Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa

El artista, el ICAIC y su época (II)

Jue, 03/28/2019

Segunda parte del texto El artista, el ICAIC y su época, del crítico cinematográfico Carlos Galiano, sobre el documental Retrato de un artista siempre adolescente.

El artista

Contaba Julio García Espinosa que en un cierto festival de cine europeo, a finales de los años sesenta, un crítico se le acercó para comentarle, absolutamente embelesado, la más reciente película de Godard. Ante tanto ditirambo, Julio reaccionó con su vena más irreverentemente criolla: “¿Y quién es ese Godard?” Decepcionado por tamaña “ignorancia”, el crítico se replegó sin saber que había hablado con el más “godardiano” de los cineastas cubanos, pero para quien el culto y la adoración eran poses en absoluto ajenas a una manera genuina de apreciar el arte. Hasta donde conozco, jamás las practicó, ni siquiera con quienes estuvieron más cerca de tentarle una idolatría: los grandes maestros del neorrealismo italiano.

Cuando José Antonio González me legó el programa televisivo Historia del Cine, me propuse, como todo buen debutante, hacer los ciclos de películas más completos que se hubieran exhibido por televisión de actores, directores, géneros, etc. Uno de ellos estuvo dedicado a la actriz Bette Davis. Éxito de teleaudiencia, reconocimiento en el Caracol de la UNEAC, satisfacción del ego. En una reunión de trabajo con Julio, a la sazón presidente del ICAIC, aguardé su comentario sobre el ciclo mientras le dejaba ver, con torpe disimulo, el diploma recibido. “¿Y por qué Bette Davis?”, fue su lapidaria observación. Pasarían muchos años antes de que me percatara que ya desde entonces cocinaba sus disquisiciones en torno a esa dicotomía casi nunca congruente de fama y talento. No me dijo que Bette Davis no tuviera talento, pero lo que sí me dejó muy claro es que no era la fama un aval de cualidades interpretativas.

Años después me tocaría entrevistarlo sobre aquel megaproyecto o “mamut siberiano” que fue el documental La sexta parte del mundo, del cual Julio fue coordinador general. Ironías del destino: primero los soviéticos vinieron aquí a filmar Soy Cuba y ahora les tocaba a los cubanos ir allá a filmar una especie de “Soy la Unión Soviética”, encargo asumido por el ICAIC para saludar el aniversario 60 de la Gran Revolución Socialista de Octubre. Recuerdo la insistencia del entrevistado, más allá de la información logística proporcionada, en cómo hacer algo diferente de lo que pudiera esperarse, por ejemplo, de Novedades de Moscú. No recuerdo ahora por el tiempo transcurrido en qué medida se logró ese objetivo, si bien en el documental que nos ocupa el director de fotografía Raúl Rodríguez habla de aciertos que todo parece indicar no habrá posibilidades de corroborar, por los avatares “objetivos y subjetivos” que también han hecho estragos en el estado de conservación de nuestros fondos fílmicos patrimoniales.

Quién, qué, por qué y cómo fueron interrogantes que siempre acompañaron el desempeño artístico e intelectual de Julio García Espinosa. Intercambiar con él era una invitación permanente a descubrir la cara oculta de la luna, o para decirlo con palabras de Subiela, “el lado oscuro del corazón”. No aceptar lo que las opiniones hegemónicas dan por sentado, lo que las metrópolis dictan como normas, lo que la colonización cultural impone como verdad. Cuestionar, subvertir, borrar falsas demarcaciones entre lo “culto” y lo “popular”, no esforzarse por ser cautivador, sino auténtico, no esmerarse en la perfección de la ilusión, sino en la eficacia comunicativa del espectáculo despojado de disfraces naturalistas. De todo esto nos habla Retrato …, de un artista siempre adolescente y de un pionero —dicho sea de paso―  en la resistencia frente a la faceta más reductora de la globalización: la de la identidad.

El ICAIC

No pudo tener un mejor regalo el ICAIC en su aniversario 60 que esta historia de cine en Cuba contada por Manuel Herrera y su equipo de realización. Un regalo no celebrativo, sino reflexivo, que pone el acento no en glorias pasadas, sino en su continuidad en retos presentes y futuros (de ahí tal vez la ausencia de la nostalgia). El ICAIC visto no solo como el creador “de obras y todo un movimiento artístico que han pasado a formar parte de nuestro patrimonio cultural”, sino también como escuela de pensamiento, de ideas, de debate y confrontación ideológica cuando la realidad se lo ha impuesto. Una imagen que resulta pertinente rescatar en tiempos en que su significación parece quedar reducida a la discusión sobre su obsolescencia como centro rector de la producción, la distribución y la exhibición cinematográficas en nuestro país; y es satanizado, incluso, como un obstáculo para las justificadas aspiraciones de autonomía, protección jurídica y respaldo legislativo que con todo derecho reclaman los cineastas independientes, pues la coexistencia de opciones y modalidades no puede sino potenciar el desarrollo de un arte y una cultura.

Desde los respectivos revuelos causados por la tríada de sus películas (más) malditas (el documental se detiene en dos: Cecilia y Alicia en el pueblo de Maravillas, pero está también Guantanamera), hasta la tentativa de su disolución por los comisarios políticos de turno (al decir del escritor y entonces director de la Cinemateca de Cuba, Reynaldo González, “intento de enterrar a un general de cinco estrellas en la tumba del soldado desconocido”), pasando por aquel tristemente célebre Congreso de Educación y Cultura que propuso abolir la palabra “intelectual” y preparó las condiciones para el advenimiento del denominado y macartista quinquenio gris, el ICAIC se forjó en una batalla de ideas en la que considero que interpretó a cabalidad y sin concesiones el espíritu de la frase “Dentro de la Revolución todo”, “todo” entendido como defensa de las convicciones hasta las últimas consecuencias.

Pero hay un pasaje en particular en Retrato de un artista siempre adolescente que en mi opinión sintetiza esa imprescindible atmósfera de diversidad de criterios, polémica y disensión con la que el ICAIC sentó precedentes de tolerancia y respeto por la pluralidad, si bien sería erróneo escamotear que no siempre se dirimieron así sus diferencias internas. Es cuando Alfredo Guevara, cuya codirección con Julio todos los testimoniantes consideran como el tándem perfecto de conducción histórica del ICAIC, declara tajantemente que no suscribe ni un punto, ni una coma, de Por un cine imperfecto (¿No crees, Julio, hablando de signos de puntuación, que te hubieras evitado tantos malentendidos entrecomillando la palabra “imperfecto”?).

Eso es debate intelectual. Eso es lo que, los viernes en la noche, en las salitas de proyección del 5.o o el 7.o piso del edificio de 12 y 23, los cineastas replicaban en el visionaje y discusión de sus obras más recientes, entre colegas, entre  compañeros de tendencias estéticas tal vez hasta contrapuestas, pero identificados con un mismo proyecto. Eso fue, en sus mejores momentos, el ICAIC, sigla que aunque ahora, de acuerdo con las nuevas normas de estilo de la Real Academia de la Lengua Española, debe ir en altas y bajas, sigo escribiendo en mayúsculas.