NOTICIA
Manuel Octavio Gómez: El autor incomprensiblemente preterido
Fragmento de un ensayo publicado en la revista Cine Cubano.
Resulta desoladora la escasez de investigaciones, monografías o reseñas que profundicen, se apropien e intenten explicar los diez largometrajes que consiguiera realizar uno de nuestros más prolíficos y originales cineastas, quien confesara en una entrevista realizada por Enrique Colina, para la revista Cine Cubano, nos. 56-57: “Yo concibo el cine como una ruptura, y no está en mí el ceñirme de por vida a un solo tema...” La vocación rupturista de Manuel Octavio aparece deslumbrante en Tulipa (1967), La primera carga al machete (1969), Los días del agua (1971) y Ustedes tienen la palabra (1973), las cuatro películas más redondas y coherentes que consiguió realizar el cineasta en su periplo por el largometraje de ficción, un itinerario que se inaugura con La salación (1965) y cierra en Gallego (1987).
Graduado de periodismo, estudiante de sociología, con formación cinematográfica predominantemente cineclubista, Manuel Octavio Gómez le imprimió a todos y cada uno de sus filmes un fuerte matiz documental, verista y testimonial que los identifica con alguno de los géneros clásicos del periodismo: la nota informativa, la crónica, el reportaje. Y evidentemente fue la estética documental un terreno propicio para aplicar su interés humano, periodístico, a temáticas y personajes desmesurados, altisonantes, épicos. La filmografía completa de Manuel Octavio abarca los documentales El tejedor de yarey, Biblioteca Nacional, El agua, Cooperativas agrícolas, Una escuela en el campo, Guacanayabo, Historia de una batalla y Cuentos del Alhambra (entre 1959 y 1963), el corto de ficción “El encuentro” (para la trilogía Un poco más de azul), el polémico documental Nuevitas, realizado “a destiempo”, cuando ya Manuel Octavio era conocido por los largometrajes de ficción La salación (1965), Tulipa (1967), La primera carga al machete (1969), Los días del agua (1971), Ustedes tienen la palabra (1973), La tierra y el cielo (1976), Una mujer, un hombre, una ciudad… (1978), Patakín (1982),1 El señor Presidente (1983) y Gallego (1987), las cuales recorren todos “los momentos” decisivos del cine cubano, excluida la última década del siglo XX, desde aquellos años fundacionales, cuando la cinematografía nacional adoptaba formas y conceptos neorrealistas, que alcanzaran validez artística y reflejaran auténtico nacionalismo, hasta la etapa de las imprescindibles coproducciones con países europeos, sobre todo con España, y las ambiciosas adaptaciones de importantes obras literarias.
Ustedes tienen la palabra (1973).
La poética de Manuel Octavio se traza, como la de cualquier otro autor, a partir de ciertas constantes estéticas e ideotemáticas que si bien no aparecen con la nitidez obsesiva propia de Tomás Gutiérrez Alea y Humberto Solás, se confirman a lo largo de toda su filmografía: la experimentación visual, con el color y los escorzos descritos por la cámara (La primera carga al machete, Los días del agua); el mundo de la representación escénica, del artificio, la teatra-lidad y el distanciamiento autorreflexivo (Cuentos del Alhambra, Tulipa, Patakín); el héroe cotidiano, común, de pueblo (Historia de una batalla, La salación, Los días del agua, Un hombre, una mujer, una ciudad..., Gallego); en contraste con el antihéroe, el marginal o el perdedor (Los días del agua, Ustedes tienen la palabra, Nuevitas, La tierra y el cielo, Patakín), y la preeminencia de articulaciones entre métodos documentales y fictivos caracterizan una obra que se distinguió también por avanzar por dos grandes derroteros: la inspiración en relatos preexistentes, de origen literario, teatral o histórico, y los filmes que abrevan documentalmente en hechos reales, documentados. Sus más altos logros devinieron de la confluencia entre ambas predisposiciones. Así, están los filmes de Manuel Octavio que parten de obras literarias o teatrales (Manuel Reguera Saumell en Tulipa, la historias reales y legendarias de Antoñica Izquierdo en Los días del agua; de la primera insurrección mambisa en La primera carga al machete; Antonio Benítez Rojo en La tierra y el cielo; la fábula yoruba que da lugar a Patakín; Miguel Ángel Asturias en El señor Presidente; y Miguel Barnet en Gallego); y aquellos otros que recrean sucesos y personajes reales (clasifican en este rubro, por supuesto, sus mejores documentales, Historia de una batalla, Cuentos del Alhambra y Nuevitas, así como los filmes inspirados en realidades históricas comprobadas: La primera carga al machete, Los días del agua y Ustedes tienen la palabra). Precisamente la etapa final de su obra se explica mejor cuando se aprecia el abandono de las técnicas documentales manipuladas por Manuel Octavio en sus mejores películas. El terreno en que mejor se movía el autor nunca fue el de la ficción pura, genérica, y cuando su obsesión por la historia y la literatura hispanoamericanas lo arrastró lejos de su particular hálito interdisciplinario, entonces parecía que a los filmes les faltaba vida y calor, fibra y verosimilitud, como ocurre con El señor Presidente y Gallego.
