Juan Quin Quin vs. espectador masa o los pronósticos del cine imperfecto

Mié, 02/07/2018

Aventuras de Juan Quin Quin es una gran película

para que los niños aprendan a ver cine.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Hacia el año 1968 el cine cubano alcanzó un esplendor plural y, sobre todo, una resonancia universal nunca antes (y tampoco después) experimentada. Al menos, esto es lo que una y otra vez afirma la historiografía más tradicional: los 60, según este juicio, resultaron y siguen resultando el punto de referencia más elevado en el periplo fílmico de la Isla, y gracias a cintas como Memorias del subdesarrollo, Lucía o La primera carga al machete pudo conformarse lo que hoy conocemos como la “década prodigiosa del cine nacional”.[i]

Pero el despegue, en realidad, estaba un poco más atrás, concretamente en Aventuras de Juan Quin Quin… Por allí pueden revirarse todavía los ecos de su exhibición en algunos festivales y el entusiasmo de críticos como el francés Marcel Martín, deslumbrados por las imágenes de un cine orgullosamente distinto al que prevalecía en las carteleras de entonces:

El único fuego de artificio de este serio y deslucido festival fue un filme cubano de Julio García-Espinosa, Aventuras de Juan Quin Quin, que se podría subtitular: “iCómo hacer la Revolución sin fatigarse realmente!". Esta es una especie de tragicomedia, más burlesca que trágica, además, inspirada por la aventura de Fidel Castro y sus compañeros que se rebelan contra la injusticia y la violencia. La secuencia final, parodia del ataque al Moncada, primera manifestación guerrera de los “barbudos”, es un pedazo digno de Mack Sennett, después de la cual el jefe de los comandos asaltantes se vuelve hacia la cámara y guiña el ojo al espectador: “Ya usted ve que no es tan difícil poner en marcha una revolución en América Latina”. Esperemos que la lección no se pierda, y saludamos a los cubanos que saben también reírse de sí mismos y hacer un filme chistoso sobre un tema grave.[ii]

Sin embargo, al cabo de tantos años, pudiera decirse que Aventuras de Juan Quin Quin ha quedado como un muy excepcional eiemplo de “popularidad experimental” nunca más reiterado, mientras que su autor ha pasado a convertirse en un verdadero "independiente” o rara avis dentro de la filmografia cubana. En tal sentido, no sería desmesurado asegurar que, de todos los cineastas cubanos, Julio García-Espinosa ha sido el que más lejos ha ido en sus consideraciones teóricas y prácticas en torno a la creación de un verdadero “realismo fílmico", dinamizador de ese otro que tanto cine de cosmético se ha encargado de diseñar para el público moderno, amén de ser el realizador más obsesionado con la suerte de ese sujeto intrigante, impredecible (a pesar de todo) y tantas veces vapuleado que todos conocemos por espectador.

Ya en fecha tan temprana Julio García-Espinosa intuía que buena pane de las estrategias de recepción del espectador contemporáneo descansa en la excesiva confianza que este ha depositado en aquellas “instituciones” que definen desde una cúspide cuáles son los parámetros para medir la calidad de un filme; el espectador promedio (o espectador-masa, como en otra ocasión lo he llamado)[iii] ha renunciado a descubrir por sí mismo cuál puede ser la valía de aquello que tiene ante sí; no juzga, sino prejuzga sobre la base de lo que las “instituciones” (la Academia, los críticos, internet) ya se han encargado de probar que le parece bien a todo el mundo, en tanto confía de una manera a ratos demasiado ingenua en lo que todo el mundo (la Academia, internet, los eruditos y demás autoridades culturales) asegura sobre la “calidad” de este u otro filme, y prescinde de un status crítico que le permita arribar por cabeza propia al juicio estético. Una de las cosas por las que jamás pregunta ese espectador, por ejemplo, es sobre la naturaleza del lenguaje cinematográfico a través del cual le comunican a diario las diversas historias; como da por sentado que el lenguaje utilizado por Hollywood (que es el referente más sistemático que posee, y a veces el único) es el lenguaje cinematográfico, jamás aceptará sin reticencias todo aquello que intente desenmascarar la falacia del equívoco, o al menos resaltar los otros lenguajes posibles.

