Oppenheimer

Memorias de un destructor de mundos

Mar, 12/26/2023

El tipo de persona que más admiro sería aquella que se vuelve extraordinariamente buena para hacer muchas cosas, pero aún mantiene un semblante manchado de lágrimas.
Robert Oppenheimer

 

Bajo la madeja narrativa, pletórica de analepsis y prolepsis, que el director Christopher Nolan urde para contar su versión de la vida, la ética y las cuitas del científico estadounidense Robert Oppenheimer (1904-1967), reconocido popularmente como “padre de la bomba atómica”, se distingue una fábula sobre la responsabilidad y la ética científica como territorio inseparable de la sociología, el humanismo y la moral.

El entusiasmo que muestra el protagonista del biopic —con trazas de thriller político al estilo de Costa-Gavras y Oliver Stone— Oppenheimer (2023), movido por el ego y el deseo puro de hacer un descubrimiento científico trascendente, recuerda la emoción moderna que impregna toda la literatura de Julio Verne, apasionado y popular promotor de la ciencia. Los efectos que sobre la vida del científico, posterior a los bombardeos de Hiroshima y Nagazaki en 1945, tuvieron las ondas expansivas de las explosiones, remite al gran antípoda del francés: Herbert George Wells.

Wells enfatizó y profundizó siempre en su literatura, y en su breve carrera como guionista de cine —La vida futura (Things to Come), William Cameron Menzies, 1936— en las dimensiones éticas y morales de los descubrimientos científicos, siempre advirtiendo en los empleos de estos con propósitos egoístas o destructivos.

Entre el entusiasmo ególatra e intelectual y el remordimiento apocalíptico zigzaguea el Oppenheimer interpretado por el irlandés Cillian Murphy, quien tras cinco colaboraciones previas con Nolan (Batman Begins, The Dark Knight, Inception, Dark Knight Rises y Dunkerke), en las que asumió notables papeles secundarios, consiguió en la sexta ocasión el rol protagónico. Asumió el personaje más complejo que Nolan se haya atrevido a concebir desde el insuperable Joker que encarnara Heat Ledger en su segundo abordaje fílmico del héroe de Gotham City.

Murphy es acompañado por una verdadera multitud de personajes, muchos asumidos por actores reconocidos, lo que confiere a la cinta cierta dimensión coral, al estilo de épicas bélicas del Hollywood más lozano, como El juicio de Núremberg (Judgement at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961), El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, 1962), Un puente lejano (A Bridge Too Far, Richard Attenborough, 1977), e incluso ecos posteriores como Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998) y La delgada línea roja (The Thin Red Line, Terrence Malick, 1998).

En medio de este catálogo del star system, unas en plena fama (Robert Downey Jr., Emily Blunt, Florence Pugh, Matt Damon), otras rescatadas dignamente del olvido (Josh Harnett), Cillian Murphy brota y se expande como una enredadera salpicada de flores envenenadas.

Contrario al espectáculo explosivo que Nolan se regala —su consabida desconfianza de los efectos visuales lo llevó a imitar la explosión de la primera bomba atómica con efectos prácticos diseñados y operados por expertos en pirotecnia—, Oppenheimer es un individuo que no cesa de implosionar. Su figura revela una fragilidad sacudida constantemente por sucesivos estallidos internos que lo van modificando en cada plano, hasta convertirlo en un cuasi espectro.

Murphy consigue dotar a su personaje de una levedad gestual que le resta más peso aún a su adelgazada figura. Su cuerpo apenas altera el espacio, casi permite imaginarlo como una figura construida con CGI, y luego insertada en los distintos platós. Su Oppenheimer está todo el tiempo al borde del colapso, a punto de disolverse en el aire, y volar junto a los átomos que descompone la bomba nuclear engendrada y parida en Los Álamos.

Una de las imágenes más bellas y terribles que se emplean en la película es la posibilidad de que el estallido de prueba provoque el incendio de la atmósfera y destruya de un tirón toda la vida en la Tierra. Oppenheimer igualmente parece un cielo en llamas, algo quizás solo comprensible por una mente poética o capaz de sumirse en las más profundas abstracciones como la de un físico teórico. Pero en el mundo cuántico, poesía y ciencia se mixturan en una gran e infinita posibilidad.

No es casual que el científico fuera un ávido lector de literatura, conocedor de Proust, John Donne, Keats, con pleno dominio del griego, el latín y el sánscrito; idioma que aprendió para leer el texto original del Bhagavat Gita, poema del cual tomó su famosa cita: “Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos”. La bomba fue el gran epitafio de la humanidad que Oppenheimer escribió sobre la faz del mundo con versos más llameantes que mil soles.

(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 217)