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Mario Balmaseda, un premio para su rostro en nuestro cine
Se quedó solo en Cuba a inicios de la Revolución. Su familia emigró y él decidió quedarse, sin saber a ciencia cierta qué le depararía el destino. Acaso ese sea un momento que lo definía, dispuesto a asumir un desafío para el cual nada parecía haberlo preparado. Por mediación de su madre ya conocía el mundo del espectáculo. Y a través de su padrastro, el del cabaret y los casinos, donde llegó a ser dealer, a pesar de su juventud. Todo eso, de golpe, quedaba atrás. Y enfundado en un uniforme de las milicias recién creadas acabó como instructor de las mismas en el Teatro Nacional de Cuba, aquel elefante blanco inconcluso al que por suerte la doctora Isabel Monal decidió convertir en un hervidero de talentos.
En ese primer periodo, amén de enseñar a marchar a varios de los artistas más renombrados de la época, Mario Balmaseda se entrecruza en la Biblioteca Nacional, del otro lado de la Plaza, con Eugenio Hernández Espinosa. La amistad lo llevó a otras personas y amistades. Se vincula a las brigadas de teatro Francisco Covarrubias, que llevaban pequeñas obras a zonas periféricas; se inscribe en el Seminario de Dramaturgia que conducía el argentino Osvaldo Dragún; y, amén de escribir pequeñas piezas, se va ligando de modo seguro al arte de las tablas. Seguía siendo joven y arriesgado. Y tenía toda la vida por delante.
Tras un viaje a la Alemania socialista, durante el cual estudió en el Deutsches Theater y el Berliner Ensemble, regresa a Cuba en 1967. Bajo la guía de Roberto Blanco, en el Teatro de Ensayo Ocuje, aprendió los rigores de la escena, la puntualidad en el ensayo, la voluntad de estudiar su rol como quien entiende que se trata de algo crucial. Cuando el grupo Ocuje se disuelve, en la época compleja de la cultura cubana que abarcó parte de los años 70, pasa a integrar el Teatro Político Bertolt Brecht.
En 1971, el cine le abre las puertas. Es uno de los actores de Los días del agua, el filme de Manuel Octavio Gómez que recupera el mito de Antoñica Izquierdo, la curandera que en Pinar del Río se hizo famosa mediante su conjuro: “Perro maldito al infierno” y sus remedios a base de agua. La película tiene a Idalia Anreus en el papel protagónico y es uno de los mejores títulos de su director, que aprovechó el uso del color y los elementos teatrales del guion a conciencia. Y ahí está ya Mario Balmaseda, con treinta años de edad.
Su carisma, su físico, su edad le permitieron poco a poco asumir un determinado tipo de rol en el cine cubano. Un hombre joven y, sin embargo, con madurez en sus acciones e ideas, que encarnaba al ser común, enfrentado a las nuevas preguntas y la novedosa circunstancia que era la Revolución misma. Prueba de ello es De cierta manera, el único largometraje de Sara Gómez, realizado en 1974 y concluido por Tomás Gutiérrez Alea tras la repentina muerte de su directora. El filme pone en discusión las nuevas éticas, en contraposición a los atavismos y estereotipos predominantes todavía en aquella época, mediante una mezcla entre la ficción y el documental que aún sigue resultando eficaz. El Balmaseda de esa película ya traía consigo la aparición en otras (El extraño caso de Rachel K, El hombre de Maisinicú y Ustedes tienen la palabra), pero llegaba a ese instante como un intérprete fogueado y listo para nuevos retos.
Sus siguientes trabajos lo llevarían de ida y vuelta al cine, la televisión y siempre al teatro, donde acabó interpretando a Lenin, en la puesta cubana de El carillón del Kremlin, una caracterización que tuvo entre sus inspiraciones los gestos y posturas de Fidel Castro, como él alguna vez confesó, y por la que obtendría uno de los premios de actuación del I Festival de Teatro de La Habana, en 1980.
Junto a su amigo Abraham Rodríguez había creado Andoba, para el Político Bertolt Brecht, que en su discusión acerca de la marginalidad y determinados tipos populares devino un acontecimiento de público en la misma época. A esas alturas ya había actuado en su único filme dirigido por Tomás Gutiérrez Alea (La última cena, 1976), y en El brigadista, de Octavio Cortázar, de 1977. Su carrera había saltado definitivamente a la fama al interpretar al agente Reinier en la serie televisiva En silencio ha tenido que ser, junto a Sergio Corrieri, bajo la guía de Jesús Cabrera, que obtuvo un enorme respaldo de los televidentes y permanece como uno de los hitos en la historia de dicho medio en nuestro país.