La valía de Aventuras de Juan Quin Quin, y en sentido general de todo el cine de Julio García-Espinosa, comienza a adivinarse por ese sendero: cine de negaciones, cine de desenmascaramientos, cine de búsquedas, “cine imperfecto”, pero entendido no como cine mal hecho sino como estrategia que se niega a redundar en la práctica de algo que vive embriagado con la idea de su propia finitud (es decir, perfección); todo ello no alcanzaría para insinuar los principales rasgos de una poética tan singular.

Como todo filme  inspirado más en la renovación que en la reafirmación, en su momento de estreno las opiniones quedarían radicalmente divididas en el contexto nacional: para algunos se trataba de una cinta mal editada, pretenciosa, cuando no extravagante; para otros era el primer síntoma de un cine cubano auténticamente popular –división de criterios que no impidió (todo lo contrario) que la película se convinvirtiera en uno de los mayores fenómenos de popularidad en toda nuestra historia fílmica. En aquella misma fecha, el entonces crítico y también realizador Eduardo Manet enumeró los principales logros de la película del siguiente modo:

el “tono” cubano de la trama, los diálogos, los personajes;
el haber tratado temas candentes (las guerrillas, la rebelión...) sin perder de vista el estilo "cuento cubano chispeante” que es el propio de la novela de Feijóo;
el emplear una búsqueda cinematográfica evitando el aspecto "intelectualista” en que caen, a veces, dichas búsquedas;
el serio nivel profesional alcanzado por la fotografía de Jorge Haydú;
la música de Leo Brouwer, quien supo captar brillantemente las intenciones del director;
los créditos de Tony Fernández Reboiro.[iv]

Debo alertar que para una generación como la mía, volver a evaluar Aventuras de Juan Quin Quin siempre supondrá una verdadera faena. Tengo la impresión de que en el imaginario de mi generación siempre pesará más la gratitud o la añoranza que el razonamiento riguroso: mi generación, esa que creció con los 60 y no tenía aún a Elpidio Valdés, le debe a Julio su mito más entrañable de la infancia, pues a falta de Superman, como diría el cantor, nosotros hicimos de Juan Quinquín nuestro ícono de pubertad. Ávido de aventuras, el imaginario adolescente se adueñó de un personaje que tenía poco de “héroe” (tal como se entiende en la dramaturgia ad usum), pero que con sus picardías, sus maneras de afrontar la vida y decidir cambiarla en algún momento lograba seducir al más frío de los espectadores. ¿Estará por allí el origen de la intrigante recomendación del Gabo hablando de Aventuras de Juan Quin Quin como el tipo de filme idóneo para que los niños aprendan a ver cine?

Los tiempos eran otros. Entonces no sabíamos que en el filme García-Espinosa intentaba llevar a la práctica algunas de las obsesiones teóricas que dos años después darían lugar al ensayo “Por un cine imperfecto”, ni que había un fin expreso de vulnerar estructuras dramatúrgicas trasnochadas, o cuestionar el punto de vista que habitualmente sostenemos no ya hacia la realidad que nos muestra el cine, sino hacia el cine mismo: entonces solo distinguíamos la historia, al dinámico Juan Quinquín, al carismático Jachero, las correrías en el circo, el rodeo, el primer beso con Teresa… Si ahora nos rondan aquellas imágenes como fantasmas de infancia que se niegan a desaparecer, en aquel momento, en cambio, nos creíamos simples testigos de una experiencia estética; y, en realidad, más que testigos éramos protagonistas; seguimos siendo protagonistas, y la prueba está en la insistencia con que a estas alturas todavía asoma Juan Quinquín a nuestro inconsciente de adulto. Después de todo, esa insistencia debe ser la que explica por qué es todavía la película cubana más popular de toda la historia del cine nacional.

