¡No filmar! if the movie gets trippy

Sáb, 04/09/2016

Algunos pensarán por el título en el género trip hop surgido en los noventa en Bristol, Inglaterra, con bandas como Massive Attack o Portishead, que tanto influirían en la historia de la música posterior. Sin embargo, esta analogía es solo el punto de partida, principalmente etimológico, de ideas referidas a la creación, y en específico al viaje (trip) saboteado y estrictamente monitoreado, que sufre esta actividad en un mundo de control; pero circunscrito a las peculiaridades del fenómeno cinematográfico en la isla. ¿Cómo se hace cine en Cuba? ¿Cómo lo haremos?

El trip hop es por sobre todas las cosas: lento; y a ese downtempo que le es característico se le suma el indiscriminado uso de bajos prominentes. Las frecuencias bajas de la música llegaban a niveles tales que no podían más que evocar un sentimiento de libertad y alegría, que hacía por un segundo olvidar al sujeto oprimido su propia existencia en el mundo. Muchas veces se describió esta experiencia paralizante como un “viaje” hacia la historia (cultural), hacia la comunión con uno mismo, más allá de todo centro de poder o institución.

Llego ahora a un tercer elemento tradicionalmente visto como muy marginal. Un fenómeno sencillo y descaradamente manipulado, que parece ponerse en los mismos límites de la cultura, o lo que es lo mismo, en los límites de lo social: me refiero al consumo de drogas.

Trippy (definición al vuelo), del inglés trip, viaje. Dícese del estado de placer o alucinación que se produce o es inducido en un sujeto por el consumo de drogas. Un bad trip es además un término bien conocido en la jerga común para designar la mala experiencia que puede embargar a un consumidor de drogas durante el proceso de estupefacción. En dependencia de la predisposición anímica, el sujeto puede sentirse aislado y llegar a cuestionar su identidad, lo cual en situaciones críticas puede provocar el suicidio o la muerte, arruinando la experiencia psicodélica.

Praxis trippy

Mi teoría, al punto de forzar la analogía, es que el cine cubano ha estado durante toda su historia, con escasas salvedades y lógicos momentos de esplendor, afrontando un bad trip en el sentido explicado: ha viajado esclerótico, embriagado consigo mismo y con su historia. En su peregrinaje se ha visto largamente afectado por procesos de precariedad, paternalismo y servilismo ideológico; ha padecido de ataxia tanto coyuntural como institucional, razones que le han impedido desarrollarse como lenguaje autónomo; y lo que termina por llamarse cine cubano, como es conocido en Cuba y el exterior deviene subconjunto del cine latinoamericano, con un nivel drásticamente más bajo. Un cine social, en el sentido que quiere ser más la realidad de lo que es cine. Pienso en el desfasaje que implica ahora la ideo-estética de un, en su momento útil, Nuevo Cine Latinoamericano.

Pero eso no es lo peor. El emergente y poco asistido cine independiente está heredando ciertas mañas (narrativas, temáticas, de producción). Hay una voluntad infundada de escribir historias frontalmente disidentes, reveladoras de diferencias clasistas a duras penas resueltas o deliberadamente representativas de minorías. Los ejemplos vienen a la mente: estudiantes al margen, subalternidad victimada, puerilismo moralizante, conflictos de pareja generados por problemas pecuniarios, desmitificación temerosa de la historia. Y es que se extraña la sutileza que implica estetizar la catarsis social de personajes “sin voz” o la reflexión artístico-discursiva que pueden provocar temas como el matrimonio, la democracia, la heteronormatividad o el control político-social.

