Las aventuras de Juan Quin Quin: la radicalización narrativa

Mar, 02/13/2018

Con la novela Juan Quinquín en Pueblo Mocho, que vio la luz en 1963, Samuel Feijóo intentó fijar una parábola de la insurrección que culminara en la Revolución cubana de 1959, pero, a diferencia de muchos de los relatos que se urdieron antes y después, los que privilegiaban la escena urbana de los hechos, Feijóo emplaza los acontecimientos en la más agreste y desolada ruralidad. Al prolongar la discontinua y en cualquier caso interesante tradición del relato rural cubano, el autor emplea una suerte de escritura antropológica donde la densidad del folclor campesino importa lo mismo, si no más, que el mundo de las acciones que justifican la fábula.

En realidad lo mejor de Juan Quinquín en Pueblo Mocho –quizás lo único que reviste un verdadero don literario– se localiza en toda su primera parte, plena de graciosa información sobre el habla, el imaginario, las construcciones culturales, el modo de vida del campesino cubano, sus celebraciones y otros pretextos de reunión, su psicología de grupo. Cuando la novela apresura el ritmo expositivo para adentrarse en la gestación y operatoria del movimiento revolucionario, enfocado aquí en sus componentes más humildes y espontáneos, sacrifica la capacidad de observación antropológica que fundaba el valor literario del relato. Ya nos recordaba Alberto Garrandés, unas semanas atrás en este mismo portal, el registro feliz del héroe en Juan Quinquín..., ese “que mal se aviene con la enseriada gravedad de algunos héroes de papel, pasados por el filtro de la funcionalidad política. Un héroe, para decirlo en pocas palabras, cuya actuación tiene su origen en el entendimiento natural del orden y la forma de las cosas”.

Es de entender que la novela fuera prontamente llevada al cine y la televisión. Sus diálogos acusan una dinámica, una variabilidad de focos y un montaje coral que en muchos casos parecen aguardar por la puesta en escena:

Teresa decía:

—Me voy adónde me lleves...

Juan decía:

—Tengo treinta pesos ahorraos...

Matasiete decía:

—Ya están dos, ahora estense quietos, que falta más gente pa encaramarse.

Teresa decía:

—Piénsalo pronto, Juan, que el viejo viene a buscarme...

Juan le preguntó:

—¿Te vas conmigo esta noche...?

Matasiete gritó:

—¡Traigan ahora dos tarugos pa ponerlos en el medio de la tabla!

Teresa dijo:

—Sí.

Matasiete gritó:

—¡Ahora delen al tarugo de alante el yunque!

Juan dijo:

—Vete a tu asiento, que yo te voy a buscar...1

Tal dinámica se continúa en los campos de la subjetividad interior. Las numerosas marcas acerca de cuanto piensan o sienten los personajes son escritas desde la polifocalidad subjetiva y la movilidad de conciencias que recuerdan bastante los buceos interiores del audiovisual, los que mediante el sonido –el off o el over– favorecen el conocimiento interior y rebasan el discurrir físico de la historia:

Juan pensaba:

“La colonia la levantamos El Jachero y yo, janeá. A pulso. Mojaos y sudando. Después que la levantamos janeaíta este cabrón se la quiere llevar... Sabe mucho, pero con nosotros se chiva de parte a parte”.

Teresa pensaba:

“Juan no anda claro. Está pensando en el porvenir. A mí me da lo mismo estar aquí como en Bayoyo. Lo que yo no quiero es pelea. El niño lo va a desenfuñar mucho”.

El Jachero cantaba:

En un baile de jutía

de mucha comportación

se comprometió un ratón

ser timbalero hasta el día...

Juan pensaba:

“Esta vida es una guerra. Siempre hay quien lo quiera tumbar a uno. Uno va de aquí para allá buscándose honradamente la comida y siempre hay quien chiva al otro. Cuando era herrero, el dueño vivía de mí...” 2

La vocación de introspección muchas veces redunda en un sicologismo naïff –“Cuando el torero se vio derrotado, sin toro ni ruedo, sintió un grave cambio en su siquis. Su altanería desapareció. Su fe en sí mismo se escurrió por los asonsados ámbitos de su alma”–,3 congruente con el maniqueísmo político, propio del lenguaje de la historieta, según el cual nos son opuestos los personajes positivos, humildes, sacrificados, honestos, al Alcalde-Ogro y el resto de los necios abusadores que alimentan la clase (más que la clase, la capa) dominante. La coartada genérica con que se cubre la “novela humorística de aventuras y entretenimiento” no consigue desvanecer la impresión de falta de volumen, si tomamos en cuenta que por otro lado la narración desea cumplir con el ilusionismo y el verismo expositivo de la tradición novelesca decimonónica.

Se echa de menos un mayor rigor narrativo, que hubiera dosificado la voluntad del discurso en cuanto a vulnerar, con aceleraciones, la narratividad que a todas luces pide la historia. Existe como un exceso de sumarios para resolver segmentos completos de fábula –“El Torero fue detenido. El jefe del destacamento recibió la noticia y vino a informarse”–,4 cuando otros momentos son dádiva de la pausa y la digresión con verdadera solvencia. Además, se siente demasiado la planificación interior del relato, las estructuras profundas que el lector tendría acaso que descubrir por sí mismo. Digamos la simetría en los ajusticiamientos: es precisamente el suegro de Juan Quinquín quien ajusticia al Alcalde, antagonista que lo venía retando a todo lo largo del argumento. En favor de la novela su excelente final, donde el autor deja suspendida la historia en su momento más tenso; proposición que al eludir las resoluciones redondas deviene mínimamente oxigenante para la literatura cubana de la época.