Esto último suena irónico y casi cruel, mucho más cuando se comprueba que en la historia del cine cubano ha existido un buen número de filmes con serias aspiraciones de lograr ese liderazgo, o que al menos han pretendido comunicarse límpidamente con el público, y a la postre han sucumbido en el más triste olvido o terrible indiferencia. En tal sentido, lo de García-Espinosa y su Juan Quinquín sigue pareciendo no tener todavía nombre: su filme se apoya en la atmósfera de los géneros hasta ese momento más populares (el western, sobre todo), pero justo para revertir cualquiera de los efectos ya conocidos, quiero decir, no es una cinta que renuncia al modelo hegemónico de representación y punto, sino que (y esa es su mayor osadía) intenta la transmutación de los valores fílmicos desde su propio seno, utilizando incluso lo que le parece valedero de aquello que niega. A propósito de este tema ha dicho García-Espinosa:

En mi búsqueda de un cine consecuentemente popular, trataba, y trato, de no despreciar las ruinas de lo que trataba de destruir. De no ignorar códigos que podían favorecer una comunicación más enriquecedora y menos autoritaria. Lo nuevo, despúes de todo, nunca surge de la nada. Remover la dramaturgia tradicional era, y debe ser, la posibilidad de liberarle los pedazos que aún pueden llenarse de vida. Todos queríamos un cine a bajo costo. Pero nunca me pareció que la solución podía estar solo en la industria, en la técnica, en las nuevas tecnologías o en una más racional organización del trabajo. Es cierto que alguna productividad se podía alcanzar por esas vías, pero siempre he pensado que la solución verdadera hay que encontrarla en la propia renovación de la actual dramaturgia.[v]

Hasta el instante en que se hace Aventuras de Juan Quin Quin, el “nuevo cine cubano” había intentado mostrarse fiel al espíritu de aquel “por cuanto” legal que inspirara a la creación del ICAIC con un muy simple pero inequívoco enunciado: el cine es un arte. Sin embargo, los resultados estaban a la vista. En la mayoría de los casos, se entendía por cine de arte el que de alguna manera respondiera a las intereses elitistas de quienes desdeñaban al Hollywood más frívolo, peo solo asumían como gran parte el legado europeo (para entonces, mucho de Godard, Fellini o Bergman). Por eso, el gran valor que le sigo viendo a Aventuras de Juan Quin Quin es el de atreverse a proponer un cine cubano de pensamiento, de conceptualizaciones, pero no apoyado en el intelectualismo antoniesco de las secuencias (al estilo de Jorge Fraga en En días como estos, 1964), sino sobre la base de una operación mucho más profunda y arriesgada: una operación que quiere sumergirse en nuestras raíces más auténticas, las mismas que cierto sentimiento de culpa o prejuicio intentaba ocultar, borrar, tal vez blanquear con la simplificación que siempre entrañó la presencia más bien festiva y choteadora del gallego, la mulata y el negrito.

Aventuras de Juan Quin Quin fue la primera película revolucionaria que quiso hacer de nuestra cultura popular casi un amuleto, y no un objeto grosero que se observa de forma paternalista o resignada, cuando no se le excluye del escenario. Todo lo que vendrá con posterioridad en el cine de García-Espinosa (llámese Son o no son o Reina y Rey) tiene el mismo propósito: hurgar en los valores existentes en ese espacio imaginario que a lo largo del tiempo ha conformado algo inefable que uno llama cubanidad, no obstante el desdén de aquellos que (olvidando las lecciones de Herder) solo perciben los estímulos de la “alta cultura”. Sin embargo, las pretensiones de García-Espinosa rebasaban el simple afán antropológico para devenir emblema de un interés dirigido a “desnaturalizar” el lenguaje del cine, ese que se entiende como la práctica de un modelo de representación que más que clásico ha de interpretarse como único, ahistórico, y por ende natural y eterno. Tal como el propio realizador ha expresado:

