NOTICIA
Dark Waters, de Todd Haynes: David contra Goliat
Con Dark Waters (Aguas oscuras, 2019), la más reciente película de Todd Haynes exhibida en la televisión nacional, se reafirma el interés de ciertos realizadores norteamericanos por un tipo de cine más “utilitario”, centrado en el valor cronístico de su denuncia social al abordar las contrariedades, desavenencias e implosiones de la sociedad estadounidense contemporánea, doblegada ante la vorágine del capitalismo salvaje.
Por lo regular, este tipo de cine se nutre de las potencialidades del registro histórico de un tipo de literatura “de ocasión”, generalmente de corte biográfico o testimonial sobre un hecho de particular resonancia en la vida social y política de ese país; también de la observación documental del realizador como parte de su experiencia personal en el trabajo de campo y, finalmente, del periodismo investigativo que casi siempre responde a los grandes medios de la prensa escrita, un tipo de periodismo por encargo que termina escandalizando la opinión pública con artículos en primera plana.
Probablemente la ya extensa filmografía de Oliver Stone sea la más representativa de esta clase de cine político, aunque realizadores como Steven Spielberg, Clint Eastwood, Martin Scorsese, Doug Liman o Tom McCarthy han aportado no pocos títulos notables.
A diferencia de los directores anteriores, el caso de Todd Haynes resulta atractivamente peculiar. Luego de su trascendental Carol (2015) —tal vez la más importante en su carrera hasta hoy—, un filme más bien articulado en la exploración psicológica de personajes femeninos y el debate sexual que introducía a partir del tratamiento de una temática muy cara a su cine, y después de la refrescante inmersión en la fantasía y el entretenimiento de una historia centrada en el universo infantil que proporcionaba Wonderstruck (El museo de las maravillas, 2018), digamos que con Dark Waters el cine de Haynes parece aportar un nuevo interés temático, aun cuando el prisma social aparezca, con intermitencias, en películas anteriores.
Si en filmes como Far from Heaven (Lejos del cielo, 2002) y Safe (A salvo, 2010) el tratamiento de problemáticas como el racismo, la homofobia, la corrupción policial y la violencia urbana quedaba subordinado a los resortes dramáticos del argumento, en su más reciente película esa voluntad que no esconde un compromiso político resurge con mayor nitidez, sin que ello menoscabe la hondura psicológica de personajes y su devenir existencial en medio de un conflicto que tiende, todo el tiempo, a resaltar su carácter de criaturas vulnerables ante los vaivenes del mainstream sociopolítico.
En su propósito de testimoniar las convulsiones ideológicas del sistema norteamericano, Dark Waters estuvo a punto de convertirse en una película panfletaria. Basada en el artículo “El abogado que se volvió la peor pesadilla de DuPont”, de Nathaniel Rich, publicado en The New York Times, la cinta consigue documentar los entresijos jurídicos contra una de las más importantes trasnacionales de la industria química de los Estados Unidos, el emblemático grupo DuPont, uno de los principales gestores del auge del sector, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xx.
El teflón, la lycra, el nylon, entre otros productos que hoy forman parte de la vida cotidiana de todos los habitantes del planeta, surgieron de los laboratorios y las prácticas de ingeniería química patrocinadas por esta multinacional.
El filme parte del caso Tennant como detonador de un conflicto que, a partir de la segunda década del nuevo siglo, la propia DuPont ha intentado minimizar por todos los medios. El vertimiento de residuos químicos en el estado de West Virgina, camuflados como rellenos sanitarios, agravaron por décadas el estado de salud de miles de comunitarios, trabajadores en su mayoría de esta empresa, los cuales permanecían al margen de la gravedad de la situación, al menos hasta finales de los años ochenta.
La contaminación de las fuentes termales y el servicio de acueducto, inadvertida hasta entonces, es apenas la punta del iceberg de un mal mayor, cuyas ramificaciones son extensivas a todos los estados de la unión norteamericana y allende sus fronteras. El abogado Rob Bilott, interpretado por un orgánico Mark Ruffalo, tendrá que asumir el reto de la representación legal de los demandantes ante las cortes penales. Se trata, en síntesis, de la clásica lucha de David contra el gigante Goliat, en la que el motivo de la anagnórisis termina por revelar el trasfondo ético, y además, político, en la ideología de la película.
Notable: el guion de Mario Correa y Matthew Michael Carnahan toma como epicentro el debate político de las malas prácticas de las transnacionales estadounidenses para articular la evolución ideológica del personaje, su visión del entramado social y político de la nación norteña, tomada como aprendizaje en su experiencia profesional. Las diferencias de clase social sirven como detonantes para la corrección política del personaje, y por lo tanto, su posicionamiento en el lado justo. No es solo la perseverancia de Bilott y su propósito de hacer justicia lo más importante de la película, sino su convencimiento respecto a la fragilidad de la condición humana cuando es sometida a la implacable acción de los poderosos.
Son notables también las actuaciones. Mark Ruffalo, que no es de mi estima, está convincente, su participación en el filme puede contarse entre las más importantes de su carrera hasta hoy, junto a sus actuaciones en Foxcatcher (Bennet Miller, 2014 y Spotlight (Thomas McCarthy, 2015); por su parte, Bill Pullman consigue un registro histriónico superior a la más reciente The Coldest Game (Lukasz Kosmicki, 2019) y vale la pena esperar la escena del hospital, en el aire final de la película, para descubrir qué hacía una actriz del calibre de Anne Hathaway en rol secundario. Dios, solo esa escena basta para adorarla de una buena vez.
Excelente: el aire minimalista en la composición del plano, la cinematografía en tonos ocres, sobre todo en escenarios interiores donde prevalece el registro geométrico en el decorado que le aporta al cuadro la sensación de asfixia, enclaustro, decursar laberíntico de la acción mientras evoluciona la psicología de los personajes. Pero en algún momento desentona el registro cuando pretende enfatizar con imágenes lo que ya era evidente: el paso en falso, la tramoya que avizora en apariencia la lucha inútil. Bien que el filme se auxilia de respiros necesarios, dada su extensión y el riesgo del estoicismo en el espectador, en aras del desenlace.
Te digo mi nota: un 4, para un filme alejado de grandes sobresaltos dramáticos, el montaje en determinadas secuencias y la sobriedad de la edición, este consigue por algunos momentos ahuyentar la monotonía del raccord que sigue a pie juntillas la exposición documental, a mi juicio, bastante lineal, como si pretendiera ser lo más fiel posible a la cronología del caso. Incluso se apoya en escenas que tal vez resultaban prescindibles, sobre todo en los momentos en que, en la intimidad del personaje principal, quien esto escribe todavía no alcanzaba a aquilatar la impronta de la Hathaway en su rol secundario.
Digamos que Haynes, en su nuevo giro temático, ha preferido la serenidad de su contundencia, y es justo eso lo más interesante de su película: el modo en que consigue sumergirnos en la experiencia del horror y redimirnos, al mismo tiempo, de la impotencia.