La primera carga al machete, Los días del agua y Ustedes tienen la palabra pueden, deben, considerarse obras definitivas dentro de sus respectivas etapas, ya sea si el análisis lo inducen intereses retrospectivo-jerárquicos o si la demarcación obedece a consideraciones de índole temática, formal o expresiva. En todos los acápites, cualquiera que sea la aproximación panorámica e indagatoria, o la relatoría de las obras maestras, aparece ante el estudioso del cine cubano alguno de estos títulos. Cuando el cine, y el arte cubano en general, apostaban por todo lo que fuera, o pareciera, absolutamente nuevo, la segunda obra de Manuel Octavio Gómez “se limitaba” a proponer una mirada al pasado plena de conmiseración y humanidad, al tiempo que desnudaba la intimidad del ser humano, del artista derrotado por las circunstancias, arrastrado por tragedias tan ancestrales como la vejez y el irrespeto a la dignidad individual.
Más allá de la simple anécdota, en Tulipa Manuel Octavio describe, a través del universo del circo ambulante, a ciertos personajes que operaban en un nivel social que trasciende la carpa, en una época marcada por las frustraciones, el oportunismo, la falsedad y la sensación generalizada de encontrarse ante un callejón sin salida. La historia de Tula, el personaje, es la historia de su conflicto casi diario con los dueños del circo, la de una mujer a quien solo le que¬da su infatigable capacidad para mantenerse erguida. Es la artista declinante que se niega a ceder el puesto y a perder la dignidad en el cambio. Tal es el eje dramático sobre el cual se erige esta dolorosa disquisición sobre el artista que envejece y sus relaciones con el público. Tula emerge de la sordidez reinante gracias a su claridad de ideas respecto al decoro y a la respetabilidad, y enarbola estos ideales aunque se sabe condenada a la soledad y al olvido, bailarina con tarifa de diez centavos, en un circo de mala muerte cuya impúdica decadencia es subrayada por el realizador -transcurría la etapa en que el cine cubano miraba al pasado solo para magnificar sus máculas- aunque no falten numerosas salvedades, matices, que humanizan estos seres atrapados en la infinitud circular de un tiovivo inapagable.
Plena de resonancias fellinescas y hasta bergmanianas -tanto La strada como La noche de los titiriteros serían figuras tutelares- Tulipa resulta por momentos incluso más pesimista que las obras de los maestros citados, en tanto su trama elude todo intersticio para la redención o el triunfo de la nobleza. En el filme cubano domina la gritería del gentío y la fanfarria ambulante. La artista que envejece es sustituida, pero la vida continúa, the show must go on, y “triunfa” una nueva reina de la maroma sicalíptica. Los perdedores son desechados, expulsados de la carpa, porque, como se dice en algún momento del filme, se trata de “una bachata que no acaba”, en abierta alusión a la realidad republicana, al inacabable ciclo de rumberas, lupanares y sensualidad despreocupada y bailadora.
A pesar de la crítica explícita a la estulticia y sordidez del circo ambulante, en Tulipa resultan innegables ciertos guiños cómplices al arte popular genuino: los créditos del filme a manera de marquesina pintarrajeada; la escena afectiva y vernacular del gallego, el negrito y la mulata; el respeto por la música utilizada, las rumbas y el danzón; los atisbos de dignidad artística en algunos de los cirqueros, explotados por mercachifles e ignorantes... Junto con sus contemporáneas Nosotros, la música (1964, Rogelio París) y Un día en el solar (1965, Eduardo Manet), Tulipa potencia y recrea arquetipos escénicos y culturales que brillarían por su ausencia en nuestro cine hasta muchos años después. Son... o no son (1980), de Julio García-Espinosa; Patakín (1982), del propio Manuel Octavio; La bella del Alhambra (1989), de Enrique Pineda Barnet, Un paraíso bajo las estrellas (1999), de Gerardo Chijona y El Benny (2006), de Jorge Luis Sánchez, explayarían desde sus notables desigualdades ese regusto por el sentido espectacular de la cultura popular y de masas que, con todo y el dramatismo reinante, también domina en Tulipa, que trascendió
[...] como el filme cubano mejor actuado hasta el momento en que fue realizado [...] a la vez que genera una profunda empatía por las tres mujeres, vistas como alegorías de las frustraciones a que se veían forzados los artistas por aquellas circunstancias,
según asegura Michael Chanan en el ensayo “Current of Experimentalism”, parte del libro The Cuban Image: Cinema and Cultural Politics in Cuba. La flamante visualidad aportada por Jorge Herrera en algunas escenas de Tulipa (los cirqueros levando la carpa, la persecución de Beba a lo largo del tren, los elocuentes e introspectivos primeros planos) alcanzaría pináculo en La primera carga al machete, a la cual ya le dedicamos un aparte, y en Los días del agua, en la que Manuel Octavio quiso patentizar su admiración por la visualidad ecléctica, barroca y a veces teatralizada del Cinema Novo brasileño -en particular, de Glauber Rocha- y validar manifestaciones de la cultura popular como el cabaré, el circo y el carnaval. La influencia del Cinema Novo en Manuel Octavio se percibió desde La primera carga al machete, pues el personaje de Pablo Milanés, el juglar-narrador, es muy afín con la figura de Julio, el trovador ciego de Deus e o diabo na terra do sol (1964), de Glauber Rocha.