Aventuras de Juan Quin Quin era un filme de negaciones sucesivas, de cosas que se negaban sistemáticamente [E]ra un filme de aventuras y al mismo tiempo no lo era. Así, en esta línea, el personaje de Juan Quinquín era un pícaro pero al mismo tiempo tampoco lo era. Más bien se trataba de un joven ingenioso, un campesino de una cierta inteligencia natural. Porque Zavattini también nos había enseñado la diferencia entre un hombre pícaro y un hombre inteligente. Y hasta nos había revelado que la picardía de nuestros días era propia de comerciantes. Por lo demás, Juan Quin Quin... se alejaba de Zavattini y del neorrealismo, como lo hacían Memorias del subdesarrollo, Lucía, La primera carga al machete, es decir, aquellas películas de finales de los años 60 que habían significado, paradójicamente, el despegue del cine cubano. Era como si estuviéramos destinados a desarrollarnos sobre cimientos de negaciones. Primero, negando la herencia del cine latinoamericano de los años 30 y 40; ahora, negando la del neorrealismo italiano.[vi]

Aventuras de Juan Quin Quin es el anuncio práctico de lo que más tarde se conocerá desde el punto de vista teórico como “cine imperfecto”, esa aspiración de colocar junto al lenguaje cinematográfico dominante los otros lenguajes que han de conformar el imaginario fílmico común que todos compartimos. Hacia los años 60, ya la escritura fílmica más convencional (más “natural”) había conocido de la llamada “reacción moderna” (Godard, free cinema o los norteamericanos independientes, por mencionar solo a algunos), esa que ponía en entredicho la eficacia de una narrativa basada estrictamente en el desarrollo de la tecnología y el abuso de la ilusión analógica. El “cine imperfecto” comparte esta actitud contestataria, pero al desencanto con tantas imágenes falsamente “armónicas” o adormecedoras añade la pretensión de encontrar el verdadero valor del arte fílmico en la utilización de cualquier medio de expresión. Cuando García-Espinosa en su famoso ensayo [“Por un cine imperfecto”] nos dice que para hacer cine, y después, el efecto, el impacto provocado en el espectador. Hacer un cine con capacidad para transformar a este receptor en un espectador pensante, es decir, hacer a este hombre mejor, más consciente de su singularidad existencial, su irrepetibilidad humana. ¿Puede hablarse del arte sin que se contemple este último gesto?

De esta manera, Julio García-Espinosa pretendía introducir un careo ético y estético que, increíblemente, el grueso de la crítica de tumo en el país desaprovechó, al pretender una lectura convencional del filme, fundada en las estrategias reflexivas que precisamente se querían combatir. Una de las interrogantes que deslizaba el filme podía ser esta: ¿cuál ha de ser el concepto de belleza fílmica conveniente a una industria que carece de recursos para competir tecnológicamente con Hollywood? ¿Es el cine puerilmente analógico, ese que opta por representamos tal como parece que somos, el arte nuevo del que se hablaba con insistencia en ciertos círculos intelectuales? Y una última: ¿cómo concederle al relato fílmico su apariencia de novedad? Esta necesidad de ruptura con el pensamiento original en torno al origen de la moderna percepción del cine se hacía imperativa en tanto para García-Espinosa estaba claro que en sus orígenes el cine se remitió al teatro, a la literatura, a las artes plásticas como herencias inmediatas. Hoy, narrativamente, sigue apoyándose en la literatura y, fotográficamente, en las artes plásticas. Mientras tanto, desde su invención hasta nuestros días, el cine ha ido desarrollando géneros, códigos, todo un lenguaje que apenas consideramos como una herencia a cuestionar. Las rupturas se refieren a formas narrativas propias de la literatura, o a formas expresivas propias de las artes plásticas.[vii]

