NOTICIA
La muerte de un burócrata. Crítica en Juventud Rebelde
Si en Las doce sillas Tomás Gutiérrez Alea extrae la risa del espectador a partir del rejuego dialéctico entre revolución y contrarrevolución, tomando como eje vertebral la búsqueda de unas joyas escondidas en una silla enguatada, en La muerte de un burócrata los resortes serán otros.
Pues en esta última cinta se trata, de lleno, de los problemas que se plantean o que se pueden plantear como resultante del crecimiento en la actual etapa transicional: los elementos lúdicos van a darse por otras motivaciones: la robotización deshumanizada del hombre de buró por su tendencia a actuar mecánicamente, dogmatizando el papeleo y el expedienteo hasta conferirle a estos categoría principal.
Claro que, como cosa profundamente seria al fin, su expresión argumental será otra: la cinecomedia. Gutiérrez Alea se ha propuesto —y lo que es más importante: ha logrado— un filme que satisface los diversos niveles de comprensión y degustamiento estéticos del cinevidente.
De ahí que, para encuadrar esta problemática de la etapa de transición del capitalismo al socialismo, con sus contradicciones no precisamente antagónicas —el frenaje que al desarrollo armónico opone el burocratismo— el realizador lleva los hechos, en lo que atañe al contexto argumental, a situaciones tope: más allá habrá de producirse un choque, un salto, para rebasar lo dado.
¿Y qué situación de límite, de frontera de la realidad vital más cerrada en sí misma que la muerte? Pero no. No se trata de la muerte en sí, sino del desacatamiento de mecanismos de organogramas, de desorganización sistematizada ante la solución de problemas de este lado de las cosas.
Así la anécdota.
Paco es un obrero ejemplar. Muere. Pero lo entierran con su carné laboral. La viuda, para cobrar la pensión que le pertenece, tiene que enseñar dicho documento al funcionario correspondiente. No puede pedir duplicado, pues esto solo debe hacerlo el interesado. Pero el interesado —Paco, el occiso— al parecer ha perdido todo el interés posible: reposa en su tumba. Hay, por tanto, que exhumar el cadáver, para obtener el referido carné.
Es entonces que comienza el aquelarre.
Y, en este sentido, los guionistas —Alfredo Cueto, Ramón F. Suárez, a la vez director de fotografía, y el propio Gutiérrez Alea— van hacia la expresión del llamado humor negro. Es decir: a invocar la sonrisa del espectador, desde el calosfrío de un trozo de hielo que recorre la médula. En otras palabras: este humor negro, que en ocasiones se acerca a los que los mexicanos denominan el “chiste cruel”, al manejar el tema de la muerte, deportivamente.
¿Ejemplos?
El niño que ante féretro y las cuatro velas entona un happy birthday como si fuera un cake de cumpleaños.
Pero, además, están los “homenajes”: Gutiérrez Alea recorre prácticamente la Historia del Cine en secuencias donde, deliberadamente, hace recordar al espectador momentos de filmes de Chaplin, los hermanos Lumiére, Ingmar Bergman, los “gags” clásicos con sus pasteles del silente, y las fajazones de las cintas del Gordo y el Flaco. Y hasta se permite bromear con el entierro danzado de su fallido Cumbite.
Asimismo, la técnica y el estilo.
Gutiérrez Alea desarrolla elementos dinámicos, superándolos, ya aparecidos en Las doce sillas, al servirse, esta vez, de la animación “en vivo” —secuencia inicial de la maquinaria de bustos martianos—, equivalente a la cámara rápida en la antes citada película. En ambos casos la técnica y la estilización expresiva estarán en función del cinevidente.
Porque no hay dudas de que el realizador toma en cuenta la participación del respetable.
Ramón F. Suárez, al frente de la fotografía, despliega un trabajo nítido y eficaz, dando a encuadres y secuencias el tono atinado de la comedia: el complemento directo —el montaje— no se anda con rebuscamientos barroquizadores: Suárez y Alea saben que se trata de una comedia, y la tratan como tal.
Leo Brouwer, desde la música de fondo, se vale de recursos inesperados para obtener una partitura en la cual echa mano a módulos contemporáneos, inteligente y sensiblemente registrados por la banda sonora.
En cuanto a la Actuación, Salvador Wood descuella por su labor limpia y fluyente: se mueve, habla y actúa con naturalidad, en el sentido que como tal se entiende en una cinecomedia. El resto del elenco cumple, también, con sus respectivos papeles: el director sabe guiar con mano segura el reparto: no se le escapa, sino que domina, cualquier asomo de divismo.
Galardonada en Karlovy Vary, La muerte de un burócrata deviene, indiscutiblemente, tanto por su mensaje crítico, su expresión formal y lo armónico que resulta de la coordinación feliz de sus diversos factores, la mejor realización de nuestra incipiente cinematografía de largometraje. Con esta cinta, al parecer, nuestra producción nacional va hacia el rebasamiento de una etapa adolescente.
Tomado de Juventud Rebelde, 5 de agosto de 1966 (En archivo de la Cinemateca de Cuba).