Los días del agua utiliza la cita culterana en alternancia con la imaginería popular o marginal (por ejemplo, en el segmento titulado “El evangelio según Tony Guaracha”) para adentrarse en el sincretismo de la religiosidad popular, y en otros muchos aspectos caracterizadores de esos “seres apáticos y sin aliento” que somos los cubanos, según la definición que en el filme se escucha. La capacidad amenazante y denigradora que simboliza el circo en Tulipa, la tiene la multitud que persigue y acecha a la pobre curandera en Los días del agua.
Los días del agua (1971).
En la figura de Antoñica, admirablemente construida a nivel de dirección y de interpretación, se da una fuerza moral que surge di-rectamente de los valores simples de una mujer de pueblo, el amor maternal, la generosidad, el desprecio de la fatiga, la dignidad. Es decir, se logra algo muy difícil, evitar que la exaltación mística del personaje le gane a su autenticidad popular y humana, haciéndolo extraordinario o ridículo- asegura Ambreta Marrosa, en la revista venezolana Cine al día, no. 15, enero de 1972.
El caos folclorista y el aquelarre doliente que representa Los días del agua se racionaliza mediante el método del cine-encuesta. Tal vez concebido cual alter ego del cineasta, el periodista es uno de los principales personajes, en tanto participa de la creación del mito de la santa que el filme refiere y deconstruye. Del periodista se vale el guion para contraponer múltiples opiniones en torno a los milagros curativos, y aunque no deje de aflorar la intención materialista- dialéctica del director, al personaje de Antoñica Izquierdo le son concedidas tan altas virtudes como pueden serlo la entereza, el decoro, la con-miseración y la inocencia. Su fe inquebrantable, aunque a veces parezca patética, también alcanza las cimas del estoicismo. La protagonista de Los días del agua pone en crisis ciertas conclusiones apresuradas de quienes juzgan el cine cubano de los años setenta como un periodo gris o insalvable. Para matizar tales aseveraciones serviría de mucho el análisis de la concepción del héroe que en este tiempo se verifica, y las tensiones y contradicciones que habitan en los protagonistas de Los días del agua, La última cena, De cierta manera y Un día de noviembre, todos bien distantes del diseño heroico reductor y marmóreo, del esquema positivista impuesto por la peor variante del realismo socialista.
No solo en cuanto al reconocimiento de un mesianismo otro (de tipo religioso o espiritual), se distingue Los días del agua entre el cine de su época. Fuertemente imantado por la estética propia del teatro del absurdo, por la acción plástica y el performance, el filme expone su trama desde el sesgo carnavalizante y distanciador, muy poco frecuente en aquellos tiempos. Tan conscientemente trabajó el realizador con los niveles de barroquismo interdisciplinario, distanciador, y tan nítida resultó la autoconciencia cultural y artística, que en una entrevista con Julianne Burton, titulada “Manuel Octavio Gómez Interviewed: Popular Culture, Perpetual Quest”, en la revista Jump Cut, no. 20, mayo de 1979, la acreditada estudiosa reconoce que “lo más atractivo en Los días del agua es su pronunciado interés en la cultura nacional, y la excepcional habilidad del director para explorar simultáneamente las máculas y limitaciones de las tradiciones culturales populares, desde una perspectiva que no es elitista ni paternalista”. Semejante capacidad para contemplar la realidad desde sus múltiples facetas, desde la visión cómplice, partícipe, que no destierra el criticismo, ni la objetividad, es tal vez otra de las características más notorias de las mejores obras firmadas por Manuel Octavio Gómez. Objetos de su distanciada, y al mismo tiempo afectuosa perspectiva, resultan los numerosos personajes que pululan en estos “días del agua”: la curandera y sus fanáticos, el periodista a la caza de la noticia sensacionalista, el oportunista-manipulador- mitómano (Tony Guaracha), el cura, el alcalde, el campesino ignorante y el boticario tacaño, todos más o menos plegados a la majestad de esta mujer imponente, comprometida solo con su fe, y que por ello representa un peligro para todos los poderes establecidos y los intereses creados. Ella no hace concesiones a unos ni a otros. La guían su intuición y un sentido ancestral del decoro.
