Transgresiones reguetoneras y cotidianas

Transgresiones reguetoneras y cotidianas

Jue, 06/15/2017

Según declaró en algún momento Fernando Pérez, su nueva película, Últimos días en La Habana, “trata de ser un filme sobre la amistad, sobre el derecho de cada individuo a expresarse a su manera: un filme sobre la diversidad. No traté de hacer una película demasiado conceptual, sino que fuera un pedazo de vida. Hay una guaracha cubana que termina con el contagioso estribillo: Pa’que haya mundo y humanidá, tiene que haber de tó... La película aspira a expresarse con el ritmo contagioso de esa guaracha”.

Por similares razones a las anteriores, y también debido a los aires de humor negro, doble sentido chocarrero, costumbrismo y parodia, durante algún tiempo la obra mantuvo el subtítulo de Chupa Pirulí, en alusión a un reguetón de moda. Finalmente se eliminó tal alusión, por excesivamente local, y como a la producción se le abrieron rápidamente las puertas de la exhibición en numerosos países, supongo que resultó imposible encontrar equivalentes en otros idiomas al doble sentido que sería captado solo por los cubanos, tanto en los ruidos “musicales” y groserías que circundan a Miguel cada vez que sale a la calle, como en las constantes alusiones sexuales de Diego, que se aferra a la libido en tanto último resquicio confirmador de que sigue vivo.

Porque la trama evoluciona a partir de las actitudes contrastantes entre los dos protagonistas, dos amigos, Miguel y Diego, interpretados, respectivamente, desde la mayor sinceridad y profesionalidad posibles, por Patricio Wood y Jorge Martínez, dueto al que se integran con brío intérpretes noveles y consagrados (Gabriela Ramos, Yailene Sierra, Ana Gloria Buduén). Miguel y Diego comparten sus últimos días en un angosto y medio destartalado cuarto de Centro Habana. El primero espera un visado para partir a Estados Unidos, mientras cuida a Diego que solo sueña con vivir, a pesar de estar confinado en una cama, desahuciado.

Y como Fernando Pérez es uno de nuestros cineastas más consecuentes y honestos, vuelve a lidiar aquí con algunos temas y territorios recurrentes en su filmografía: el sacrificio, el cuidador, la solidaridad, la angustia causada por la incomunicación, la juventud en busca de un espacio de realización, Centro Habana, Malecón, los solares o cuarterías… que también protagonizan, de algún modo, Madagascar, La vida es silbar, Suite Habana o La pared de las palabras.

Además de las afinidades, el autor que es Fernando Pérez decidió desmarcarse, casi por completo, de momentos simbólicos o esteticismos evidentes; pues la historia se expone con sencillez, linealmente, sin sobresaltos cronológicos, y en torno a muy pocos personajes. De modo que Fernando sería uno de los raros cineastas capaces de demostrar su aptitud tanto en un cine de vocación metafórica, como en este otro de aspiración más contingente, realista y narrativa.

Por el medio en que viven, y cierta capacidad para alimentar esperanzas incluso en circunstancias difíciles, Diego y Miguel pudieron ser personajes de Suite Habana. Sin embargo, brotaron de la imaginación del novel guionista Abel Rodríguez, y luego el director y coguionista le confirió a uno de ellos, mediante el cambio de los nombres, e incluso con la catarsis dramática del abrazo entre los dos, el matiz de cita a ese otro clásico del cine cubano que es Fresa y chocolate. Salvando distancias de todo tipo, habrá que reconocer en el relato de estos “últimos días” similar capacidad a las de Suite Habana o Fresa y chocolate para emocionar a buena parte del público y hacerlo reflexionar sobre la Cuba actual.

Y no es que sea necesario comparar esta reciente producción con dos clásicos indiscutibles, pero se trata de disfrutar la historia a partir de la comprensión de afinidades, propósitos, estrategias dramáticas y conceptuales. Porque tampoco estamos frente a una de las mejores películas de Fernando Pérez, ni mucho menos de una obra mayor o perfecta. Últimos días en La Habana le da necesaria continuidad, desde el ICAIC, a la filmografía de uno de nuestros más relevantes creadores, pero insiste hasta el exceso en cierto tipo de personajes, y así, Diego, la prima adolescente de Diego, P4, las dos vecinas que son como familia (una rubia y otra negra), el taxista veterano que escucha música clásica… evidencian una cierta cacofonía conductual en torno al reiterativo principio, tratado a fondo en Suite Habana, de la gente que vive sumida en la precariedad, pero sobreviven con una filosofía positiva.

Y no es que la nobleza, la generosidad y los infortunios de los cubanos carezcan de potencialidad dramática para alimentar la urdimbre de muchísimos filmes, pero es que la reiteración de situaciones trágicas, el asomo de similares anclas emotivas, la insistencia en ciertos comportamientos de los personajes (la adolescente problemática refracta similares conflictos en Hello, Hemingway y Madagascar) pudiera llegar a lesionar la nuevas obras de un cineasta, por mucho que uno ame el acumulado de calidad y belleza indiscutible en sus filmes precedentes. Y conste que me confieso incondicionalmente en el bando de los admiradores.

Por encima de cualquier reserva, destaca la capacidad del filme para integrar, a su tejido dramático y visual, la cotidianidad, las ansiedades y frustraciones de los cubanos, vistos desde la diversidad de opciones individuales, y reflejados a partir de las situaciones límites que los compulsan a crecer en términos humanos y espirituales.

Llama la atención, sobre todo, el carácter de insubordinación de varios personajes ante los prejuicios instituidos socialmente. Diego y su joven parentela, P4, las vecinas… se presentan cual libres en tanto desobedecen convenciones y restricciones morales del más diverso cariz. A juzgar por su próximo proyecto, Fernando Pérez continuará interesándose en personajes capaces de vulnerar los prejuicios.

Por estos días, el cineasta inicia, en coproducción con Suiza, el rodaje de una nueva película histórica (que quizá se parezca, o no, a Clandestinos o José Martí, el ojo del canario). Más vale contarlo con las palabras de Fernando: “Se inspira en un hecho real ocurrido en Cuba a principios del siglo XIX, cuando arribó a Baracoa un médico suizo, Enrique Faber. Allí se estableció, desarrolló su profesión, se enamoró, se casó con Juana de León, vivieron juntos, y a los tres años estalló el escándalo, cuando se supo que Enrique Faber era en realidad Enriqueta Faber, quien había asumido la personalidad de hombre porque en aquella época las mujeres tenían prohibido ejercer la medicina, y así, travestida, pudo estudiar. Ese es el punto de partida de la película. Lo que a nosotros nos interesa es desarrollar un personaje transgresor”.

Apenas hace falta desearle suerte a Fernando Pérez en su próximo proyecto. Porque el éxito artístico jamás depende de la buena estrella, sino del conocimiento del cine como instrumento expresivo y de la responsabilidad moral con su tiempo y sus conciudadanos. Ninguna duda queda de que dentro de diez meses, o un año, estaremos viendo una nueva y estimable película cubana.

Tomado de: Juventudrebelde.cu