Lo de contrariar el concepto más adocenado de belleza se adivinaba temprano con la orgullosa postulación del adjetivo imperfecto. Para García-Espinosa, Aventuras de Juan Quin Quin es un buen ejemplo de ello; la belleza no es aquello (o al menos, no es solo aquello) que una cierta práctica cinematográfica se había empeñado en naturalizar y convertir en inmutable, a través del uso de una fotografía de cosmético, una dramaturgia narcotizante y la utilización de “estrellas” que representan personajes no se sabrá nunca de qué universo. La belleza es algo mucho más complejo y etéreo, y se nutre de los más encontrados estímulos: la belleza está en la sutil armonía de los contrastes, para decirlo como Heráclito; pero en una época como la nuestra, que ha hecho de la fotogenia todo un valor capital, la belleza ha terminado entendiéndose más como un postulado excluyeme que como un resultado complejo de la propia existencia. Sabemos que es la vida en su variedad la que es bella, no la vida reducida a una postal donde solo se aprecian las luces y quedan afuera las sombras; en este sentido, el “cine imperfecto” hacía notar su fobia a un tipo de arte desinteresado, poco constructivo y negador de la vida, de una vida conformada por las alegrías y los dolores, los triunfos y los reveses, y de la que pretende escapar por fea, imperfecta y conflictiva. Escapar sin insinuar siquiera posibles soluciones.

Es interesante el modo en que García-Espinosa se plantea el coloquio con ese espectador promedio (no demasiado culto, ni tampoco huérfano absoluto de una información cinéfila) al cual quiere sorprender en los terrenos que, aparentemente, este conoce mejor. Aventuras de Juan Quin Quin pertenece, en lo histórico, a esa etapa del cine en que el modelo de representación institucional (Noel Burch) conoció de sus más encarnizados antagonistas, pero si bien comparte con aquellos un decidido afán de desmitificar el totalitarismo estético de Hollywood, tiene a su favor el singular crédito de diseñar el ataque desde el interior del discurso hegemónico. A diferencia de quienes buscaban la relevancia de su arte lejos de los llamados “gustos populares", encuentra en estos el punto de partida idóneo para futuros desmontajes y negaciones. El “cine imperfecto", dice García-Espinosa en uno de los pasajes del ensayo (¿o del filme?),

entendemos que exige, sobre todo, mostrar el proceso de los problemas. Es decir, lo contrario a un cine que se dedique de modo fundamental a celebrar los resultados. Lo contrario a un cine autosuficiente y contemplativo. Lo contrario a un cine que “ilustra bellamente" las ideas o conceptos que ya poseemos (la actitud narcisista no tiene nada que ver con los que luchan).[viii]

La idea de que el espectador puede ser mucho más que un receptor pasivo que espera los estímulos tiránicos producidos por un filme es desarrollada con especial énfasis dentro la cinta. "¿Qué hacer para que el público deje de ser objeto y se convierta en sujeto?”,[ix]se pregunta una y otra vez García-Espinosa a lo largo del filme (¿o del ensayo?), y aunque no estoy seguro de que a estas alturas hayamos encontrado una respuesta audiovisual medianamente convincente y sistemática (la verdad es que yo no soy tan optimista como Julio: a veces pienso que ya jamás la encontraremos, y que es el recocimiento de esa misma imposibilidad lo que estimula nuestros más tozudos deseos de cumplir con la utopía), ha de agradecérsele el hecho de haber sido uno de los pocos une astas cubanos que planteara la relación cine-espectador desde la perspectiva del último. Sobre todo ha de agradecerlo el cine cubano, que ya cuenta con filmes que cumplen con las expectativas del espectador “culto” (Memorias del subdesarrollo o Lucía), pero al que le faltaba la película que de una vez y por todas hiciera de la “cultura sumergida” la protagonista de un discurso tan serio en pretensiones como aquellos, sin temerle a que, en represalia, tal actitud fuera tildada de “populista” por los más recalcitrantes aristócratas del gusto.   

