La primera carga al machete: narrativa de excepción en el cine cubano

Jue, 01/11/2018

Fragmento de un ensayo publicado en la revista Cine Cubano.

Durante cuarenta años hemos escuchado reiterar el criterio de que La primera carga al machete, Memorias del subdesarrollo y Lucía constituyen la tríada principal del cine cubano. Lo raro es que no abundan los ensayos, ni siquiera los artículos enjundiosos, que intenten justificar tal jerarquía, ni existe la suficiente cantidad de estudios más o menos hermenéuticos o descriptivos, que analicen a fondo las estrategias y los códigos narrativos, cinematográficos, genéricos y transtextuales que definen la excepcionalidad de la película. Solo a partir del desarrollo de tales líneas de exploración se hace posible comprender la magnitud de la ruptura, así como los aportes formales y estructurales de la más in novadora película histórica realizada en Cuba.

En los pocos ensayos y artículos que pueden encontrarse se alude a los violentos contrastes de blanco y negro, a la mareante cualidad de la fotografía tomada cámara en mano, y tal vez se esbocen aquí y allá consideraciones sobre el montaje alternado y su ritmo, por momentos rápido y siempre forzado. Pero no bastan tales dictámenes para comprender la excepcionalidad de un filme cubano que –justo a finales de los años sesenta, en pleno apogeo de los metarrelatos modernos típicos del llamado Nuevo Cine Latinoamericano– le confirió posmoderna relevancia al discurso, el estilo y la representación. La magnificencia de La primera carga… se explica siempre a partir de las virtudes formales, es decir, en cuanto al uso del color, la fotografía y la combinación de técnicas documentales y fictivas. Sin embargo, el énfasis en los elementos estéticos y formales ha obnubilado el análisis de la brillante estructura narrativa, la frondosa transtextualidad, y los diversos niveles diegéticos, es decir, expositivos o de focalización, que manejaron Manuel Octavio Gómez y sus guionistas (Alfredo L. del Cueto, Jorge Herrera y Julio García-Espinosa) con la mayor naturalidad y destreza.

¿Documental dramatizado o ficción de componente testimonial?

Privilegiada por su atrevida estructura de reportaje periodístico, noticioso, distanciado, cuya singularidad todavía sorprende muchas décadas después, cuando semejante apariencia caracterizaba solo a ciertos documentales, a ciertos cineastas independientes y a los daneses del Dogma 95, La primera carga al machete pretendía revelar un nuevo naturalismo a partir de la expresividad de la cámara en mano y del sonido directo, treinta años antes que Los idiotas, de Lars Von Trier, o El festín, de Thomas Vinterberg pulsaran similares instrumentos. Solo que los nórdicos del controvertido grupo intentaban validar únicamente el realismo aplicado a lo contemporáneo, y Manuel Octavio se aventuró a recontar un acontecimiento de 1868, y aunque relataba un suceso histórico, sorteaba la narrativa aristotélica mediante persistentes saltos cronológicos (el cuento se mueve entre el antes y el después de la primera carga), espaciales (la narración salta entre oriente y occidente) mientras que la recurrencia a un narrador/encuestador omnisciente le permite al director y a los guionistas exponer sus puntos de vista sobre acontecimientos y personajes, y acerca de los estratos sociales y políticos implicados en la contienda. Así, más que buscar la intriga, el suspenso, el diseño coherente de los personajes y el respeto a la introducción/nudo/ desenlace, el relato elude el canon cronológico-causal, y se vale de la descripción distanciada y desdramatizada de una gesta, una epopeya, una época. Entonces, el filme se presenta cual documento cuyo empaque y apariencia visual intenta hacernos creer que las escenas fueron filmadas en el propio siglo XIX, a la manera de ciertos documentales históricos posteriores que dramatizan los acontecimientos relatados por un experto, o documentados por un periodista.