Cuatro años más tarde, en 1967, ya la fábula contaba con su versión cinematográfica: Las aventuras de Juan Quin Quín, donde Julio García Espinosa se permite cualquier cantidad de travesuras, de transgresiones en el criterio de adaptación, la mayoría de las cuales, por otra parte, cuanto consigue es exasperar la tímida vocación de riesgo que asistía a la estructura, la composición y el tono de la novela. De entrada Julio completa algunos personajes, a fin de sumergir el plano sicológico de las figuras en la impresión de verosimilitud dramática y de una cierta complejidad del trazado. Conoceremos por ejemplo que Quin Quín ha sido monaguillo, y de esta manera se enfatiza el contraste de su ambición de libertad, aunque de otra parte la posible ascendencia de su modestia y honestidad. Se desarrolla la sicología del Alcalde, desdoblado como el Apoderado (en intencionada fusión de roles con respecto del texto primero), personaje de una ya franca manipulación fascistoide por medio de su obsesión con los peces.

Pero sobre todo, y he aquí la dislocación narrativa determinante, se dinamita la linealidad de la exposición de Feijóo, adelantándose la condición de guerrillero de Juan hasta el comienzo mismo de la diégesis Julio se aventura a expandir el segmento menos feliz de la escritura literaria?, y solucionándose el conocimiento de Teresa a través de una analepsis que contiene a su vez una prolepsis, como parte del relato extraordinariamente movido, deconstruído y vuelto a edificar sobre la base de nuevos y más radicales atentados del discurso a la historia: se repiten escenas y se corrigen acciones, se introduce caprichosamente un narrador extradiegético, se continúa la voluntad desafiante del final literario, cuando el protagonista llama al espectador a la diégesis, lo convierte en narratario y le inquiere: “¿Verdad?”.

Julio se percata de la tensión que se apreciaba en el original entre el ámbito rural de la historia y el sesgo pop, no intencional, de la escritura. Es así que acaba de confesar el carácter de historieta que comporta el criterio de narración, y abre globos con textos en los fotogramas o intercala incluso carteles que dicen que en tal momento se podrían insertar escenas de “la vida familiar en América Latina” o de “alguna reunión inútil de la ONU”. Con estos recursos de temprano extrañamiento, deudores de una atmósfera de creación absolutamente brechtiana en los primeros lustros del ICAIC (con la propia Memorias del subdesarrollo como otra de sus hijas adelantadas), Julio introduce lo que llegaría a constituir el centro de su poética fílmica: el reto al adormecimiento irreflexivo de la identificación, en pos de un cine autoconsciente que en la medida en que remarque su condición ilusiva y su distancia incrementa entonces su facultad de actuar sobre la vida, de cambiar o matizar patrones de conducta en un espectador vivo, atento, sometido a los mil vapuleos del arte. Con los años el número de los cartelitos se convirtió en una fórmula fácil para cierto cine cubano de los setenta, al punto de que se halla generalizado hoy el chiste acerca de que “y mientras tanto, ¿qué pasaba con los tabacaleros?”; pero, siendo así, habría que admitir la rotunda desalienación estética que introdujo un filme como Las aventuras de Juan Quin Quín. Ya sabemos, por lo demás, que la historia suele repetirse como farsa y el renacimiento, como manierismo.

Fue tal la trascendencia del filme de García Espinosa que todavía hoy se lee a algún crítico que considera a Las aventuras... el mejor trabajo de su realizador, jamás superado. Creo francamente que en esa hipérbole interviene el peso del mito, el halo confortante del hechizo de los clásicos. No puede olvidarse tampoco que la película padece la rigidez de una puesta en escena que hacía parte de un agudo proceso de aprendizaje para sus realizadores. Que el sentido del humor no siempre cuaja, o que las intervenciones de los extrañamientos pueden parecer ingenuas al cabo de los años. Desandado el tiempo, Julio consumaría una tríada de filmes mucho mejor resueltos en lo estético: Son o no son (1980), obra maestra que alcanza a condensar todas las preocupaciones y desvelos creativos de una vida, y La inútil muerte de mi socio Manolo (1989) y Reina y Rey (1994), películas donde la experimentación narrativa y audiovisual resulta más orgánica, interior, y, por lo mismo, acaso más duradera en el tiempo.

De cualquier manera, Las aventuras de Juan Quin Quín conserva con los años el encanto de un experimento radical, de una apuesta verticalísima por otra manera de contar y de establecer el diálogo con el espectador. Su sustancia última, sólo la última, había sido propiciada por una novela ingenua, igualmente encantadora, que terminaba con su héroe herido de muerte, sobre un mulo que escalaba una montaña.

Notas:

1 Samuel Feijóo: Juan Quinquín en Pueblo Mocho. Letras Cubanas, 2001, p. 55.

2 Ibídem, p.78.

3 Ibídem, p.142.

4 Ibídem, p.252.

 

Tomado del libro Aventuras de Juan Quin Quin. Guion de Julio García-Espinosa. (Publicado originalmente en Lágrimas en la lluvia. Crítica de cine, 1987-2007, Ediciones ICAIC y Letras Cubanas, La Habana, 2008.