graciosas, vinculadas ciertamente a la historia de un lugar, de un barrio, y tal relato se deja en manos, sobre todo, de las dos protagonistas, dos mujeres cuyos contrastes de temperamento y expresión recuerdan, con criolla naturalidad, las buddy movies del más agudo espíritu cómico. Ellas apuntalan el alegre corazón de este documental privilegiado, también, por una eficaz fotografía que se mueve con igual habilidad mientras persigue a sus personajes por las estrechas calles del barrio viejo, o cuando las contempla en la tranquilidad de sus espacios domésticos. Apreciable destreza sostiene también la edición de Aldo Rey, un profesional muy consciente de que el ritmo narrativo y los códigos de causalidad, caracterización y suspenso pueden y deben concurrir también en obras documentales o testimoniales como esta.
Panamá Radio está realizada con la conciencia de que la solemnidad y el trascendentalismo nunca serán las únicas maneras de construir saberes y rescatar patrimonios. Por suerte para sus muchos y entusiastas espectadores, el filme, aunque se realizó desde la nostalgia y la remembranza, jamás resulta lacrimoso ni pesimista, porque trasmite, en cambio, cierta confianza en los valores de la gente sencilla, del pueblo, y por tanto comunica una gozosa sensación de que la cultura y el arte pueden ser creadas desde los más humildes estratos de servidores públicos, aquellos que cumplen la función socialmente cohesiva de entretener a la nación, y divulgar sus grandes valores no solo nacionales, pues se alude al paso por la famosa tienda de artistas cubanos, españoles, boricuas, mexicanos y de varias otras nacionalidades.
Si el cine panameño está ofreciendo claras señales de avance, año tras año, y es posible constatarlas en esta Semana, estamos delante de una obra que significa ejemplo notable de tal auge e indica un modo factible de continuar con la imprescindible ilustración de la idiosincrasia y la historia nacionales. Lo más significativo es que se consigue dar cumplimiento a tan importante tarea conjugando lo sencillo y lo sabio, la calidez emotiva y la madurez intelectual, todo el balance sostenido por una gracia que nunca debiéramos cansarnos de celebrar.
(Tomado de La Jiribilla)