NOTICIA
El ocaso de los genios: Woody Allen en modo Storaro
El ocaso de su carrera no le cogió de sorpresa a Woody Allen. En cierto momento trató de evitarlo (entre Match Point y Vicky Cristina Barcelona está el clímax de esa fuga de sí mismo que intentó años atrás), pero luego regresó sobre sus pasos. Convencido de que todo tiene fin, el insigne cineasta neoyorkino se refugió entonces, a partir de 2016, desde Café Society, en una especie de asilo creador, acompañado de otro grande que venía de regreso, Vittorio Storaro, el fotógrafo de clásicos como El último tango en París, Novecento o Reds.
Toda la vida le dijeron que era un buen guionista y un mal director, así que Woody Allen decidió aliarse con un gran fotógrafo como para hacer el último chiste de su implacable catálogo humorístico, como una gran burla final contra todo aquel que no tuvo la inteligencia o la sensibilidad o el desenfado suficiente para amarlo mientras tuvo la oportunidad.
Sus tres últimas películas, Café Society, La rueda de la fortuna y Día de lluvia en Nueva York, han sido fotografiadas por Storaro (la cuarta, Rifkin’s Festival, viene en camino) y las tres parecen partes de una misma cosa: la más feliz y placentera de las despedidas.
Quizás para Storaro lo sea también, porque una segunda mano parece guiar esta trilogía del jubilado, coloreando, haciendo planos secuencias y otras peripecias visuales con el desenfreno juguetón del anciano que no tuvo infancia.
Sin embargo, más que un delirio de viejo, a mí Día de lluvia en Nueva York me parece un juego de pirotecnia en un día de celebración, las explosiones de genialidad que iluminan con goce loco una noche que se prometía aburrida.
Pero yo no quiero hablar de Storaro, sino de Woody Allen. Si el espacio me alcanzara, hablaría de lo que él ya no habla, porque ahora en general evita ser demasiado afirmativo. Lejos está de ser el charlatán iluminado que fue, es menos burlón, anda corto de definiciones y sus palabras no tienen la mordacidad de antes. También hablaría de que sus películas se han vuelto románticas, aunque el amor le salga tropeloso, como a quien lo hace por primera vez. Hablaría de que sus personajes ya no envejecen con él, sino que, al contrario, son cada vez más jóvenes, y por eso cada vez más distintos de él.
¿Quién hubiera pensado que Woody Allen luciría alguna vez una edad determinada y un comportamiento en consecuencia, que dejaría de parecerse a sí mismo para convertirse en lo que hace años eligió no ser? ¿Quién lo hubiera imaginado inseguro y dispuesto a que la vida lo sorprenda? ¿Quién lo hubiera creído capaz de deponer sus neurosis y comportarse como un adolescente ingenuo, a pesar de que no sepa ser joven, porque no lo supo nunca? ¿Quién lo hubiera creído capaz de dejarse llevar? Pero supongo que, a pesar de todo, la vida tiene sus propias reglas, y ni Woody Allen las puede cambiar.
Así que ha decidido volver a empezar por el principio, con la tranquilidad que da saber lo que pasará al final. Atacar a este Woody Allen es no haber entendido nada. Es creer que el porvenir se puede alumbrar con pirotecnia, o que el mundo se puede arreglar apoyado en un bastón.
Es tratar de responder preguntas que no tienen respuesta, y no comprender que la gracia está en la pregunta, y, con suerte, en poder encontrar a alguien con quien compartir el chiste, quizás el día de cobrar la pensión.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 173)