El filme se distingue por su estructura similar a la de un noticiario temático, que se hubiera realizado a finales de los años sesenta, pero del siglo XIX (cuando aún no existía el cine). Y a ese noticiario no le faltan las impresiones personales inherentes a toda crónica ni el balance de perspectivas que caracteriza al reportaje. Entonces, asegurar que nos encontramos ante la obra formalmente más atrevida del cine cubano no implica aludir solamente a la prodigiosa informatividad de la cámara, del sonido y de la edición, sino también a elementos tan insospechados en nuestro cine de ficción como la presencia de tres personajes dedicados a incentivar la fluencia narrativa sin participar de lleno en la acción dramática: el periodista-entrevistador, típico del documental de encuesta; el narrador-comentarista en off representativo del documental de corte histórico; y el juglar (Pablo Milanés haciendo de sí mismo), que refiere y entrelaza escenas a partir de los textos de canciones compuestas especialmente para el filme, y cantadas en las mismas locaciones donde se rodó la película, especialmente el campo de batalla. La figura del cantor que dilucida musicalmente la acción dramática, sin tomar parte en esa acción, se relaciona con las funciones propias del coro griego, y más que ello, con el intervencionismo intelectual y las canciones experimentales propias del cabaré alemán a principios del siglo XX (Max Reinhardt, Frank Wedekind y Bertolt Brecht se cuentan entre sus principales valores).

En cuanto a las influencias más perentorias, aparece por supuesto, en primer lugar, la asimilación transtextual de los noticiarios cinematográficos o televisivos (voz en off del entrevistador y de los narradores, entrevistas concebidas desde cuestionamientos tan periodísticos como el qué, el cuándo, el dónde y el por qué), además del evidente aire de familia con el cinema verité francés y el direct cinema norteamericano y canadiense, sin desdeñar la plasticidad del encuadre y de la composición típica de ciertos filmes de ficción histórico-literarios (de Eisenstein, Visconti o Wajda, pongamos por caso Iván El Terrible, Gatopardo o Cenizas, por solo mencionar tres paradigmas de la reconstrucción epocal), tampoco deben eludirse las referencias expresionistas (en cuanto a los violentos contrastes de blanco y negro) o nuevaoleras (extrema movilidad de la cámara a lo Raoul Coutard y Sacha Vierny, por ejemplo).

En otras de sus películas, Manuel Octavio Gómez recurre también al cambio de perspectiva y de narrador, a los distanciadores métodos del cine-encuesta, a los subtítulos y a la división brech¬tiana en bloques temáticos, pero probablemente sea esta la película del autor que con mayor ahínco aspira a confundir el testimonio y la escenificación, el verismo documental y la representación fictiva, en un experimento de mixtura genérica nunca antes acometido por nues-tro cine, y con muy escasos continuadores en los años posteriores.

Si bien es sabido que La primera carga al machete parte y se apropia de la rica experiencia del documental [...] no es menos cierto que va mucho más allá de una toma cómplice de un determinado lenguaje, al plantearse recrear un contexto histórico con todo el rigor de la verosimilitud que ello implica, mediante una propuesta de ficción genuina que, lejos de adulterar o modular de acuerdo con modelos sectarios, enriquece la verdad, la hace más carnal y creíble, despojándola de una connotación profesoral.

-aseguró el crítico Eduardo López Morales en el artículo crítico “La primera carga... a la luz del tiempo”, en la revista Cine Cubano, no. 122, de 1988.

Tal es la fidelidad a los métodos del documental, que desde el mismo título se desecha toda posibilidad de intriga, o suspenso, al evidenciar cuál será el nudo principal y el supuesto clímax de la trama. Entonces, la respuesta suspendida, que casi toda ficción postula, es allanada aquí desde antes de que el espectador se siente a ver el filme, pues el título expresa en buena parte su contenido, y por tanto visionarlo equivale a presenciar cómo va a ocurrir lo que, desde el título, sabemos inevitable. Es decir, el acicate, la pregunta sin respuesta proviene únicamente del modo en que la primera carga será representada y puesta en escena, y si bien el cine narrativo y de reconstrucción histórica, incluso el de Hollywood, había recurrido a esta especie de sucinta intriga de predestinación (recordar Charge of the Light Brigade, en versión norteamericana, de 1936, y británica, de 1968) ni Michael Curtiz ni el anticonvencional Tony Richardson violentaron los mecanismos ancestrales de la narración y jamás se atrevieron a colocar -como hicieron Manuel Octavio y su editor Nelson Rodríguez- entre las primeras imágenes de sus respectivos filmes el flash forward, prolepsis, o adelanto sintético del paisaje ruinoso y humeante, resultado de una acción muy posterior en el relato, pero vaticinada desde el mismo título. No satisfechos con adelantar en las primeras secuencias el posible núcleo dramático, los autores del filme cubano recurren a la canción-prólogo, interpretada y compuesta por Pablo Milanés, para completar el vaticinio visual y sonoro de lo que veremos hacia el final del metraje.

