NOTICIA
Nuestras vidas pasaron por la sala oscura
El desarrollo de la ciudad moderna fue brutal, con su secuela de tugurios, de violencia, de poblaciones desarraigadas, cercenadas de pasado y de porvenir. Se produjo un cambio profundo en la vida de la sociedad, en las costumbres, en la modalidad de las relaciones interpersonales. La ciudad se convirtió en espectáculo, como lo advirtió tempranamente Baudelaire al contemplar, desde las terrazas de los cafés, el desfile de los coches por los bulevares. En un juego de espejos los tomadores de ajenjo acomodados ante sus mesas improvisaban una inconsciente representación escénica para los paseantes ociosos que los observaban desde la calle. Dickens se identificó con la tragedia de la infancia devorada por la urbe. Balzac registró la implacable lucha por el poder del dinero. Otros, nostálgicos, evocaron el paraíso perdido de una idílica atmósfera rural. Para los cubanos, Cecilia Valdés configuró una visión de La Habana rígidamente dividida en estamentos con trastienda a sórdidas complicidades y una realidad de opresión esclava y racismo institucionalizado. El sagaz Ramón Meza percibió, en la mirada del emigrante ambicioso, la ciudad como espectáculo y campo de batalla.
El siglo XX recibió el legado de la acumulación de cambios importantes: el telégrafo, el teléfono, la electricidad, el automóvil. Se instauraba otro ritmo. Era el preludio de la comunicación contemporánea y el influjo de la cultura de masas. Noveleros siempre, como corresponde a una ciudad portuaria, los habaneros se apropiaron desde el primer momento de la gran ilusión de las imágenes proyectadas en una pantalla. Muchos escritores nacidos con el siglo han dejado buena nota de la fascinación producida por el novedoso y deslumbrante espectáculo. Para algunos era tan sólo un fenómeno de feria, pero los más lúcidos comprendieron que estaba naciendo un arte nuevo, con imprevisibles repercusiones en el mundo de la cultura. Poco a poco se fue tomando en serio. Cuenta hoy con inmensa bibliografía técnica e historiográfica. Surgió la secta de los cinéfilos, frecuentadores de cinematecas, devotos de El gabinete del doctor Caligari, de El acorazado Potemkin y El perro andaluz. Se construyó el star system y se rindió culto a la misteriosa Greta Garbo. Para las grandes mayorías, el cine se integraba a la rutina dominical. Pocos han reparado en los aspectos arquitectónicos y urbanísticos. En efecto, en la medida en que el cine sentó plaza en el mundo con personalidad bien definida, se fue desprendiendo de los ámbitos que lo acogieron provisionalmente: casas y teatros adaptados. Al entrar a la sala oscura, los espectadores requerían condiciones de visibilidad en instalaciones con demandas técnicas específicas. Las fachadas se integraban a la trama urbana en diálogo con los estilos dominantes de cada época, aunque tuvieron que romper la uniformidad del conjunto para llamar la atención, con sus carteleras, al paseante casual. En la etapa de mayor expansión, llegaron a colocarse en la vanguardia en el plano del diseño.
Entramos, entonces, en la urdimbre de los vínculos esenciales entre urbe, sociedad, cultura y memoria personal. Además de la información que ofrece, la lectura de este libro me ha transportado a las múltiples resonancias de una Habana entrañable, la de mi infancia y juventud. Por unos centavos, me indigestaba de cine en el Majestic y el Verdún. Olvidada de todo, podía ver dos largometrajes de ficción, un noticiario y dibujos animados. Todavía deslumbrada, al salir a la calle, el entorno familiar me parecía diferente. En el Encanto, la atracción del límpido cielo estrellado me hacía romper por instantes con el poderoso imán de la pantalla. Por otra parte, en el barrio, la sala oscura amparaba los noviazgos clandestinos.
En mi primera juventud, ingresé la secta de los cinéfilos. Rendíamos pleitesía al universo de lo sagrado. Salíamos en grupo. Más que las estrellas, nos interesaban los directores, la construcción del relato, el diseño visual y sonoro, el intercambio productivo con otras zonas de la creación estética.
A la vuelta de los cuarenta y cincuenta del pasado siglo, la televisión, bien recibida en el primer momento, no menguó la presencia del cine en la vida de la ciudad. Las fórmulas comerciales se habían impuesto con la visualidad de los anuncios de gran tamaño centrados en las estrellas, ocasionalmente dotadas de sugerencias algo sicalípticas, por emplear un término frecuente entonces, olvidado hoy. A contracorriente, los cinéfilos procuraban espacios alternativos, en condiciones técnicas algo desfavorables, pero suficientes para el ejercicio del culto. Sin saberlo, los futuros cineastas iniciaban su aprendizaje y buscaban con fervor en la librería belga de la calle O´Reilly las revistas recién llegadas de Francia, sobre todo Cahiers du Cinema, plataforma programática de la inminente “nueva ola”. En la frontera entre lo comercial y lo más elitista se situaban las proyecciones mensuales en el anfiteatro del edificio Varona de la Universidad de La Habana. Allí se congregaba todo el mundo cultural de la ciudad, los mismos que asistían a los estrenos teatrales y a los vernissages de exposiciones. El repertorio incluía algún clásico soviético, a los directores franceses que adquirieron nombradía en la etapa de entreguerras, al neorrealismo italiano, así como algunos filmes mexicanos y brasileños. José Manuel Valdés Rodríguez dirigía el Departamento de Cine de la Universidad y ofrecía cursos sobre el tema en la Escuela de Verano por donde pasó una generación de intelectuales, portadores de nuevas ideas que los convertirían en sus detractores.
