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El cine es un arte popular: de cinéfilos y cineastas (Parte IV y final)
La coproducción ha sido una forma de supervivencia o una alternativa ante la precariedad de la mayoría de las industrias fílmicas del continente y la escasez de mercados regionales. Pero puede ser también una forma de coloniaje cultural y un mecanismo de dominación. ¿Cómo beneficiarnos del sistema de coproducción sin sacrificar la identidad propia?
Es difícil, no es fácil, en efecto. Porque siempre el país que esté poniendo más recursos en una película quiere tener control de la película, y control significa poder, en definitiva, mirado así en forma un poco artificial. Pero lo es, en definitiva lo es, y puede conducir a fórmulas de tipo cinematográfico, de tipo narrativo, que reiteran y repiten lo mismo siempre de una u otra parte, y en la cual se vuelve a plantear el problema este neocolonial.
Claro, planteada la coproducción como una forma de supervivencia… Pero si pudiéramos plantearla como deberíamos en su esencia, si coproducir implica aportar todos para un proyecto común. Quiere decir que este proyecto común tiene que tener elementos de todos los que estamos participando, de interés de todos los participantes. Si hago una coproducción con España tiene que haber un elemento español que interese a la historia, si no el coproductor español no va a ser beneficiado por sus leyes nacionales, no va a ser beneficiado por la ayuda económica y monetaria que le hacen posible participar en la coproducción. Tiene que tener una cantidad de técnicos, una cantidad de actores: una presencia, y una presencia en la historia.
Y ahí es donde se empiezan a buscar historias que puedan ser tan importantes para Cuba como para España o para España como para Chile. Y así llegamos siempre a la misma historia que se repite una y otra vez: la de un señor maduro que viene de España y conoce en Santiago de Chile a una joven que lo enseña a bailar. Pero él tiene una relación en Europa, y llama siempre por teléfono y habla por los celulares, tiene una familia allá, surge la posibilidad de vida acá. O al revés: una mujer madura y un hombre musculoso, joven. Y entonces se repite y se repite esta historia hasta que acabó saturando a todo el mundo, porque es la misma siempre. Y, en efecto, si lo llevamos a términos históricos se produce esta situación de falta de interés narrativo realmente, en definitiva.
Pero, bien, si miráramos la coproducción sería mirarla en su esencia y decir, como se hacía antes, vamos a coproducir, a poner todos nuestros esfuerzos para un bien común, tomando en cuenta que la coproducción también tiene otro objetivo, que es que la vea el público tanto de un país como del otro que participan en la coproducción. Uno dice: bueno, yo hago una película en coproducción con Brasil, con España, con Venezuela, y voy a tener acceso a todos esos mercados, a todo ese público que está allí. Entonces la película la va a ver mucha más gente, cosa que hoy día tampoco ocurre. Porque siempre tenemos el problema del cuello de botella, que es que no tenemos nada que ofrecer desde el punto de vista del mercado. Es decir, la coproducción se abre para tener más mercado.
Sin embargo, esa película en coproducción en definitiva no se va a ver en ninguno de los dos países, porque muchas veces no contiene los elementos suficientemente fuertes para atrapar al público de origen, porque su estructura cultural se ha diseminado con tantos objetivos. No es lo suficientemente cubana para Cuba, no es lo suficientemente española para el público español, ni es lo suficientemente chilena para Chile, etcétera. Porque se diluye su identidad.
Las películas que tienen más éxito en relación al público al cual pueden llegar son aquellas que mantienen más su identidad cultural y su apuesta de pertenencia a un público. Y tal cual está concebida hoy día la práctica de la coproducción es lo contrario al «pertenecer a». Pertenece a muchos, y eso no da como resultado en términos generales una buena película.
Hay actores que tienen que interpretar otras nacionalidades, hay técnicos que son impuestos, hay miradas distintas; muchas manos, muchos intereses. Pero, sin embargo, es necesario, porque tenemos que sobrevivir.
Con la tecnología pasa algo parecido: por una parte democratiza la producción audiovisual, mientras por otra provoca dependencia ante la renovación constante. ¿Cómo asumir la tecnología sin que sea una herramienta de dominación a la vez?
Este es un problema importantísimo. Nosotros tenemos, efectivamente, un problema de dependencia tecnológica. Ahora, desde el punto de vista del lenguaje el cine nació con una vocación universal, es decir, es un lenguaje universal. Por tanto nosotros poseemos tanto a Bergman, como a Einsenstein, a Rosellini, como a los autores de hoy en día, también como la tradición latinoamericana de narrar y contar. Desde el punto de vista del lenguaje logramos liberarnos en la misma medida en que nace como un lenguaje universal, o sea, los cineastas sabemos qué es manejar un teleobjetivo, qué es manejar un lente más amplio o menos, y lo vamos estructurando de acuerdo a la mirada, a la capacidad de dar una pincelada en una pantalla. Y eso, esa mirada, ese punto de vista, es lo que rompe con la dominación tecnológica. O sea: nosotros dominamos a la técnica y hacemos de la técnica un instrumento de nuestra necesidad narrativa.