De modo que, desde sus primeras secuencias, el filme aparece dominado por la más violenta asincronía narrativa (elusión de la linealidad y la cronología, omisión del principio causa-consecuencia que domina el relato tradicional) pues todavía no se ha extinguido en el audio la primera canción de Pablo, cuando irrumpen escenas protagonizadas por maltrechos soldados españoles, quienes se dirigen a la cámara, y a un entrevistador narratario (que será todo el tiempo escuchado por el espectador, pero nunca visto), para describir el horror de una batalla que solo podremos visualizar mucho después. Luego de esta primera entrevista con las tropas peninsulares, se procede a la exposición de una asamblea de cubanos independentistas, quienes analizan la importancia política de la primera carga, a la cual se refieren en pasado, es decir que ocurre en el tiempo mucho después de la batalla, aunque se presente en un momento todavía introductorio. Estas dos escenas, los soldados españoles regresando destruidos por la portentosa carga mambisa y la asamblea de cubanos independentistas analizando la importancia histórica del combate, corresponderían, en un relato de sesgo tradicional, a las etapas que algunos dramaturgos llaman de epílogo o decrescendo. Manuel Octavio Gómez, sus guionistas y su editor, decidieron trastocar tal ordenamiento, presuntamente inviolable, y colocaron al principio lo que pudo haber sido conclusión.

Posteriormente a este conjunto inicial de secuencias premonitorio-introductorias, se comienza y desarrolla la línea del relato que asume temporalmente el método cronológico y causal, pues entra en acción el narrador en off diciendo: “Lo que acaban de ver y oír está sucediendo en el Departamento Oriental, en estos precisos instantes, en los últimos meses de ese dramático año de 1868...” En esta primera y extensa parrafada del narrador se relata la toma de Bayamo por los cubanos, y el hecho de que han sido enviadas dos columnas españolas para sofocar dicha rebelión. El narrador se refiere a la columna comandada por el coronel Quirós, que se posesionó del poblado de Baire, e inmediatamente la narración pasa a la entrevista con este oficial español, es decir, con el actor que lo interpreta.

Aunque el relato se torne mayormente rectilíneo luego de la primera intervención del narrador en off, no faltan algunas bruscas elipsis y flashbacks como aquel en el cual una cubana cuenta hipodiegéticamente (su relato se incrusta en el testimonio de Quirós) el modo en que fueron vejadas ella y sus acompañantes, de modo que la “verdad” de los colonizadores sea pulverizada por el dramático testimonio de las cubanas. Desde este diálogo en adelante, la principal línea dramática se dedica a exponer las declaraciones alternadas de cubanos y españoles -al modo de los reportajes periodísticos con encuesta incluida- a la vez que se exponen las informaciones básicas respecto a las razones y voluntades de uno u otro bando, cuyo paulatino enfrentamiento conducirá hasta la batalla anunciada, preparada, predicha, con diversos niveles de intensidad dramática y absoluto detallismo documental, desde el principio, desde el mismo título del filme.

