La sexualidad sin límites

Jue, 04/09/2015

Por Frank Padrón

El otro, parecido y a la vez diferente, complemento erótico desde la igualdad aparencial, ha sido un asunto abordado por el cine, sobre todo desde los años cincuenta del siglo pasado, si bien no es hasta finales de los sesenta cuando comienza a proliferar, para devenir en avalancha.

El cine gay tiene ilustres antecedentes en cintas que beben de fuentes teatrales o literarias -La gata sobre el tejado de zinc caliente (Richard Brooks, 1958), Té y simpatía (Vincente Minnelli, 1956), Compulsión (Richard Fleischer, 1959), De repente, en el verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959)-; pero en términos generales, la elipsis, el circunloquio o el franco happy end -digamos, los esposos reconciliados tras una crisis “pasajera” en él, que no es ni más ni menos que la descubierta tendencia- impedían acercamientos medulares debido a los tabúes y la intolerancia.

La fuerza del movimiento LGTBI, el apoyo de la ciencia más avanzada y las conquistas civiles tras las aperturas democráticas en todo el mundo (entre ellas, la realización de festivales Lesbian/Gay como los de San Francisco y Londres) permitieron descorrer paulatinamente las cortinas del silencio o la tímida alusión, para promover estudios esenciales.

Así, el final de los sesenta nos sorprende con algunas obras respetables en los Estados Unidos -como Reflejos en un ojo dorado (1967), versión de John Huston a partir de la novela de Carson McCullers-, que discursa sobre la represión y el fetichismo, y un año después, John Flynn realiza El sargento (1968), sobre la malograda seducción de un soldado por un oficial.

Generalmente el cariz con el que generalmente se refleja el asunto implica relaciones tortuosas o fallidas, de modo que el signo de la condena y el estigma predomina, alcanzando incluso el carácter de tendencia, la cual tiene una fuerte continuidad en el cine contemporáneo y no conoce, desde entonces, interrupción: la fatalidad en el mundo gay, el entorno enemigo, con el subsecuente desenlace trágico.

Dentro de un vasto terreno del cine “divisersexual” -moderno y post- inserto en el cuerpo ajeno o el propio, hay otro, paralelo, nuevo: la muerte. No obstante, y por suerte, a ello se opone una línea optimista que irrumpe también en los ochenta: un voto abierto por la realización y el hallazgo de una felicidad a toda costa, pese a los múltiples obstáculos sociales y las propias colisiones de la pareja.

Así, contrario a las “pasajeras crisis” conyugales típicas de las películas iniciales, con sus correspondientes reconciliaciones como si el “escapado de Sodoma” -lexema lezamiano- se hubiera sacudido del sarampión o de una aventura fugaz, el otrora hombre casado y ahora pleno en su nueva y definitiva vida gay de Making Love (Arthur Hiller, 1982), cuando la esposa le habla de médicos y tratamientos en su intento de recuperación, responde terminante: “no deseo curarme”.

Esta es justamente la frase que pudiera definir el signo del cine que, desde entonces y hasta hoy, abarca no solo al sujeto gay, sino a todos los relacionados con la diversidad sexual: hay conflictos como los de cualquier pareja, como los de cualquier ser humano frente a los demás y su contexto, pero estos hombres y mujeres quieren resolverlos sin renunciar a su identidad, a su esencia. Y de esto va, con todas sus líneas y matices, un cine que he llamado “diferente” pero que en esencia, como los temas y seres humanos que refleja, no lo es mucho respecto al otro.

El breve ciclo que programa la Cinemateca de Cuba por segundo año consecutivo como preámbulo a la celebración el 17 de mayo de una nueva jornada por la diversidad y la sexualidad ilimitadas, reúne un conjunto de aproximaciones fílmicas a varios de estos temas.