NOTICIA
Concurso documental. Otros territorios, nuevas perspectivas (I)
Doce títulos documentales compiten en esta 17 Muestra Joven ICAIC. Referirse al protagonismo de la no ficción en el evento está de más; basta echar un vistazo a las ediciones anteriores para comprobar que, año tras año, mucho de lo más arriesgado, estéticamente novedoso y conceptualmente significativo que ha tenido lugar en el joven cine cubano del nuevo milenio se localiza en esta práctica. En muchas de las piezas seleccionadas se percibe una complejidad y un refinamiento expresivos que sorprenden, en el mejor de los sentidos. Al espacio ganado por lo observacional y lo poético se suman un énfasis en la subjetividad del autor y una revalorización del arsenal experimental que están transformando el documental cubano en una especie mutante. En lo temático, los discursos se vuelven hacia microcosmos familiares y comunidades afines, indagan en torno a las proyecciones afectivas, sociales y simbólicas del espacio, o exploran propuestas (en lo individual o colectivo) que, en virtud de su singularidad, podrían verse como verdaderas estrategias de evasión frente a la norma social vigente.
En La música de las esferas (Marcel Beltrán), el director se asoma a la historia familiar a partir del reencuentro de sus padres, Mauricio y Regina, con lugares donde vivieron y con sus respectivas familias, residentes en San Luis y Santa Clara. Hurgando en el archivo personal, fotos y cartas redondearán la imagen de una pareja multirracial que logra sobreponerse a las fracturas y desplazamientos que trajo consigo la radicalización de la Revolución cubana. Provenientes de familias a las que esta colocó en bandos opuestos (los padres de Mauricio colaboraron con el Ejército Rebelde, y tras el triunfo participaron en las nacionalizaciones e intervenciones de grandes y pequeños negocios; los parientes de Regina, por su parte, estuvieron justamente entre los afectados por dichas expropiaciones), el joven matrimonio pagó su aspiración de fundar un nuevo hogar con un simbólico “destierro temporal y voluntario” en el Oriente del país (Moa), amén de otro distanciamiento, con seguridad más desgarrador: el rechazo del padre de Regina. Con el tiempo solo quedan los afectos; lo demás deviene anécdota, cifra, trasfondo. Primacía de los sentimientos encarnada en esa pregunta a manera de conclusión que aventura una fórmula de la felicidad: ¿Y si al final las cosas solo había que sentirlas?
Dos islas (Adriana F. Castellanos) intenta el retrato íntimo de una familia que revive la traumática experiencia de la emigración a la vuelta de dos generaciones, solo que esta vez en sentido inverso. Adriana, la nieta, y directora del documental, nació en Cuba, pero ahora vive fuera; su abuela Elvira nació en Isla del Hierro, Canarias, pero emigró a Cuba cuando era una niña. El filme va y viene entre estas dos islas, como la abuela que en su imaginación franquea de un salto el mar entre ambas, representado por una palangana de agua. En un primer momento, la nieta hace preguntas que la abuela responde con presteza, compartiendo entusiasmada la evocación. Pronto, aquella descubre que esta recuerda su infancia con mayor nitidez y minuciosidad que Eduviges, una hermana más joven aún residente en Canarias. Quizá sea el síndrome del ausente, en quien el recuerdo se fija con inusual transparencia, memoria que subsiste para afirmar una identidad desdibujada por la lejanía.
El título del corto Apuntes en la orilla (Luis Alejandro Yero) resulta revelador en dos sentidos. Lo de “apuntes” refiere su propósito de ofrecer una instantánea de la realidad, sin pretender un retrato profundo de sus personajes ni del espacio en que se mueven, esto es, los márgenes de la sociedad; y de ahí, por otra parte, lo de “orilla”. Se trata de tres hombres, presumiblemente llegados del Oriente del país, que viven al descampado en las inmediaciones de un balneario venido a menos en las afueras de San Antonio de los Baños. El filme se asoma a las rutinas cotidianas de estos presuntos emigrantes ad intra, reducidas a comer y dormir. El resto del tiempo lo emplean en conversar, emborracharse, cantar o, lo más sorprendente, leer un libro de entrevistas a Fidel Castro, donde, entre otras cosas, se habla de las bondades de la bicicleta y de su popularidad en China. Como aquel personaje que al final de Suite Habana se confiesa sin sueños, lo más terrible es que estos hombres hayan terminado aceptando su condición actual de vagabundos sin futuro ni lugar en la sociedad como un destino inescapable al que solo queda adaptarse. Una cámara observacional contempla a distancia sus evoluciones, dando cuenta de la negligente aceptación del ostracismo en que viven, la inquietante reducción de sus horizontes de expectativas, las fantasmales dimensiones de una existencia sin techo ni ley que sobrevive más allá de eso que llamamos “la realidad”.
Al mismo autor se debe El cementerio se alumbra, breve poema a la noche en un pueblo de provincias (Bauta), que toma su nombre de unos versos declamados casi al final por uno de los personajes. Se trata de dos décimas rematadas por una redondilla en las que, siguiendo un tanto irónicamente el sentir popular, se ensalza la muerte como instancia gloriosa y liberadora. En el corto, como en el poema, la vida alienta en cada resquicio de luz, subvirtiendo la asociación entre noche y muerte encarnada por el pueblo y el cementerio, respectivamente, sumidos en la oscuridad y el silencio. Desde el inicio, en la penumbra de un vagón rechinando en la oscuridad, hasta el final, en que una figura humana camina por una ferrovía que se pierde en la noche mientras se oye una sirena a lo lejos, la imagen del tren es recurrente. En sintonía con su presencia como signo de vida, y del tiempo que pasa inexorablemente, la cámara descubre otros espacios donde aquella resiste y logra imponerse, donde, por así decirlo, “el cementerio se alumbra”: una fiesta popular en un centro de recreación celebra la sensualidad de los cuerpos que se mueven al compás de la música y de los golpes de luz que, por un segundo, iluminan sus figuras extáticas.
Briana (Ricardo Sarmiento Ramírez) opera desde coordenadas mínimas: una niña, un joven y una hondonada semidesértica al borde de una carretera, el mundo exterior que se ofrece a la curiosidad de la pequeña. De parte de ella: preguntas, algunos gestos, tentativas, descubrimientos... y más preguntas. Desde él: respuestas breves, rápidas y cortantes, dichas con convicción pedagógica, marcando límites. Al alborozo ante una flor que refulge entre sus dedos como un diminuto trofeo se oponen los restos de un animal pudriéndose al sol, los enigmas inescrutables de la vida y la muerte, la belleza y el horror. El aprendizaje toma otro vuelo cuando la cámara cambia de dueño. Por unos segundos, mientras tararea una cancioncilla de iglesia, quedan registradas sus primeras impresiones del mundo. Todo es juego, tiempo que pasa, asombro, urgencia, movimiento. Briana, en el futuro, es ya inalcanzable. Es este un sencillo corto de vocación experimental, reminiscencia del gran Abbas Kiarostami, en el que una niña cobra conciencia del mundo como perenne epifanía.
(Continuará)
Tomado de: Bisiesto no.1