García-Espinosa ha insistido en recordar que él nunca ha hablado de un cine popular sino, en todo caso, de la búsqueda de un cine popular. Y me parece muy bien que así sea: hay etapas en la vida del hombre en que la búsqueda se convierte en un término odioso; son esos momentos en que creemos que la humanidad ha llegado a la posibilidad última de su desarrollo, y nos complace anunciarles a los otros, con nuestra ingenua autocomplacencia, la pantagruélica dimensión de la finitud a la que estamos aspirando. Búsqueda es sinónimo de insatisfacción, deseos de alcanzar nuevos y superiores predios existenciales, suspicacia ante lo que parece tan lógico y a su vez tan impersonal, independencia de juicio y osadía para defender el criterio más íntimo. En el cine, como en la vida, no siempre somos conscientes del tremendo privilegio que significa ser espectadores únicos; cada vivencia nuestra es personal e intransferible, y ninguna teoría crítica o fílmica, por erudita que se suponga, podrá explicar el efecto verdadero que causa en la sensibilidad del espectador la visión de este u otro filme. En la vida, más que espectadores masa, espectadores huérfanos de expectativas críticas, podemos (y debemos) ser espectadores pensantes; de ahí que, al margen de mis coincidencias o discrepancias con este o aquel criterio de García-Espinosa cuando hace su cine o defiende una idea, me parezca tan admirable su empeño en salvar a este espectador acrítico o conformista, que cada vez abunda más, de lo que puede terminar resultando la gran dictadura del sueño eterno.

Cierto que ahora mismo los efectos más redentores todavía no se perciben, pero es así como a veces también opera lo mejor del arte: a través del pronóstico, el presagio o la incertidumbre docta que ilumina desde lo oscuro. Quizás en los instantes actuales, con tantas carteleras intoxicadas por el “cine perfecto”, nos suene ingenuo hasta la saciedad el parlamento final de Juan Quinquín, cuando le responde a Teresa que no ha sido tan difícil tomar las armas del adversario. Pero en un futuro, quién sabe lo que pueda suceder, y el desafío ya al menos alguien se atrevió a plantearlo; en el sosiego de esa conciencia responsablemente indócil, seguramente encuentra fuerzas García-Espinosa para, como Lutero en sus tiempos, espetarles a quienes le exigen una retractación: “Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa”.

 

[i] Tengo mis grandes reservas con esta denominación, pues en verdad sobre todo los primeros cinco o seis años de la década fueron un claro periodo de aprendizaje, tal como corresponde a una etapa de iniciación. El cine cubano de ficción alcanza su verdadero esplendor en los últimos dos o tres años de los 60, y antes abundaron los experimentos fallidos y las cintas intrascendentes. En cambio, la década posterior, con todo y la grisura del contexto cultural, aportaría títulos tan definitivos como Los días del agua (1971) de Manuel Octavio Gómez, Una pelea cubana contra los demonios (1971) y La última cena (1976) de Tomás Gutiérrez Alea, De cierta manera (1974) de Sara Gómez, por citar solo algunos. Sin embargo, el “mito” una vez más ha rebasado a la razón y esto de la “década prodigiosa”, además de un lugar común en el lenguaje crítico, ha pasado a convertirse en una verdadera petición de principio. Sobre mi punto de vista bien particular en torno al asunto, véase “Para una relectura crítica de la década prodigiosa”, en La edad de la herejía, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2001.

[ii] Marcel Martín: “Aventuras de Juan Quin Quin”, en Cinema 67, no. 120, París, p. 67.

[iii] Juan Antonio García Borrero: “ Sobre el espectador masa y el placer fílmico” en La edad de la herejía, ob. cit.

[iv] Eduardo Manet: “En busca de lo cubano”, en Cuba, La Habana, 1 de abril de 1968.

[v] Víctor Fowler Calzada: Conversación con un cineasta incómodo: Julio García-Espinosa, New England Latin American Film Festival, Rhode Island, 1997.

[vi] Julio García-Espinosa: “Recuerdos de Zavattini”, en Un largo camino hacia la luz, Ediciones Unión, La Habana, 2000, p. 197.

[vii] Julio García-Espinosa: “El cine popular a veces da señales de vida”, en La doble moral del cine, Editorial Voluntad, Bogotá, 1995.

[viii] Julio García-Espinosa: “Por un cine imperfecto”, en Cine Cubano, n. 66-67, 1969, pp. 46-53.

[ix] ídem.

 

Tomado del libro Aventuras de Juan Quin Quin. Guion de Julio García-Espinosa. (Publicado originalmente en Julio García-Espinosa: Las estrategias de un provocador, Casa de América y Fundación Cultural de Cine Iberoamericano de Huelva, Madrid, 2001, pp. 140-150).