NOTICIA
El destino sigue jugando
La literatura y el cine han sido pródigos en focalizar una adicción tan peligrosa como el alcohol y las drogas: el juego. Antes, frente a un tapete verde o una ruleta, ahora interactuando con máquinas individuales, sin que se descarten los más emocionantes, al parecer, torneos colectivos, el jugador gana, pierde, lo intenta de nuevo, empeña hasta su casa y sus pertenencias, es perseguido y amenazado de muerte —a veces algo más que amenaza—pero no desiste, y vuelve a sus pasos.
El ruso Dostoievski plasmó esa emoción y esa inquietud inevitables, ese llegar a lo más bajo y tocar fondo ante la terrible adicción en su novela El jugador (1866); el cine ha regalado una amplia gama de jugadores, apostadores, perdedores, en títulos que van desde El destino también juega (1966) hasta 21 Black Jack (2008), pasando por The Gambler (1974), Rain Man (1988), Casino (1995), The Cooler (2003), Casino Royal (2006) y otros muchos de diferentes épocas y países.
Los tratamientos van desde el interés en la captación de la dinámica interna de los salones, con sus altibajos de victorias y fracasos, casi siempre reversibles pero fugaces —al jugador(a) no le interesa tanto ganar como jugar y sentir la emoción indescriptible que, según testimonios, ello genera en los tales— como los dramas personales de esas personas más allá de los casinos y mesas, pues muchas veces su vida se convierte en perversa variación de ese mundo de apuestas, jugadas y, cómo no, trampas y ardides. Justamente las más interesantes se erigen en dramas sicológicos tales Molly's Game (2017), Juego de luna (2001) o Mátalos suavemente (2012).
El espacio Amores difíciles (jueves, 11:00 p.m., Cubavisión) abrió el mes con una notable propuesta sobre el tema que se inserta justamente dentro de esta última línea; de Francia: Jugadores (Jouers, 2017), escrito y dirigido por Marie Monge.
Ella, una joven trabajadora de restaurante, es captada por Abel, coetáneo, profesional de las fichas y el casino, para que lo acompañe a una de esas rondas con la promesa de que va a ganar mucho dinero. Realmente así ocurre esa noche, mas esa aventura se convierte, también fuera del casino, en una relación de dolor y zozobra, debido a las veleidades de la suerte que, como se sabe, es caprichosa con quienes se dedican a tan insegura “profesión”.
El filme trasmite la adrenalina y sensación de angustia que genera la ludopatía y trasciende los límites del salón de las apuestas para internarse en los intríngulis de la relación enfermiza, dependiente y (auto)destructiva que sienten ambos miembros de la pareja; y pasa del juego (también) erótico a los límites quebrados que rozan peligrosamente la tragedia hasta su inevitable desenlace.
Con una fotografía turbia que, aun en colores, recuerda las gamas oscuras del noir, una música que va comentando sonoramente los altibajos dramáticos, siempre a punto de estallar en clímax, pese a todo muy bien dosificados —algo en lo que el montaje también se esmera—, y una planimetría donde abundan los encuadres ricos en angulaciones audaces y a tono con la diégesis, Jugadores mantiene el suspense de su trayecto desde los minutos iniciales, aleccionando, aunque sin didactismos, sobre el abismo a que puede llegar el desenfreno ludópata.
A ello se suman las actuaciones intensas y convincentes de la pareja protagónica (Tahar Rahim y Stacy Martin) y del resto del elenco.
A la extensa lista de filmes sobre jugadores, perdedores, alienados, adictos y destruidos por una práctica al parecer incontrolable en tantos casos, Jugadores se suma con indiscutible dignidad.