Ahora, en el terreno de la técnica misma y de la dependencia respecto de ella, pues claro, siempre tenemos que estar adquiriendo los elementos y los instrumentos de los países desarrollados. Eso, francamente, no veo cómo tenga solución en el futuro, a menos que nosotros tengamos poder económico, el cual viene de la posibilidad de poder o no financiar nuestros filmes con independencia. Y esa independencia la da el público. Siempre vamos a toparnos con el mismo problema.
Ahora, en cuanto a la democratización. Yo no estoy muy seguro, por ejemplo, de que el video haya democratizado al cine, porque la gente puede grabar, pero eso no significa que haga una película. Las películas siguen siendo muy escasas en relación a las necesidades de producción. Y, además, para proyectarlas hay que tomar este material y transformarlo y pasarlo a 35 mm, lo que es una dificultad económica enorme, pues sale muy caro. De ahí que esto casi no tenga solución por el momento. Hay quienes afirman en algunos países (me he encontrado con sociólogos o psicólogos, gente que habla de cine) que ahora se pueden hacer películas con un teléfono. Claro que se puede, seguramente, pero toda esa especie de resquicios son como disculpas para no afrontar el verdadero problema.
El cine es un arte contaminado, es una industria, y la industria está más contaminada todavía; es un arte hecho de muchas otras artes, por lo tanto no es puro, nunca es puro. Es un cine que para poder hacerse tiene que acudir a una tecnología que viene de los países dominantes, por lo tanto tiene tantos filtros, que cuando aparece una película auténtica en medio de todos estos filtrajes, de todas estas intervenciones, uno la aplaude con mucho entusiasmo. Y debemos aplaudirla con más generosidad todavía, porque es muy difícil.
Se puede conseguir material, digamos, sin elaborar: mucho, seguramente habrá miles y miles de horas de video sin elaborar. Pero una película elaborada, más allá de la técnica en la cual se apoye la película, es muy difícil. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que el video, aun en sus niveles de alta definición, no tiene la textura que estamos acostumbrados a ver en el cine, no tiene la profundidad de campo en la utilización de los lentes —que son nuestros ojos, que son la mirada—, no tiene, digamos, la nobleza del cine. Y, además, poder después verlo en la oscuridad, que es como una condición sine qua non del cine, del cine que nosotros conocemos. La oscuridad que produce cerrar los ojos y ver las maravillas, las maravillas que nos imaginamos en la pantalla y por las cuales somos subyugados. También hay mucho de este subyugar y emocionar del cine por la oscuridad que se produce en esta especie de catedral de la imaginación que son las salas de cine.
Pero estoy hablando desde la perspectiva del cine tradicional. Ahora bien, el video produce otras sensaciones, pero me da la impresión de pronto de ver tantas películas de video que van con la cámara en paneo eterno, acá y allá, y desde un solo punto de vista (que es el de la altura del camarógrafo) que termina en un juego cansador en que no hay calidad narrativa. O sea, no hay opciones narrativas. Estamos acostumbrados al punto de vista, a que la cámara mira prácticamente desde el suelo, mira hacia arriba, mira hacia al lado, a los costados, es como el ojo de un cíclope; una cámara que sube árboles, que baja, que tiene puntos de vista, ve dónde está uno, dónde está el otro, te enfoca con rigor… Y de pronto nos encontramos con un lenguaje muy desmañado. Pero eso tiene que ver con los instrumentos, con que estas camaritas son mucho más livianas.
Pero, en definitiva, el lenguaje del cine no ha cambiado mucho, ni aun porque viene ya determinado de alguna manera por una técnica creada en los países desarrollados. Porque, por ejemplo, ¿cuál es la diferencia entre un primer plano y otro primer plano? El contenido. Un primer plano en Nueva York no es lo mismo que un primer plano en La Habana. No es lo mismo un primer plano en París que un primer plano o un plano medio en Santiago de Chile. La diferencia está en el contenido.
