El hombre de Maisinicú: un constante erizarse

Vie, 06/22/2018

A modo de introducción

El cine cubano, desde sus inicios reales en 1959, ha estado en una constante búsqueda de un estilo, de un lenguaje, que conjugue dos factores decisivos: elevar el nivel ideológico y cultural del pueblo, y descolonizar su gusto, conformado por el peor cine occidental.

En ese camino ha habido errores y aciertos. Si acudimos a la memoria, nos asombraremos de que en los primeros filmes lo cubano salta a la vista, como un sello impreso en un papel oficial. Historias da la Revolución, El joven rebelde, Las doce sillas, Manuela, Aventuras de Juan Quinquin, La muerte de un burócrata, —con más o menos calidad— son, sin dudas, una muestra de ello.

Ahora bien: Un país como el nuestro, con recursos limitados que, obviamente, están priorizados en renglones de primera importancia, que no puede realizar, como otras cinematografías, decenas, ni mucho menos cientos de filmes al año, debe tener en cuenta tres aspectos: a) elevar el nivel ideológico del pueblo; b) hacerlo cada vez más culto. Pare conseguir estos primeros dos objetivos se impone el tercer aspecto de que hablamos: llevar al público al cine, o dicho en otras palabras: utilizar un lenguaje fílmico que sea asimilable por la masa. En ocasiones se ha logrado. En otras no.

¿Qué decir de El hombre de Maisinicú que ya no se haya dicho? El cronista solo puede escribir su impresión ante el filme y ante la acogida que el pueblo le dispensó. En el primero de los casos, fue, como decimos los cubanos, un constante erizarse, propio de hechos que en un momento dado nos sensibilizan; en cuanto a la reacción del público, se alegra uno de esos aplausos de una masa puesta de pie al finalizar el filme, aplausos que suben de tono cuando aparecen las palabras de Fidel sobre los héroes anónimos, significan algo más que el reconocimiento a un filme: es la aprobación a un lenguaje cinematográfico que, por otra, parte, no ha realizado ningún tipo de concesión.

El filme narra la historia del combatiente Alberto Delgado, infiltrado en las bandas contrarrevolucionarias que sembraban el terror en las montañas del Escambray.

Alberto fue un joven combatiente contra la dictadura de Batista e ingresó en el Departamento de Seguridad del Estado en 1962. Su labor, como la de todos nuestros combatientes —sobre todo la de los que realizan misiones especiales—, es riesgosa. Un día se sabrá que es un infiltrado y será torturado y colgado luego de un árbol. Tres años habrían de transcurrir para que el pueblo, sus propios compañeros, sus familiares, supieran que no era un contrarrevolucionario más, sino un representante heroico de nuestra Revolución, que cumplió con éxito su papel, al costo de su vida.

El filme no narra los hechos cronológicamente. Incluso comienza con la escena del ahorcamiento de Alberto. A partir de ahí, y en una retrospectiva que lleva a una constante ruptura del tiempo (por ejemplo, sabemos que Alberto ha muerto, lo hemos visto, lo cuentan después los locutores, pero en una escena próxima reaparece vivo, pues se trata de un hecho posterior al de su asesinato), se pone de manifiesto hasta qué grado puede llegar un hombre en su amor a los ideales en los que firmemente cree y que ante una pregunta del que poco después lo asesinaría de “¿Adónde ibas a llevarlos cuando me montaras en el barco?”, le responde, con el rostro y el cuerpo todo destrozado por la bestial pateadura de los bandidos: “al coño de tu madre”.

No es un elemento impuesto por el realizador para impactar al espectador. Forma parte del relato de dos testigos que cayeron en manos de nuestra milicia cuando la Limpia del Escambray.

El filme, en sus inicios, es crítico. Eran los años de la inexperiencia, del burocratismo desmedido, de algunas manifestaciones de extremismo. Pero en realidad, lo que se busca es presentar una situación que, supuestamente, determine a Alberto, invitado reiteradamente por su cuñado a pasarse a las filas de la contrarrevolución, a acceder a ello.

A pesar de que sabemos que Alberto ha muerto, el filme logra un suspense que tiene un magistral colofón en el revelador final. Entonces experimentamos una sensación que solo podría definirse diciendo que uno quisiera ser así y que se siente orgulloso de ser cubano y revolucionario.

TÉCNICA Y ACTUACIÓN

La cámara de Jorre Herrera, como siempre, hace de las suyas. Busca los ángulos más apropiados, su mejor incorporación a lo que se narra. Los efectos pirotécnicos, a cargo de Víctor Stewart, utilizados con maestría; la música, discreta, apenas perceptible, haciendo su aparición solo en los precisos instantes, las escenas de lucha frontal entre Alberto y sus captores, al mejor de los niveles.

En cuanto a las actuaciones, Sergio Corrieri, a quien habíamos admirado en Memorias del subdesarrollo como un burgués indeciso y amedrentado, alcanza posiblemente la mejor actuación del año por su Alberto, El hombre de Maisinicú. Reinaldo Miravalles, por su parte, en su corta aparición como el cabecilla Cheito, demuestra lo que no necesita demostrar: que es uno de los primeros valores del cine cubano.

LUCHA DE CLASES

Nada ha sido obviado. Al desentrañar el enfrentamiento entre la Revolución y las bandas contrarrevolucionarias, veremos que, de un Iado, está el pueblo, con sus obreros y sus campesinos y del otro, la burguesía del poder, añorando recuperarlo; los señorones y señoronas que esperan el desembarco de los marines; los ambiciosos de mando; los antiguos esbirros de le tiranía. En fin, toda la carroña que la Revolución barrió.

El público ha expresado su opinión. Les colas, las reacciones en los cines, los aplausos, los elogiosos comentarios que se escuchan al final, así lo manifiestan. Nos alegramos mucho por el cine cubano, por el aporte que este filme constituye para un verdadero cine de combate, político y revolucionario de masas. En lo particular, nos alegramos por su director, Manolito Pérez, un modestísimo joven, que había depositado todo su amor y fervor revolucionario en este, su primer largometraje, que a decir de los espectadores, y el cronista no duda que al público en este caso tiene la razón, es el mejor largometraje realizado en nuestro país.

Tomado de Archivos de la Cinemateca de Cuba.