Pongo algunos ejemplos de filmes recientes de la cinematografía mundial que sí han puesto en crisis los conceptos modernos de: a) identidad sexual, institución matrimonial o familiar, y lealtad conyugal, en El séptimo continente (Michael Haneke, 1989), Breath (Kim Ki Duk, 2004), Visitor Q (Takashi Miike, 2001), Copia Conforme (Abbas Kiarostami, 2010) o Stray Dogs (Tsai Ming Liang, 2012). Y otros que han ahondado en: b) el proceso metaficcional que implica el cine para redescubrir o desmitificar el estatuto de identidad en tanto encarnación del sujeto de un rol social (nostálgico) ajeno a la consciente (ahistórica) construcción del sujeto individual, y por otro lado, filmes poseedores de indagaciones filosóficas acerca del lenguaje del cine en sí mismo, y su potencial nivel desdiferenciador respecto al registro o construcción demiúrgica de la realidad. Es el caso de Holy Motors (Leos Carax, 2012), Mulholland Drive (David Lynch, 2001), Waking Life (Richard Linklater, 2001), El Congreso (Ari Folman, 2014) o The Lobster (Giorgios Lanthimos, 2015).

Es el documental cubano, sin embargo, el género que por excelencia ha logrado producir revelaciones estéticas que patentizan cohesión y soberbia lúdica sin empujar los límites de la frontalidad. Allí se han develado micro historias (o micro narraciones de la historia) que, al no formar parte de los sistemas de representación oficial, hiperbolizan su valor sociológico y cultural, otorgan voz a los sujetos que han sido negados sistemáticamente por antólogos oficialistas del gran relato. En la última década también el animado independiente se ha librado del didactismo banal y logra penetrar una zona íntima de la psicología infantil y adolescente popular que, desde la ironía ideológica o la subversión de sus (anteriores) políticas, comienza a desplazarse hacia receptores adultos.

Estoy hablando aquí del conjunto del cine cubano –principalmente de ficción– y de la cara que muestra al mundo su deliberada institucionalización, del poco respiro que existe para el espectador avisado entre mala y mediocre obra de arte. Es mucho lo que hay que esperar para que una película logre ser estética o dramáticamente pasable; la coherencia estructural es aquí un mito. A veces lo reprochable es el deliberado plagio formal y, no obstante, extrañamente diegético (se supone que tenemos historias que contar, pero lo que existe es en verdad un arraigo muy terco hacia realidades epidérmicas). Hay un subtexto demasiado obvio de referencias cinematográficas en un país donde la información es un lujo que pocos pueden, o un problema de élites o gremios. Kim Ki Duk, Lucrecia Martel, Lisandro Alonso, Carlos Reygadas o David Lynch, son, en el mejor de los casos, transparentados en la pantalla empujando el límite de la legibilidad, a veces “fusilados” sin piedad. Se ha preferido importar una estética autoral casi in vitro antes que articular influencias estéticas deducidas de la necesidad del relato o de producir discursos que revolucionen la construcción de la prejuiciada realidad social cubana. A resultas de un discurso cinematográfico (trans)nacional poseedor de vagas inquisiciones poéticas o filosóficas, construido de capas de significado por lo general perceptibles a niveles ridículamente intuibles y explícitos.

Así llegamos a uno de los vagones más difíciles de superar en el “viaje” que supone tomar el panel principal del tren de pensamientos. Lo que se encuentra como obstáculo en ese vagón del pensamiento sobre cine en Cuba es sin dudas uno de los mayores desafíos: la escritura de la historia, su puesta, su cohesión interna, la falta de imaginación que adolece su construcción. Pareciera que poco tiene que ofrecer una sociedad controvertida y antropológicamente desafiante: individuos al margen de la ideología cuyas vidas nos otorgan esperanza en la voluntad humana de la supervivencia; u otros, trastornados, que cometen despiadados actos justificados en la desilusión de su insanidad. Lo que nos devela un sujeto diaspórico y universal por su condición de interior-exterior en un sistema que lo contiene, pero al que no tiene ningún tipo de filiación política o ideológica, que pasa por alto al mismo Estado, al aferrarse únicamente a su día a día; situación que ha generado quizás un marcado inmovilismo social.