Después de los testimonios contrastados de españoles invasores y cubanas violadas, la cronología vuelve a quebrarse y se ubica en el pasado para aportarle al espectador algunos elementos claves sobre ciertos personajes. Por ejemplo, en la escena previa a la carga, son entrevistados algunos mambises con motivo de la presencia de Máximo Gómez. Las respuestas al entrevistador, a propósito del dominicano, constituyen una breve retrospectiva verbal, sumario de la biografía del líder mambí en el período anterior a la Guerra Grande en Cuba. Es decir, que si fuera poco el “desorden” cronológico que gobierna todo el filme, en estos pasajes consagrados a la biografía y la importancia histórica de Máximo Gómez se intercalan otros momentos de mínima narratividad, como las vistas evidentemente digresivas de un caballo blanco, sin jinete, trotando y haciendo cabriolas, en imágenes que dilatan el ritmo narrativo y se afilian a los códigos hermenéutico y simbólico. A estas alturas del relato, resulta inminente que muy pronto veremos la escenificación de la contienda, y por tanto las imágenes del corcel blanco, yuxtapuestas con las opiniones no excesivamente favorables de los mambises cubanos respecto a Gómez, crean una especie de enigma o misterio, suspenden la respuesta, actúan como trampa hermenéutica momentánea para el espectador, sobre todo para quien no conozca de hecho el compromiso vertical del dominicano con los destinos de Cuba. Por otra parte, las imágenes del caballo blanco, preciosísticamente ralentizadas, vienen a ser un posible signo que apunta a resaltar la épica libertaria, la eticidad y pureza de los ideales alentados por Gómez en la gesta cubana.

Además de presentar numerosos momentos que empalman con los códigos referencial/documental, hermenéutico y simbólico, y se distancian de la proairesis o relación causal, La primera carga... se aparta también de los convencionalismos documentales, fictivos y genéricos, y contrasta métodos expositivos supuestamente excluyentes o paradójicos. Por ejemplo, hacia el final de la entrevista con el Capitán General de la Siempre Fiel Isla de Cuba, don Francisco de Lersundi, sus palabras se montan con imágenes de cuadros españoles de temática épica, que si bien son mostrados con el fin de hacer evidentes la época, el gusto decorativo imperante, el sentido representacional del filme histórico típico, las costumbres de un país, el tiempo y la clase social específicos, también actúan como pausa, interfieren la acción narrativa y paralizan el ritmo o la natural fluencia de la acción. Igualmente, abundan los sumarios verbales que adelantan la acción y anulan el suspenso en las intervenciones del narrador en off, pululan las elipsis en los diálogos y dentro de las mismas escenas, amén de los alargamientos ora digresivos, ora premonitorios, ora resúmenes, ora comentarios líricos, que conllevan las cinco participaciones de Pablo, y las cuatro canciones que le vemos interpretar. La primera vez que se escucha una canción, el texto adelanta lo que veremos, pero cuando al final del filme se repite la misma canción, entonces adquiere connotación de epílogo-sumario. En la voluntad de anillar principio y final, se percibe la voluntad de los autores por enlazar pasado y presente, insurrección decimonónica y guerrilla de los años sesenta, en obvia voluntad de aludir a la sempiterna espiral de rebeldía y búsqueda de la independencia en Latinoamérica. Tal intención se esclarece si se analiza el texto de dicha canción y, sobre todo, el modo en que se manejan los tiempos verbales, primero en pasado y luego en presente. Dice el texto de la canción:

Cuando vagábamos solitarios en el tiempo sin presente [...] hubo que rescatar los siglos de la vida, entonces hubo que pelear al filo del machete [...] mil batallas ganar al filo del machete, que estamos dando hoy.

Manuel Octavio Gómez fue de los primeros cineastas en confiar plenamente en el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC -junto con Santiago Álvarez, pues son varios los Noticieros ICAIC Latinoamericanos de esta época que incluyen música del grupo- y él confió a uno de sus cantautores un papel casi protagónico en La primera carga al machete, en la cual las secuencias donde aparece Pablo Milanés son tributarias de una suerte de musical histórico, brechtiano y comprometido políticamente, que tampoco ha contado con algún continuador. Aunque Sara Gómez, Sergio Giral, Manuel Herrera, Octavio Cortázar, Oscar Valdés y Bernabé Hernández utilizaron la música del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, ningún cineasta de esa época llegó tan lejos como Manuel Octavio Gómez cuando le entregó a Pablo Milanés la enorme responsabilidad de componer toda la música de uno de los filmes más experimentales que recuerda el arte cubano. Pablo aparece en el filme como una suerte de juglar-narrador, casi siempre cantando, mientras camina por las locaciones en las que transcurre, transcurrió o transcurrirá la acción del filme. Es decir, que la figura y las canciones del cantautor entran y salen de la trama tan pronto comentando lo que se presentaba como describiéndolo y sintetizándolo, en una especie de distanciamiento que muy pocas veces se volvería a intentar en nuestro cine.

