Colina

“¡Qué tal, Colina!... Perdón, Galiano”

Jue, 10/29/2020

Incontables han sido las veces que a lo largo de casi 40 años he sido saludado en la calle con la frase que titula este artículo. Con la mejor de mis sonrisas he aceptado la rectificación cuando la persona se ha dado cuenta de su error, porque cuando no ha sido así, he preferido continuar nuestro fugaz intercambio como si yo fuera, efectivamente, Colina.

El origen de esta equivocación va más allá de esa natural confusión que puede ocurrir entre nombres de dominio público (cuando murió Eduardo Galeano, un despistado amigo de mi hijo lo llamó para darle el pésame, salvando la inconmensurable distancia, aclaro). La razón está en que desde hace muchos años, cuando los programas de cine en televisión no habían proliferado hasta el punto actual en que son más numerosos e iguales que los noticiosos, dramáticos, humorísticos, deportivos, etc., el nombre de Enrique Colina era sinónimo de comentario de cine en televisión con su seguido espacio24 x segundo. Con el ilustre antecedente de Mario Rodríguez Alemán, pero con una perspectiva totalmente diferente y renovadora en el análisis de un filme, todos los que seguimos posteriormente ese camino somos sus deudores.

Mi primera aparición en la televisión no fue en Historia del cine, sino en 24 x segundo. Trabajaba entonces como asistente de Colina, entre otras ocupaciones como especialista en formación, en esa escuela que fue el Centro de Información Cinematográfica del ICAIC, en el sexto piso del edificio que ocupa esta institución. Allí nos encontrábamos a diario, unos con buró y máquina de escribir y otros sin ellos, Enrique Colina, José Antonio González, Marisol Trujillo, Rebeca Chávez, Gerardo Chijona, Daniel Díaz Torres y Fernando Pérez, entre otros muchos que vendrían después, Romualdo Santos, Luis Rogelio Nogueras, Eliseo Alberto Diego, Alex Fleites, Rafael Acosta de Arriba.

Colina tenía una pequeña oficina con una minimoviola y muchos rollos de película colocados a su alrededor, un par de asientos, una mesa y, pegado en la pared, un chiste gráfico que, dibujado en un papel, le había dedicado Juan Padrón: sentado en la clásica silla plegable que dice DIRECTOR, un hombre refleja en su rostro toda la indecisión e inhibición del mundo. A su lado, dos miembros del staff comentan entre sí: “No se decide a filmar. Antes fue crítico de cine”. Allí se preparaba 24 x segundo.

Por “preparar” quiero decir trabajar de verdad, ver películas, marcar fragmentos, discutir, reflexionar, hacer un guion, cargar rollos para enviarlos al ICRT, y dejar todo listo para hacer un programa semanal inicialmente en vivo, luego grabado.

Entre los primeros, recuerdo especialmente el que se hizo con el actor japonés Shintaro Katsu, intérprete del popular espadachín ciego Zatoichi, en ocasión de su visita a Cuba. En plena entrevista, y sin previo aviso, Colina le pidió que hiciera una demostración de ese arte marcial con la espada que tanto asombro causaba entre los espectadores de sus películas, y ni corto ni perezoso Katsu se transformó en Zatoichi y ejecutó elaboradas coreografías frente a las cámaras. En cuestión de segundos el estudio se movilizó: coordinador, camarógrafos, luminotécnicos…, y todo salió bien. Sí, aquello era televisión.

La culminación de aquel proceso de aprendizaje fue el encargo de hacer yo solo un programa 24 x segundo. Como diría el inolvidable personaje de Marcos Mundstock, de Les Luthiers, no podría reconstruir la memoria exacta de aquel programa, porque la memoria es precisamente lo que he perdido, pero sí recuerdo que estuvo dedicado a una película musical francesa con Leslie Caron de estreno en los cines. Investigación profusa, citas de clásicos del género, precisa selección de secuencias de la película, todo para estar en mi ópera prima a la altura de Colina, quien años más tarde me devolvería el favor haciendo un programa Historia del cine con la película Drácula, de Terence Fisher, en el que literalmente trituró lo que por entonces comenzaba a perfilarse como un estilo propio en la conducción de este espacio, luego de haberme sido encomendado por su fundador, José Antonio González.

Enrique Colina fue el más “godardiano” de nuestros comentaristas de cine, y ello, además de constituir el sello distintivo de su legado en el terreno de la crítica, le ganó incluso detractores. Con excepción de Julio García-Espinosa, no conocí a nadie más empeñado en desmistificar al cine sin dejar de amarlo, aunque algunos pensaran que en realidad “a Colina no le gusta el cine”.

Revelar sus artimañas, diseccionar su lenguaje, desmontar sus mecanismos de identificación y distanciamiento, en una palabra, romper la “magia” que nos convierte en ciervos dóciles de lo que vemos en la pantalla era la guía rectora de su trabajo, aunque para ese objetivo no le quedara más remedio que contar el final de la película. Todo ello respaldado por una comunicación con el público didáctica y analítica, pero al mismo tiempo, diáfana, coloquial, autóctona, salpicada del humor y la ironía tan presentes en sus comentarios. Fue también el más campechano entre los que hablamos de cine por televisión.

Mientras Colina se empeñaba en la deconstrucción lingüística, José Antonio González priorizaba la edificación ideológica del cine como arte. Dupla gloriosa: más que dos estilos, eran dos líneas de pensamiento que se interconectaban y que, junto con los textos críticos y ensayísticos que comenzaron a ser publicados en la revista Cine Cubano, marcaron lo que me atrevo a calificar, sin ignorar los notables valores individuales que la precedieron, como la más revolucionaria etapa en el desarrollo de la crítica cinematográfica en nuestro país, impulsada desde el ICAIC por una nueva concepción del público espectador en tanto sujeto activo y cuestionador.

En cuanto a la relación personal entre los dos, siempre la equiparé a lo que en el cine francés ha sido una supuesta fraterna rivalidad entre Alain Delon y Jean-Paul Belmondo. Personalidades distintas, pero ambos, estrellas.

Curiosamente, no recuerdo que nadie haya confundido nunca mi nombre con el de José Antonio, a pesar de haber mantenido en el aire por espacio ya de 47 años el programa que él creó, lo cual me honra. Siempre, cuando alguien me identifica y no recuerda mi nombre, me dice Colina. Prometo solemnemente que seguiré respondiendo con la mejor de mis sonrisas, ahora más que nunca, a estos saludos extraviados pero emotivamente sinceros, como siempre los da la gente de a pie. Pueden prescindir de la disculpa; seguir siendo Colina será mi modesto aporte, ante la dolorosa pérdida de su presencia física, a mantenerlo vivo entre nosotros. Y para despedirme a tono con la lengua y cultura francesas que tan bien él conoció, lo ratifico: Je suis Colina.