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Martí eterno y excelso, en carne y hueso
Puede ser que a ciertas personas les desagrade el joven dubitativo que presenta Fernando Pérez en José Martí, el ojo del canario. Otros, quizá se desconcierten cuando les sea imposible encontrar en este chiquillo cobarde y contemplativo al poeta excelso, al más generoso y preclaro de nuestros próceres. Pero, personalmente, lo primero que le agradezco a este drama biográfico-histórico, que no épico, el más reciente largometraje de ficción producido por el ICAIC, es su capacidad para perfilar a un personaje por supuesto imperfecto, atrapado en sus limitaciones, muchas veces incapaz de satisfacer las expectativas de su propia familia.
En su empeño por delinear algunas de las partes menos rutilantes del héroe, las vulnerabilidades de este hijo de vecino que Martí fue, pudo ser, debió haber sido, Fernando Pérez nos presenta a un ser humano con necesidades carnales o fisiológicas, alguien que durante toda la película exterioriza temores, se equivoca; pero termina asumiendo su destino excepcional. Fernando Pérez ha conseguido un espléndido retrato, comprensible, terrenal, humanísimo en tanto sombrío, que nos devuelve íntegra la nobleza del Apóstol.
La película gana en matices, y en capacidad para conquistar al espectador contemporáneo, en tanto se distancia del didactismo, la afectación, y los excesos librescos o teatrales que suelen permear numerosas películas cubanas y latinoamericanas de época. Esta tendencia a la hagiografía y la exégesis ha sido con frecuencia la fórmula elegida por el audiovisual cubano cuando se trata de adaptar obras literarias prestigiosas, o de revalidar las acciones que marcaron la vida ilustre de aquellos que construyeron o dignificaron la nación.
Desde el título, y las primeras secuencias, se pone en claro que los códigos expresivos escogidos por el director-guionista, el fotógrafo (Raúl Pérez Ureta en una labor que si fuera única bastaría para haberle conferido el Premio Nacional de Cine) y el director de arte (Erick Grass en uno de sus más soberbios trabajos) se afilian al realismo y el naturalismo, y rehúye tanto del pulimento típico del llamado costume drama, como de la epopeya rimbombante. Así, puede decirse que existen muy pocas películas cubanas que muestren la época colonial tan desarrapada, tenebrista y opresiva como se ve en esta película, en sintonía con el acercamiento medularmente desmitificador que se plantearon sus hacedores.
Desde la naturalidad como estilo, se muestra entonces el proceso iniciático de entender el mundo, con todos los miedos, incertidumbres, inseguridad y pequeñeces que enriquecieran el genuino y orgánico perfil de un hombre cuyo martirologio y trascendencia histórica se inician justo en el momento en que concluye la película. Me refiero al presidio político. Es decir, que Fernando Pérez, como Walter Salles en Diarios de motocicleta, se refiere más a las primeras experiencias, al inicio del camino que a los momentos de consagración del personaje histórico biografiado.
Fueron muchos los riesgos que lograron solventar los creadores de este proyecto. Vencieron los peligros, siempre acechantes, de que el vestuario de época pareciera disfraz y no ropa cotidiana, de que la imagen íntima, juvenil o doméstica de Martí distara océanos del ser estoico y consagrado sobre el cual cada cubano tiene una imagen nítida, y sobre todo se propusieron exaltar ciertas constantes que signan la niñez y adolescencia de la mayor parte de los seres humanos. De modo que, a través de este muchacho muchas veces abstraído y ausente, taciturno y melancólico, el filme está apelando al eterno adolescente que todos llevamos dentro: rebelde, cuestionador de los padres, informulado, contradictorio, inseguro.
Además de reconocer que el filme venció los principales escollos que se alzaban ante un proyecto por encargo de la Televisión Española, de matriz eminentemente televisiva e historicista, críticos y espectadores pueden encontrar una creación afincada en la sutileza y la profesionalidad, digna sucesora de una creación autoral indiscutiblemente distinguida —la mayor parte del público y de los críticos reconocen a Fernando Pérez entre los mejores cineastas latinoamericanos del presente—, además de que restaura la excelencia del cine histórico realizado en Cuba, dentro de una tradición donde se engastan clásicos como Lucía, La primera carga al machete, La última cena, El otro Francisco, Cecilia y El siglo de las luces.
