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Nunca juzgues un libro por su película
Literatura y cine han marchado unidos desde los mismos inicios del cine, a través de las versiones fílmicas de obras literarias con las cuales, en los primeros tiempos del cinematógrafo, se intentaba dar categoría y realce a un espectáculo salido de las ferias, o a partir de la colaboración de escritores devenidos guionistas, práctica que continúa hasta nuestros días. Puede afirmarse, en términos generales, que esta ha sido una relación difícil, no exenta de conflictos, a través de los tiempos.
Existe una tradición, muy difundida, según la cual las adaptaciones al cine de obras literarias son siempre inferiores a los originales, tesis formulada por teóricos de principios del siglo XX, quienes consideraban al cine un arte menor. Este argumento era reforzado por el hecho real de la propia incapacidad del cine para narrar cada pasaje de una novela, máxime si es extensa, y de la habitual contradicción que surge entre la idea que se hizo el lector de los personajes y de cómo son presentados en las versiones fílmicas.
El novelista español Antonio Muñoz Molina, autor de Plenilunio, disiente de la idea que minimiza al cine ante los textos que los originan, y afirma, razonablemente: “Yo siempre aduzco ejemplos, mucho más numerosos, de buenas películas basadas en novelas mediocres o directamente lamentables”. Y agrega: “Los malos libros que dieron lugar a buenas películas yacen con toda justicia en el olvido”.
Nadie recuerda las novelas que, por ejemplo, dieron origen a obras maestras del cine como La diligencia o Vértigo.
Entonces, ¿en qué consiste una buena adaptación literaria? No lo son, de modo alguno, aquellas películas soviéticas en las que de manera sumisa y contemplativa se transcribían los puntos y comas de obras de Tolstoi o Shakespeare. Tras aquella aparente corrección desaparecía la personalidad de sus realizadores. Y es que uno de los peores enemigos del arte cinematográfico es el didactismo. El otro es el comercialismo que, aplicado a este tema, ofrece numerosos ejemplos de lamentables versiones fílmicas de textos famosos que ofrecen para los futuros espectadores, como gancho de taquilla, el atractivo de un argumento interesante y conocido: Helena de Troya (1956), de Robert Wise, o la posterior Troya (2004), de Wolfgang Petersen, son ejemplos representativos de la mala utilización de los textos de Homero.
Sobre este asunto hay muchos matices a tener en cuenta. Uno de ellos es el hecho de que la literatura y el cine se han prestado mutuamente elementos narrativos, y desde hace varias décadas se han publicado novelas en cuya textura se advierte la influencia del lenguaje cinematográfico y parecen escritas pensándose en su adaptación al cine, como es el caso del austero y directo estilo narrativo de Carson McCullers en Reflejos en un ojo dorado, o de Horace McCoy en ¿Acaso no matan a los caballos?, que diera lugar a Baile de ilusiones.
Nada más saludable para el cine, a mi parecer, que los guiones originales, es decir, aquellos concebidos para la pantalla, pero si de adaptaciones literarias se trata, hay que conceder un margen de autonomía creadora a los realizadores, quienes en los mejores casos respetan el espíritu del original y a la vez reinterpretan y aportan su versión propia de los textos, y pasándolas por los filtros de su sensibilidad.
El lema de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos (una de las mayores del mundo), “Nunca juzgues un libro por su película”, es ingenioso, defiende los textos originales y propone, justamente, evitar cualquier comparación entre ambas manifestaciones artísticas. Por los motivos antes formulados, parece correcto añadir la expresión contraria: “Nunca juzgues una película por su libro”.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, no. 175)