Nosotros no vamos a construir cámaras. Las cámaras hay que comprarlas, hay que adquirirlas, incluso hay cámaras que no se pueden ni siquiera comprar sino que hay que rentarlas. De manera que uno adquiere y trabaja siempre con el modelo más nuevo. Pero las grandes películas de la historia del cine se hicieron con cámaras como las grandes Mitchell, de hace cincuenta años o más. Eso no ha cambiado mucho. El principio fotográfico de «caja negra que se abre y capta un instante en la vida del hombre» es el mismo, lo que pasa es que el cine se libera y nosotros no lo hemos logrado. Jorge Herrera (que fue un fotógrafo cubano), por ejemplo, no era un fotógrafo, era un cineasta, ¿por qué?, porque él hacía una ontología, no una fotografía. Fotografía es cuando la cámara está ahí y yo estoy acá, no hay intervención. Pero Jorge, con la cámara en la mano, corriendo y acezando con la cámara y acercando al personaje, convierte esto en algo indivisible: un individuo y quien lo capta son una misma cosa y existen en un solo momento, en un solo instante, en una sola unidad de tiempo y de lugar, en una unidad existencial.
Y eso es el cine. Entonces no importa qué tipo de cámara tengas en la mano. Lo importante es lo que vas a contar y cómo lo vas a contar y qué vas a contar.
Usted hablaba de que somos una estética inconclusa. Finalmente, para terminar esta entrevista, me gustaría preguntarle cómo podemos dejar de ser una estética inconclusa. ¿O acaso debemos dejar de serlo?
No. No, porque por naturaleza somos inconclusos. Por la historia de América Latina, la historia social, nuestras necesidades. El amor es inconcluso. Cuando el amor concluye ¿qué es? Es el fin. Nuestras películas nunca deben tener la palabra «fin». Deben ir siempre (a mi juicio, por supuesto) girando y girando en esta espiral nueva de sensaciones y situaciones. Quisiera ver el cine de América Latina en una gran pantalla, en la cual pueda entremezclar un rollo y otro y otro más, y veríamos una sola gran película.
Cuando se habla de las diez películas latinoamericanas que deben conservarse en la historia, siempre son películas que están cerca de una temática: el problema de la naturaleza humana. Y si usted pudiera poner esas diez películas y verlas de una sola vez, diría que es una historia que va constantemente en espiral y que su riqueza está también en eso de saberse inconclusa.
No podemos hacer una estética conclusa en el cine cuando nuestro referente principal, nuestro referente matriz, las sociedades en las cuales vivimos, todas las revoluciones que no se han hecho, todos los movimientos sociales que aún nos quedan afortunadamente por hacer para llegar algún día a alcanzar —si es que se puede— la utopía, son nuestro espejo, y nosotros somos el reflejo de ese espejo, y a veces somos el espejo del reflejo. Por lo tanto, es constante, es permanente, no termina nunca, como la revolución: la revolución es permanente en la misma medida en que cambia y se transforma todos los días. Pues bien, hay que mirar siempre el mundo con ojos nuevos, y eso es una constante del latinoamericano: nosotros no tuvimos medioevo, no tuvimos una edad oscura, pero sufrimos la conquista. Tuvimos un círculo social distinto al del resto del mundo.
Los grandes artistas que cerraron los ciclos en Europa: Goya, El Bosco, Picasso… Picasso dio el gran salto en el Guernica y no lo concluyó. Y Guernica es un cuadro de una narrativa inconclusa: hay una mujer con un niño en brazos que corre y el niño mira al cielo; hay un caballo que va entrando por ventanales que va rompiendo, que tiene una mirada despavorida; hay un toro que alza la cabeza hacia el cielo; hay el cuerpo de un guerrero que está tendido en un espacio inconcluso; hay rastros de la tela, hay manchones en blanco y negro que a veces son casi azulados. Y en la medida en que uno se va alejando todo ese mundo se está moviendo, está estremecido porque está siendo bombardeado por el primer bombardeo aéreo de una ciudad civil en la historia de la humanidad (el bombardeo de Guernica por la aviación alemana). No se ven las bombas ni se ven los aviones: vemos el resultado en la tela estremecida. La causa la adivinamos y la ponemos nosotros dentro del cuadro. Nosotros concluimos, de alguna manera, la historia de esa pintura. En el medio hay, a un costado, una pequeña ampolleta de 25 watts, que es como el ojo de Dios (si es que Dios tiene ojo). Pero está apenas titilando, dando una pequeña lucecita en el cuadro. Y eso está pasando hoy: cuando miras la tela, están pasando los aviones y están bombardeando. Están bombardeando niños, ancianos, mujeres… Y la historia me la llevo yo a mi casa para concluirla, y me la llevaré toda mi vida. No tiene por qué estar concluida en la pintura.
Y eso es fascinante: ver arte cinematográfico latinoamericano que no concluya nunca, que siga siempre su andadura.
(Tomado del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)