Así de problemático, agudo y controversial quiso ser este brillante ensayo fílmico, colmado de encuadres barrocos y enardecidos planos secuencias, reflexión vertical sobre los estados de histeria colectiva, sobre la frustración y el vacío a que conduce la falta de fe, sobre la necesidad del otro, del enajenado que se distancia, del que se niega a fluir en los consensos mayoritarios y además se mantiene consecuente con su negativa.
Sobre la superioridad de quienes saben decir no, antes que afirmar ciegamente y sin convencimiento, versaba también una de las pocas películas de tema contemporáneo realizadas por el ICAIC en los años setenta: Ustedes tienen la palabra, cuya acción transcurría en el pasado reciente, 1967, pero que presentaba una cadena de negligencias, cambalacheos, indisciplinas, desidia, oportunismo de algunos dirigentes, desórdenes éticos, y donde se promovía una discusión totalmente contemporánea. Los rastros de su criticismo pudieron rastrearse en numerosos filmes posteriores como Demasiado miedo a la vida o Plaff, Alicia en el pueblo de Maravillas o Nada. A medias, entre el llamado cine de tesis y el judicial (la checa El acusado, la soviética El premio resultaron paradigmas inspiradores), Ustedes tienen la palabra contrapone la dura realidad de la vida agraria, las tragedias cotidianas de muchos trabajadores, a las fórmulas de manual esgrimidas por algunos dirigentes y a las soluciones proclamadas en las consignas.
Si bien algunos críticos le atribuyeron a la controversial película, lucidez y rigor solo a partir de sus propósitos didácticos, Ustedes tienen la palabra desencadenaba un intenso y doloroso proceso de reflexión social, e incluso introspectivo, justo en el momento en que ya no importa tanto saber quiénes eran los culpables de ciertas catástrofes económicas, sino comprender el carácter adventicio con que se enraíza en la conciencia colectiva cierto relajamiento moral y profesional, amén de la connivencia con delitos y fechorías de enorme costo ético y económico. Todo ello se muestra en reiteradas y cada vez más vigorosas retrospectivas, que se las arreglan para sostener un alto sentido de la intriga, pues si bien el filme parece dispersarse en conflictos y personajes demasiado numerosos, termina anudándolos todos en la escena del juicio, y en el propósito moralizante, generalizador, racionalista, que sitúa a Ustedes tienen la palabra entre las obras más mesuradas de un director cuya filmografía prosperó a partir de la desmesura formal y el desborde temático.
Tulipa, La primera carga al machete, Los días del agua y Ustedes tienen la palabra patentizan una tremenda coherencia en términos estéticos y conceptuales que se vería disminuida en la filmografía posterior de Manuel Octavio Gómez. Las películas que realizó sin el fotógrafo Jorge Herrera, y sin la presencia dominante e iluminadora de Idalia Anreus -su pareja y actriz principalísima de aquella época- no alcanzarían similar vuelo o relieve. No obstante, se mantuvo vertical el interés del cineasta por ciertos paradigmas del arte popular (Patakín) además de su atención perenne a la perspectiva del perdedor, del otro (Gallego) cuya ajena mirada puede alumbrar complejas zonas del entramado social visto nación adentro. En todos y cada uno de los relatos mencionados, se descubre la tendencia a favorecer la focalización múltiple, el relato coral y episódico, capaz de establecer visiones contrastantes respecto a los conflictos generados por la precariedad de algunos ideales humanísticos, incapaces de resistir las inclementes presiones del prejuicio colectivo.
Después de leer La agonía de hacer cine (1988, de Edmundo Aray), uno de los pocos estudios (compilatorios) dedicados íntegramente al autor de Los días del agua, se pudiera inferir que se estaba hablando de un autor agónico e intermitente. En vez de semejante sensación desoladora y amarga, volver a ver algunas de las películas de Manuel Octavio Gómez, repasarlas y repensarlas, significa más bien enfrentarse a los embates del formalismo, y de la imaginación creadora más delirantes que pueda uno encontrar en el cine de este país. Porque la ambigüedad genérica, estilística y conceptual constituye tal vez uno de los máximos atractivos de un legado cinematográfico a todas luces irradiante, quizás no tanto para el presente como para esa región en perennes tinieblas que llamamos futuro.
1 Aunque la película se conoce así, el título real es Patakín (quiere decir ¡fábula!). (N. de la E.)
Tomado de: Revista Cine Cubano, No. 172.