Su siguiente éxito cinematográfico llegaría con Se permuta, en 1983. El guion de dicho filme, firmado por Alea y Juan Carlos Tabío y no aprobado en un inicio por el ICAIC, fue transformado en libreto para la escena y obtuvo una respuesta favorable del público, que acudió en masa a ver esa comedia de costumbres. El papel protagónico, la ambiciosa Gloria, había sido encarnado por Rosita Fornés, en una apuesta por su talento y atractivo que Balmaseda y Tabío habían asumido por encima de no pocos recelos. El éxito teatral se repitió en las pantallas, también con la vedette en su retorno al cine tras décadas en las que su talento fue ignorado, y es desde entonces uno de los clásicos de la comedia en el cine nuestro, que además propició el debut en el medio de Isabel Santos.
Su órbita también incluye en la gran pantalla títulos como Un hombre, una mujer, una ciudad, La segunda hora de Esteban Zayas, En tres y dos y Venir al mundo. En Baraguá volvió a los roles históricos, encarnando a Antonio Maceo, bajo la dirección de José Massip en 1985. Tras el impacto de la pieza teatral, que esperó largos años para ser representada, se adapta a este medio Mi socio Manolo, original de Eugenio Hernández Espinosa. Una obra para dos personajes, asumidos tanto en las tablas como en el cine por Pedro Rentería y el propio Mario, en un excelente dueto actoral. El filme de Julio García Espinosa se estrenó en 1989 como La inútil muerte de mi socio Manolo, sin lograr repetir la fuerza de lo visto en escena, aunque así asegurando a sus intérpretes la posibilidad de dejar un registro de sus reconocidos talentos.
Incansable, retador, al tiempo que seguía ganando premios y reconocimientos, protagonizó otro éxito televisivo: la serie Un bolero para Eduardo. A su repertorio se añadirían más películas, como Entre ciclones, Roble de olor, y Mañana, de Enrique Colina, Rigoberto López y Alejandro Moya, respectivamente, en fechas más recientes: 2002, 2003 y 2009, y varias coproducciones.
Bajo la dirección de Eugenio Hernández Espinosa estrenó otra pieza del autor, en la que compartía escena con María Teresa Pina: Alto riesgo. Su fervor brechtiano lo llevó a reponer La panadería, que había estrenado con el Político Bertolt Brecht. En un momento dado, pareció que había sido capaz de todo. Ganó junto a Sergio Corrieri el Premio Nacional de Teatro en el 2006, y poco después el Premio Nacional de Televisión.
En La obra del siglo, de Carlos Quintela, Mario Balmaseda se asoma a su propio rostro. El filme, uno de los más arduos del cine cubano reciente, se acerca al mito de la termonuclear de Cienfuegos y a la ciudad fantasma que pervive como parte de un proyecto inacabado, que se detuvo tras el terrible accidente de Chernóbil. El director lo elige para encarnar a un abuelo que carga consigo todos los pesos de la utopía y sus cierres abruptos. La película, a la manera de lo que propuso Sara Gómez, avanza como un debate que recomienza una y otra vez y apela al documental, a los registros televisivos, para indagar sobre ese punto de fuga que es la propia ciudad en la que ubica a estos personajes: un paisaje sin mucho de promisorio.
Como si de un alter ego del personaje que asume aquí se tratara, Balmaseda conecta las memorias de este abuelo con el hombre al que interpretó en De otra manera. El resultado es una labor convincente, madura, libre de cualquier exceso, uno de los puntales de un filme difícil, que tuvo su estreno en el 2015. En cierto modo, parece un giro que cierra un ciclo, y que permite a uno de los intérpretes más respetados de nuestra cinematografía entender su carrera como una reflexión mucho más intensa, más allá de sumarios, resúmenes o simples listas de elogios por lo que a lo largo de varias décadas él nos ha demostrado.
El Premio Nacional de Cine le llega a Mario Balmaseda a sus 80 años. No ha faltado quien diga que ha ocurrido relativamente tarde. Lo cierto es que saberlo entre sus galardonados nos alegra a todos. Sin él, sin su aportación, no solo la cinematografía nacional carecería de ciertas cosas: vale decir lo mismo para la televisión, el teatro o una idea de la cultura que, a manera de interrogante abierta, nos ha reflejado en estos últimos tiempos. Se añade a las muestras de respeto y cariño que se ha ganado limpiamente, y que hace de su nombre un referente ineludible en las nuevas generaciones de actores. Quisiera detenerme en este primer plano de su rostro, y en la alegría o satisfacción que puede darle a esa imagen la noticia de este premio. A toda pantalla, como él se merece, y con aplausos que vayan de pared a pared.