NOTICIA
El arte del engaño
Resulta asombrosa la habilidad que tiene el ser humano para criticar la obra ajena. Sentarnos y “despalillar”el trabajo del otro es pan comido, una delicia; y aunque algunos merecen la ira de todo el Olimpo, a otros deberíamos darles una segunda ojeada e intentar descubrir lo bueno detrás de ellos, método saludable también para las personas.
Desde siempre, la creación artística ha sido una de las actividades que más provocan la opinión, y dentro de ella, el cine. Le toca, ¿qué podemos hacer? Acuñarle el “malo” o “bueno” a un filme es cuestión de minutos; sin embargo, creo que hay casos en los que la obra audiovisual debe desmembrarse para ser criticada justamente. Cuando realizamos tal operación, por lo general diseccionamos y extraemos actuaciones, guion, música, fotografía, edición, lo fundamental, lo más palpable diría yo. Sin embargo, el ojo avezado, aunque sufre aún más lo “malo” precisamente por su experiencia, también disfruta sobremanera lo “bueno” porque descubre partes que el ojo inexperto no ve. El trabajo de la dirección de arte es una de ellas.
De sus recuerdos en esta profesión escribe Pedro García Espinosa en su libro Memorias de un director de arte, publicado en 2017 por Ediciones ICAIC. En aproximadamente 150 páginas, este experimentado escenógrafo, una vez estudiante de la Academia de San Alejandro, el Centro Experimental de Cinematografía de Roma y el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos de París, rememora su trabajo en más de una veintena de filmes, así como conceptualiza la dirección de arte y expone su visión sobre nuestro cine.
Con un lenguaje sencillo, García Espinosa hace un paneo a su labor en filmes como El Mégano (1955), antecedente de lo que sería el cine cubano post 59; El joven rebelde (1961), dirgido por su hermano Julio; Las doce sillas (1962), primera comedia del inolvidable Tomás Gutiérrez Alea; El otro Cristóbal (1963), cuya escenografía constituye una de las más complejas de la historia del cine nacional; Aventuras de Juan Quin Quin (1967), en el que también se encargó del vestuario; Lucía (1968), clásico de Humberto Solás para el que trabajó en los tres cuentos; Los días del agua (1971), en el que compartió crédito con su asistente Luis Lacosta; El recurso del método (1978), una de sus experiencias más enriquecedoras; la superproducción Cecilia (1982), rodada a lo largo de más de un año; Amada (1983), reconocido por sus rasgos estéticos; y Reina y Rey (1994), filme que culminó la obra en la gran pantalla de los hermanos García Espinosa.
Memorias de un director de arte funge como una suerte de homenaje a todas aquellas personas que se han dedicado a tal profesión. El esclarecimiento de la función de este trabajador del cine y la reivindicación de su importancia a partir de la experiencia y el anecdotario de un hombre, sirven como referentes para la historiografía y crítica del cine cubano.
Escenografía, vestuario, maquillaje, ambientación, efectos especiales y pirotecnia están a cargo de los directores de arte, cuyas manos, mentes y espíritus son indispensables para la buena realización de una obra cinematográfica. “El cine es truco”, se reza en una película cubana, y sin dudas unos de los principales magos son ellos. El director de arte tiene la misión de engañarnos y hacernos ver en una piscina, una cárcel; en un apartamento, una cueva; en un jardín, una trinchera… Su mayor cometido es convertir, transformar y engañar al espectador para provocarle placer. Pedro García Espinosa nos cuenta de sus “engaños”, y lo hace con suma satisfacción. Sirvan, entonces, sus memorias, para venerar su magia.