Es cierto que el discurso oficial nos impone autocensura, y así ha condicionado sobremanera el discurso indirecto característico del cubano. Los contenidos que se omiten en la palestra pública por las vías clásicas de control deben tener una comunión con el ser en el transgresor e íntimo espacio de las artes, hacia allí han de transferirse en un sentido casi litúrgico. En esta cuestión radica la grandeza de clásicos indiscutibles de la cinematografía regional como Memorias del subdesarrollo o Fresa y Chocolate: el encuentro de esa escisión, la delgada línea que separa la crítica tosca del verdadero y cuestionable arte (aunque la última me parezca un éxito socio-circunstancial en período de crisis). El secreto detrás de ambas: la existencia de un precedente literario de calidad mundial y la coherencia de la puesta, de la rescritura cinematográfica, la apropiación del discurso en el plano de la sensibilidad, pero también de la inteligencia, de la identificación histórica y generacional. Lo que hace pensar también en una crisis de formación de muchos realizadores, cosa que subyace a las claras en esta problemática, y que ha sido heredada de un ostensible caos educacional que embarga a la isla.

En el cine cubano actual, y principalmente en el institucional (léase icaic), se ha preferido poner las preocupaciones diegéticas al nivel de lo económico y de la “representación” de la diferencia que la dispar sociedad cubana sufre en muchos campos; no obstante poniendo la denuncia en boca de parias, minorías o sujetos excluidos del discurso de la “corrección política” antes que articularla en discursos de movimiento teóricamente organizados y repartidos en las diferentes capas sociales.

Sin embargo, así se ha llegado, por cierto, a un desentendimiento lamentable de la situación global del artista en Cuba, que suele jerarquizar la denuncia limitándola a los sistemas de representación usados por el oficialismo. Para escapar de la asfixiante y preterida “representación”, el arte debe fugarse del tan gustado y canceroso realismo, el generoso ánimo de correspondencia entre forma y contenido tan deseable por instituciones superiores. Pero aun posibles soluciones como el construccionismo, la hibridación de géneros, la desmitificación, la revisión lúdica o el perspectivismo, son en Cuba un hecho aislado (que se despeja en ciertas afluentes propuestas alternativas) o superficialmente explorado. La gran mayoría de situaciones y épocas son tratadas con un trasfondo tan deliberadamente realista, parco, e incluso con cierta marcialidad, que poco tiene que ofrecer al cubano “desbordado” de realidad en su acontecer diario. Tan es así que los contingentes ejemplos de ir en contra de la tendencia del cine cubano se convierten a veces en puntos ciegos para posteriores referencias.

El esfuerzo casi solitario de la Muestra Joven representa un lugar de defensa. La visualización de las obras es fundamental, urge un sistema eficiente de exhibición y remuneración. La preparación para la inminente industria del cine que comenzará a fomentarse en Cuba con los aires de cambio es nula y nace tronchada. Hay que comenzar a capacitar jóvenes en cuestiones de mercado y economía de la producción cinematográfica, porque ese es ahora el rumbo que toma el país. Las decisiones o respuestas atendibles sobre una Ley de Cine difícil de disponer y aplicar siguen trasnochando tanto a creadores como a decisores, pero el daño aquí recae solo sobre la desfasada y prácticamente inexistente industria cinematográfica cubana; y es la cultura la que sufre ulteriormente.

Bajón

La Muestra debe por tanto multiplicarse, los creadores tienen que impulsar nuevos sistemas de asociación, más espacios laterales deben visualizar las obras. Los crowfundings y otras maneras de costear producciones facilitadas por los nuevos medios dan la posibilidad de cooperación y transformación democrática en tiempo real del proyecto y sus contenidos a nivel global, modifican considerablemente el concepto de autor, presupuesto y de equipo de producción tradicional. En el actual estadio de la sociedad mundial es común el cinismo respecto a la construcción de los procesos históricos modernos, pues la lógica de la cultura discursa sobre ella misma reduciendo los ciclos, condenando comportamientos humanos pasados como absurdos. Aquí la memoria histórica se comienza a diluir en el ser, perderá la solemnidad del pasado, al que el estatuto de artista pertenecerá pronto, condenado a la naturalización o diluencia en la sociedad. Así no podemos hacer más que simplificar, ayudar a producir contenidos sinceros, confiar en el concepto kantiano del tiempo como “forma pura de la intuición sensible”, ser parte activa del viaje. (Pienso ahora en Trisha Brown).

Tomado: Bisiesto 4.