La intención de hacer ambiguos los referentes del siglo XIX y postular en la contemporaneidad la historia de insurrección y anticolonialismo, se esclarece en otros índices: en primer lugar, está la dedicatoria del filme a Michele Firk, cineasta, militante del Partido Comunista francés y guerrillera “caída por la liberación de América Latina” en 1968. Luego, está el vestuario que lleva Pablo, consistente sobre todo en un sombrero parecido al que usaban los juglares o trovadores, y en un poncho de inspiración andina. El cantautor devenido personaje narrador y testigo de la batalla, mira a la cámara como remarcando una aseveración relacionada con la trascendencia de los actos que presentan, al unísono, el filme y las canciones. En tercer lugar, están los movimientos del cantante-actor dentro del encuadre: en el prólogo camina en dirección a la cámara y penetra en la escena donde ocurrió la primera carga (que para el espectador se verificará en pantalla mucho después), hacia el final del filme, vemos a Pablo cantando la misma canción y retirándose de espaldas, abandonando el escenario de la contienda mientras asciende río arriba, entre la desolación y el reguero de cadáveres. Entonces se congela la imagen y termina el filme, en una especie de final abierto, suspensivo, como si la acción hubiera concluido solo de momento, pues el método circular en que el filme está expuesto parece sugerir que la acción pudiera replicarse en eterna espiral hacia el porvenir.

Es decir, La primera carga al machete destaca no solo en virtud de los subrayados estilísticos y discursivos, sino por su muy baja narratividad, más cercana al testimonio y la descripción documental que a la ficción consumada. La tupida red de transtextualidades que emplea, la evidencia del trabajo de cámara, las interferencias del corte directo, los diálogos de los actores-personajes con el entrevistador (y testigo presencial de los hechos) venido desde otra época, la participación del cantante rapsoda y de los narradores en off, entre muchos otros elementos, pueden verse cual palmarias señas de enunciación de uno de los filmes cubanos que mayor preponderancia le otorga al discurso y el estilo en desmedro de lo puramente narrativo o anecdótico. Reconcentrados en el cómo se cuenta por encima del qué se cuenta, los creadores diluyeron los nudos dramáticos, los núcleos cardinales de la acción anunciada desde el título, evidenciada en el prólogo, y consumaron la más ostentosa fuga de lo aristotélico convencional que se recuerda en el cine cubano de cualquier época. Tan es así, que en las secuencias en apariencia culminantes, es decir las que corresponden a la batalla decisiva que el filme representa, ni siquiera se puede identificar en su vorágine a los personajes centrales, mambises o españoles, más o menos perfilados hasta ese momento. En las largas secuencias que conforman la batalla solo se aportan algunos indicios de época, de atmósfera, y a pesar de que se emplean planos medios, primeros y de detalle (en lugar de las panorámicas y planos generales a que se recurre casi siempre en este tipo de escenas épicas), apenas se puede identificar con certeza a los bandos contendientes, y mucho menos personalizar la contienda, como se supone que ocurra en todo filme épico o bélico más o menos formulario. Además, la cámara se recrea en lo que el movimiento Dogma 95 condenaría muchos años después con el epíteto de “acción superficial”, entiéndase violencia física, sangre, balacera, heridos, recreación en la espectacularidad, ímpetu, muertos, confusión y entrechoque, todo lo cual borra, o por lo menos desatiende, la presencia dramáticamente necesaria de los actantes o personajes expuestos hasta ese momento. Es decir, que la escenificación concreta de la primera carga desatiende las emociones y la posible identificación con los contendientes para presentar impresiones fragmentarias, secuencias expresionistas conformadas a partir de los movimientos paroxísticos y descontrolados de la cámara (¿otro sujeto de la contienda?), por el sonido atropellado y casi siempre indescifrable, por la corta duración de los planos, y por el altísimo contraste del blanco y negro que apenas permite distinguir unos cuerpos de otros. De modo que la escena culminante del filme se propuso más bien la recreación estilística del suceso en vez de mostrarlo de modo verista, o de relatarlo mediante la progresión de la acción dramática.