Fernando Pérez consiguió deshacer por completo la supuesta imposibilidad de que el audiovisual cubano biografiara admirablemente, desde la complejidad y la humanización de las efigies, a su Héroe Nacional, y nos presenta al aprendiz del libertador más que al prócer mismo, nos muestra a un ser en franco crecimiento y expansión, ni santificado ni estatuario ni mucho menos atrapado en las costumbres del remoto siglo XIX. Este Martí adolescente, escolar sencillo, muchacho común, tímido, casi prosaico, también aparece honrado por su inteligencia despierta, la aguda sensibilidad, el temperamento poético y el amor indoblegable a la libertad.
Debe decirse que el apogeo de las señales dirigidas a ganarse la empatía del público actual se perfila, en los dos últimos segmentos de los cuatro que conforman la película, cuando se desarrolla el conflicto principal del filme: la contradicción entre el iluminado, el adalid, el perseguidor de utopías estrelladas y los impostergables requerimientos domésticos de una familia numerosa y muy pobre. Y en tanto nos revela una versión plausible del Martí privado —porque del hombre público se sabe mucho más— José Martí, el ojo del canario comunica, ilustra y conmueve, además de entregarnos un retrato plausible de un ser humano libre, alguien que se impuso la tarea de luchar contra todo menoscabo que sufrieran la libertad y el derecho a pensar y a actuar sin hipocresía.
Los muy jóvenes y aptos Damián Rodríguez y Daniel Romero compartieron escenas con la reciedumbre casi operística de Broselianda Hernández y Rolando Brito, quienes encarnan a Leonor Pérez y Mariano Martí desde la absoluta solvencia de sus recursos histriónicos, y la emoción más interior que, evidentemente, les suscitó interpretar a un padre honrado pero autoritario, y a una madre amorosamente posesiva. Ambos se oponen a los propósitos patrióticos y emancipadores de su hijo, y apenas comprenden el afán de altura moral e intelectual que alienta al muchacho. De la contradicción entre los progenitores y el vástago saca la película sus mejores momentos dramáticos e histriónicos.
El rostro adolorido, elocuente del Martí de los grilletes y el presidio, acompañado por los acordes de La Bayamesa “rota”, como la llaman Fernando Pérez y Edesio Alejandro (quien se vio precisado a reconstruir los sonidos y silencios de toda una época), resultaba suficientemente emotiva como para solemnizar el epílogo de observaciones historicistas harto conocidas. Y todo ello me resulta doblemente abrumador cuando uno recuerda dos momentos extraordinariamente bien conseguidos y muy cercanos al final, dos fragmentos cercanos a lo magistral, cuando el padre y la madre, cada uno por su lado, visitan al joven confinado.
Aseguraba José Martí, en una carta escrita en 1881, que “cuando se tienen los ojos fijos en lo alto, ni zarzas ni guijarros distraen al viajador en su camino”. A la película habrá que reconocerle el mérito de poner los ojos en la altura sin desconocer, en ningún momento, los tamaños obstáculos que pudieron entorpecer el paso del héroe. Y desde este punto de vista, el filme parece cuajado de referencias visuales y simbólicas pletóricas de sentido. José Martí, el ojo del canario es profunda y conmovedora, triunfa sobre todo a la hora de mostrar la vida humilde y cotidiana, al igual que Suite Habana. Quiso ser cubanísima, y comprometida con el destino de la familia y la nación, como Madagascar y La vida es silbar. Atiende a las facetas más comprensibles, usuales y vulnerables de sus personajes, al igual que Clandestinos, Hello Hemingway y Madrigal. Es, en fin, otra espléndida película de Fernando Pérez, opus personalísimo y valioso que se consagra no solo a destacar las palpitaciones iniciales de su joven protagonista, sino la respiración emancipadora de todo un país, el sentido de libertad y soberanía que inflama el pensamiento y la acción de los cubanos en todos los tiempos.
(Tomado de la revista La Jiribilla, nro. 467)