NOTICIA
Miembro de la Cinemateca de Cuba, una obsesión
Mientras realizaba mis estudios de Arquitectura en los años sesenta aparecieron mis primeras obsesiones: escribir poesía, hacer un proyecto en Cuba como la Casa de las Cascadas de Frank Lloyd Wright, ganarme el amor de una estudiante de mi aula, conocer a los integrantes que dirigían la polémica revista El Caimán Barbudo… y un día pertenecer al selecto grupo de miembros de la Cinemateca de Cuba, de la que tanto oía hablar en la Universidad.
Entonces ya muchos habían visto La carreta fantasma, los documentales de Flaherty, El gabinete del Dr. Caligari, las comedias de Mac Sennet y Buster Keaton, pero yo seguía sin poder opinar. Lo primero era tener el carné de miembro de la Cinemateca, esa sala inmensa de El Vedado donde yo veía entrar con frecuencia a Titón, Oscar Valdés, Bernabé Hernández, Sara Gómez, pues vivía cerca de ella: luego platicar, dialogar.
Me frenaba en aquel tiempo aquello de llenar una planilla de solicitud de admisión siendo apenas un estudiante. Pero lo hice con demasiada humildad, algo de temor, y escribí en ella los filmes que me habían entusiasmado, mis directores favoritos de cine y otras cosas que no recuerdo. Por último, esperar una entrevista inquietante con Héctor García Mesa, su director (¿por qué, para qué?), que más tarde supe apreciar. Y luego otro tiempo más para conocer los resultados.
Pasaron, creo, semanas infinitas, meses inenarrables hasta la llegada del sobre con una nota de aceptación a mi nombre en la Escuela de Arquitectura. Se la enseñé a muchos corriendo por aulas y pasillos hasta llegar a los pocos alumnos del último curso, siempre jactados de su membresía.
Cuando me entregaron aquel carnet azul y blanco, firmado y con número, conservado hasta hoy como tesoro de los años 60, invité a dos amigos a almorzar en El Polinesio del Hotel Habana Libre para festejarlo. Escucharon mi historia con cierta envidia y asombro, pues alguna vez soñaron ellos lo mismo: me consideré un adelantado, un hombre de éxito, elegido por ciertos dioses para recrearme con Dziga Vertov, Fritz Lang, Jean Renoir, Howard Hawks, Satyajit Ray, Jean Vigo, De Sica, Von Stroheim, en silencio total, culto, a unos metros del ruido y fandango de la calle 23, entonces el máximo esplendor urbano de La Habana.
Me creí honrado, virtuoso, protegido contra la mediocridad, y sobre todo parte de una religión, de una familia elegida por mí y que ya nadie me podría arrebatar por muy tormentosos que fuesen los tiempos. Hasta el día de hoy.