Tenemos entonces que La primera carga al machete se apoya en una estrategia de realización exactamente contraria a la enunciada por Christian Metz en Histoire/ Discours, donde el teórico postula que los filmes tradicionales borran las señas de enunciación, y la cámara intenta denodadamente convertirse en un agente “invisible”, que hace avanzar la historia y se dedica a mostrar el discurrir “natural” de la anécdota. En todo caso, el filme cubano parece mucho más afín con el repertorio de expedientes estilísticos expuestos por Raymond Bellour y Marie-Claire Ropars-Wuilleumier (ambos citados in extenso por David Bordwell en La narración en el filme de ficción) cuando caracterizan el intervencionismo evidente del sujeto- director. El primero de los ensayistas mencionados se refiere a marcas específicas de enunciación como la posición y los movimientos de cámara extremadamente no-torios, o la mirada directa de los personajes al tomavistas. Ropars-Wuilleumier observa, por su parte, que en este tipo de filmes más discursivos que narrativos suele presentarse el montaje discontinuo, la no concordancia entre sonido e imagen, los primeros planos repentinos y la manipulación del tiempo fílmico. Tanto las dos cualidades apuntadas por Bellour como las cuatro añadidas por Ropars-Wuilleumier alcanzan preeminencia en el filme de Manuel Octavio Gómez pues, como ya hemos dicho o insinuado, abundan los movimientos nerviosos y convulsos de la cámara, el diálogo constante de los personajes-actores con la cámara- entrevistadora, el montaje discontinuo y sus cortes directos (para introducir recursos como las elipsis, los adelantamientos y las retrospectivas, los insertos), los primeros planos en brusca alternancia con las tomas panorámicas, así como las voces distancia- doras de los narradores en off, y las canciones de Pablo que muchas veces aparecen sin correspondencia directa con lo que estamos viendo en pantalla.

Son raros, rarísimos, los filmes cubanos que se exponen con semejante complejidad y riqueza en la alternancia de sus diversos narradores, niveles representativos y sintagmas espaciales o temporales. No recuerdo ningún otro título de ficción cubano donde predomine en tal medida la voluntad por distanciar al espectador, a fuerza de impedirle la concentración en alguna historia personal, íntima o particular.

En el nivel estrictamente visual, el filme zanja, sin proponérselo tal vez como primer objetivo, aquella polémica (luego de Citizen Kane, del Neorrealismo italiano y de la Nueva Ola francesa) sobre el modus operandi propio del cine de arte y de autor, puesto a elegir entre el plano secuencia, la profundidad de campo y la riqueza asociativa del montaje fragmentario. Manuel Octavio Gómez y sus principales colaboradores (vale insistir en la autoría compartida con el fotógrafo Jorge Herrera y el editor Nelson Rodríguez) juegan al mismo tiempo con ambas herramientas sin colocarlas en artificiosa colisión. La fotografía y el montaje se valen del corte directo, la edición nerviosa, la veloz sucesión de planos muy cortos, sin desdeñar momentos más reposados, de planos secuencias y complicadas cabriolas de la cámara, al tiempo que se prescinde de elementos sintácticos, caros al cine de época, como los fundidos y las disolvencias, los cuales hubieran impuesto un aire nostálgico o de remembranza, y un ritmo más lánguido, a uno de los filmes más bizarros, impetuosos y potentes jamás realizados en Cuba, una obra capaz de transformar la visión museológica y archivera que dominara buena parte del cine cubano cuando intentaba acercarse a sucesos históricos.

Tomado de: Revista Cine Cubano, No. 172.