El cine pudo resistir el embate de la televisión porque se había integrado a un modo de vivir urbano. La alta sociedad concurría a los circuitos de estreno, particularmente al América en sus días de esplendor. Poco importaba el interés del filme. Era una actividad dominguera combinada con un rato en el club y una cena en un restaurante chic. En los barrios, también caracterizaba el asueto dominical, una salida vespertina que rompía la rutina de la semana. Para los jóvenes, constituía sitio de encuentro grupal y oscuridad cómplice.
Mediado el siglo, un conjunto de factores modificaba el rostro de la ciudad. Se mantenía incólume la tradición de los habaneros de pura cepa, vivieran en el Vedado, la Víbora o Marianao, de “ir a La Habana”, vale decir, a las tiendas ubicadas en la zona de Galiano y San Rafael. Era el centro comercial. Algunos alcanzaban a comprar en el Encanto o en Fin de Siglo. Más modestos, otros entraban en La Época. Para la gran mayoría se trataba, sobre todo, de contemplar las vitrinas fastuosas que inauguraban el verano y las Navidades. La ciudad era el gran espectáculo que se ofrecía gratuitamente a todos. Alimentaba sueños, aspiraciones, modelos de vida y podía dejar cierto sabor amargo. En los alrededores de Monte, podían encontrar negocios de segunda clase. Con un retazo de tela adquirido en Muralla, imitarían las líneas de la moda observadas en el territorio de la opulencia. Las damas de familia acomodadas administraban el ocio entre tiendas, el beauty parlor, un almuerzo ligero y un descanso digestivo en el aire acondicionado del Rex o del Duplex. En las noches, las calles se vaciaban y cesaba el bullicio.
Sin embargo, el centro comenzaba a desplazarse. En La Rampa, se instalaban bancos, agencias de viajes y automóviles, oficinas de negocios, a la vez que la vida nocturna se animaba en hoteles, cabarés y teatros de bolsillo. Más refinada y discreta, la boutique sustituía a la gran tienda por departamentos. En pequeños recintos, se ofrecían discos, perfumes, porcelana danesa, camisas de sport de marcas famosas.
En correspondencia con la refuncionalización de ese entorno urbano, dos cines marcaron pautas en el diseño arquitectónico. Radiocentro se articulaba al colindante emporio mediático y publicitario de la radio y la televisión. En lo más alto de la pendiente que conduce al mar, se levantaba en la esquina de 23 y L. Al final de la década, en la acera opuesta se erigía el Hotel Havana Hilton ―hoy Habana Libre― y, después, del triunfo de la Revolución, derruido ya el hospital Reina Mercedes, la heladería Coppelia completaría el conjunto volcado hacia la recreación. El cine La Rampa establecía un acceso fluido entre la calle, el vestíbulo y la cómoda pendiente que llevaba a la sala oscura, con espacio para galería de arte y, a mitad de camino, un estanquillo con diversidad de revistas nacionales y extranjeras.
En la arquitectura, el Movimiento Moderno cubano había alcanzado un lato grado de desarrollo. La visualidad de la urbe se transformaba. Vista desde el mar o desde el aire, mostraba nuevas señales de identidad, con el Seguro Médico y el Focsa. La práctica profesional concretaba la antigua aspiración integradora de las artes en un enriquecedor diálogo creativo, que modelaba interiores y se volcaba hacia la calle, como el monumental mural de Amelia Peláez en el Hilton.
Este libro es resultado de una minuciosa investigación histórica, técnica y artística. Transita por el largo proceso mediante el cual el cine se desprende de su antecedente teatral para adquirir identidad propia, según los requerimientos de los espectadores, los equipos exigidos para la proyección y su función animadora de la trama urbana. No se limita, sin embargo, a los elementos descriptivos. Su trasfondo conceptual merece la mayor atención por parte de urbanistas, planificadores y especialistas en temas culturales.
Las autoras contribuyen a hacer perceptibles algunos rasgos característicos de nuestra modernidad. En plena expansión, la ciudad se convierte en espectáculo y en el fenómeno cultural que dialoga con sus habitantes y con todas las manifestaciones de las artes, del trabajo, del tiempo de ocio y de las costumbres. Es el pulso de la vida en movimiento, incluidos los cambios epocales. Aparejado a similar proyecto, la gran parábola constitutiva del desarrollo y primeros síntomas de la caída del cine, víctima de la televisión y de las nuevas tecnologías, lo sitúan como el gran espectáculo masivo en el centro de la urbe espectacular. Este fenómeno, de alcance planetario, tuvo especificidades en el caso de La Habana. La Revolución Cubana congeló a especulación financiera en torno al valor del suelo. Detuvo con ello la ya inminente destrucción de los edificios tradicionales. En ese contexto apareció, algo tardía, la industria nacional del cine, eje animador de la renovación musical y de una visualidad contemporánea que traspasó los círculos elitistas. Reconocido internacionalmente, el cartel cubano invadió las calles y modeló el espacio privado de los más jóvenes. Los festivales de cine latinoamericano fueron la gran fiesta popular del último mes cada año.
La rutina induce a andar a tientas por la ciudad, prescindiendo de los tesoros que ofrece. Descubrirla desde diversos ángulos es fuente de disfrute y enriquecimiento espiritual. Este libro nos convida a hacerlo.
(Prólogo al libro Los cines de La Habana, Ediciones Boloña, 2018)