La muerte de un burócrata

Vie, 07/20/2018

La productora Margarita Alexandre debe estar feliz: todas las noches hay llenos en el circuito de estreno para ver La muerte de un burócrata. Lo que el público no dijo de Cumbite. En esto el público coincide con la crítica, que tuvo a Cumbite por una película de segundo y tercer orden. Y ahora sucede que el propio Tomás Gutiérrez Alea, que la realizó, tampoco la encuentra de su agrado. Que la coincidencia público-crítica se extienda a La muerte de un burócrata, no es más que la felicidad: así debiera acontecer, siempre, cuando una buena película se estrena, o cuando se estrena una mala, pero con frecuencia el público y la crítica andan divorciados. No ocurre así esta vez y por ello nos felicitamos. Se deduce de lo anterior que consideramos La muerte de un burócrata una buena película. Veamos cómo y por qué.

Con Las 12 sillas T. G. Alea demostró una rara aptitud para la comedia cinematográfica, para lo imprevisto y satírico, para el sarcasmo alegre y zaheridor, para el ángulo inesperado en el que a veces aletea un poco de humor negro, para la risa contagiosa. Sus parodias de la pantomima antigua y descabellada (por antigua y por descabellada, que la relación era constante) revelaron sus dotes para captar de un estilo lo esencial y característico, y asimilándolo a su propia personalidad, devolverlo como un producto propio, perfectamente asimilado.

En La muerte de un burócrata (como antes en Las 12 sillas), T. G. Alea utiliza lo que él modestamente llama “homenajes” a ciertos realizadores del pasado, sin temor a exhibir públicamente sus afectos. ¿O su influencia? El que ama necesariamente es influenciado. Mientras esto ocurre la influencia nubla la voluntad. Solo el que amó puede evadirse de lo amado y escribirlo. O filmarlo. Por eso en las escenas del cura (Las 12 sillas) hechas en cámara rápida no se piensa que hay imitación de algo (aunque la hay, exteriormente), sino en la relación cura- silla-interés-temporalidad-burla que hay en toda la secuencia, y asimismo ocurre en las escenas del cementerio en La muerte..., cuando T. G. Alea presenta sus respetos a comediantes del pasado, o a ciertas películas en que esos comediantes intervinieron. Existirá, como él mismo apunta, la relación, pero después de anotada se advierte que existen otras cosas muy personales y muy diferentes del modelo (o los modelos), del que se apartan discretamente. Existen por ejemplo todos los detalles externos e internos de la realización, que abarca a los actores, escenario y equipo técnico, la iluminación, el lenguaje, la música e incluso los ruidos, o todo lo que constituye el sonido (elemento nuevo), el punto de mira (los encuadres), el corte y el montaje. Todo eso es nuevo y, bueno o malo, lo hace diferir de sus antecedentes.

Desde el comienzo La muerte… se anuncia optimista, con el fallecimiento de este obrero ejemplar que supo descubrir el método de fabricar bustos martianos a precios módicos. La burla despiadada, la punzante ironía comienzan a revelarse. Este burócrata de inusitadas energías alardes que muere convertido en yeso, justamente como un busto cualquiera, que es enterrado con su carné laboral y que ha de constituirse en eje pivote de las más descabelladas correrías por parte de sus deudos, merece que le despidan el duelo como en efecto se hace, con la más pomposa retórica al alcance de la mano. Pero no ha de permanecer tranquilo en su tumba: la burocracia que lo parió habrá de impedirlo a toda costa.

El féretro en la carretilla, deambulando por las calles de La Habana con su camuflaje de enramada, es una escena memorable en cualquier cinta de humor negro, y ese cadáver escapado de su domicilio que los burócratas no quisieron exhumar, y que más tarde los mismos burócratas impiden que regrese a su lugar de procedencia por razones idénticas a las esgrimidas con anterioridad, es un cadáver digno de figurar en cualquier casa, aunque el tufo comience a rebasar fronteras.

Todo esto T. G. Alea lo maneja con soltura y frecuentemente con gracia. Su ciencia de la composición es dinámica y fuertemente contrastada, sin matices ni sutilezas ilusivas. En este sentido la fotografía de Ramón F. Suárez coopera con decidida efectividad. Sus luces y sombras tienen el contraste que requiere la acción, ni siquiera un tono deliberadamente macabro, como el juego con la muerte parecería sugerir, sino el tono de la muerte-viva, da la muerte como un percance natural y no como una tragedia. Es una fotografía muy profesional y discreta, sin alardes. Por eso mismo, eficiente.

Donde se pierde gracia y flexibilidad es en el trato con los personajes del filme, exceptuando (no siempre) el trabajo estelar de Salvador Wood. Las primeras, segundas y terceras figuras, exceptuando (por momentos) a Pedro Pablo Astorga como un “empleado”, se mueven siempre con alguna torpeza o contención, como si estuvieran inhibidas. ¿Esto es culpa de la dirección? A Silvia Planas y a Laura Zarrabeitía las hemos visto desenvolverse en el teatro como a peces en su medio, pero sobre todo esta última, que puede mucho, no puede hacer de su secretaria de la administración (del cementerio) el personaje que debiera ser, que pide la película y que T. G. Alea necesitaba para que La muerte de un burócrata fuera, totalmente, una gran película. A Silvia Planas le falta convicción en el papel de la esposa, convicción que tuvo sobrante en El sueño americano, de Albee. ¡Qué el teatro es una cosa, y otra el cine! Lo sabemos muy bien. Por eso estimamos que T. G. Alea puede obtener mayor partido de sus actores.

La muerte de un burócrata obtuvo el premio especial del jurado en el festival internacional cinematográfico de Karlovy-Vary, este año, compartido con la cinta francesa La vie de Chateau, de Jean-Paul Rappeneau. El Gran Premio ‘‘Globo de cristal” fue declarado desierto. Esto demuestra que también los críticos extranjeros han sabido apreciar la última película de T. G. Alea.

Tomado de Granma (2 de agosto de 1966).