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Yorgos Lanthimos

Yorgos Lanthimos: la tragedia es un plato que se degusta congelado

Jue, 06/04/2020

Deseo de dominar…, mas ¿quién querría llamar a esto un deseo, cuando la altura aspira al poder hacia abajo?
Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzche

Una "favorita" no hace verano

Aunque el largometraje de ficción La favorita (The Favourite, 2018) significó para el realizador griego Yorgos Lanthimos (Atenas, 1973) su “presentación en sociedad” con todo y su abultada colección de premios y nominaciones a los Óscar, BAFTA, Globos de Oro, etcétera, la cinta en cuestión representa un timonazo brusco, casi transmutatorio respecto a los rumbos creativos y estructuras poéticas que el artista de marras había trazado hasta el momento a través de una importante filmografía de cinco títulos previos, debidamente galardonados en festivales como Cannes, Venecia, Róterdam y Sitges, además de algunas nominaciones al propio Óscar.

El rubro más alabado y galardonado de esta cinta: la interpretación excesiva, extrovertida, exuberante —y a la vez orgánica y potente— de la inglesa Olivia Colman, y que marca la pauta para el registro histriónico “naturalista” de todos los intérpretes involucrados en la cinta, diverge radicalmente del tono característico de sus propuestas previas. 

Asimismo, el guion —a cargo de Tony MacNamara y Deborah Davis—, primero que no coescribe Lanthimos junto a Eftymis Filippou después de cuatro de sus largometrajes precedentes, difiere de los anteriores, donde predominaban los parlamentos lacónicos, áridos, cuya llaneza sugiere personalidades constreñidas por inmensas presiones psicosociales, abrumadas bajo el peso de la máscara de hierro de la "normalidad", y dobladas bajo el fardo titánico de las represiones. Todos en plena y dolorosa implosión. Tanto es así, que la gelidez distanciada, extraña e inquietante —casi voyerísticamente documental en unas, apáticamente cínica en otras— conseguida en Kinetta (2005), Canino (Kynódontas, 2009), Alpes (Alpeis, 2011), Langosta (The Lobster, 2015) y El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017), irónicamente termina concomitando más con demoledores e insuperables precedentes como El contrato del dibujante (The Draughtsman’s Contract, 1982), de Peter Greenaway, que resulta a su vez tributario del malabar de mendacidades sociales revelado y propuesto mucho antes por Jean Renoir en su enorme La regla del juego (La Règle du jeu, 1939).

Confesa o no, es muy difícil dejar de ver la influencia en La favorita de la referida cinta de Greenaway y de otro coloso que es el Barry Lyndon (1975), de Stanley Kubrick. En primer lugar, en las cuestiones de dirección de arte, el cargante barroco de los espacios arquitectónicos convertidos en pinacotecas paisajísticas y retratistas, además de la profusa moda cortesana de finales del siglo XVII e inicios del XVIII, alcanzan dimensiones fantasmagóricas a la luz mortecina de las velas de cebo y cera, cuya atemorizante luminosidad nos legó Kubrick, marcando un antes y un después en la representación de períodos históricos anteriores. 

Pero donde Greenaway buscó y logró crear una pantomima carnavalesca de hipocresías, imposturas y dobleces, Lanthimos solo consiguió el decoro visual, la minuciosidad histórica y la corrección escenográfica, con secuencias indistintamente fallidas y efectivas. El empleo del gran angular en espacios angostos como los pasillos donde la demente reina Ana Estuardo (Colman) se debate entre sus demonios personales y la red de manipulaciones de Sarah (comedidamente asumida por una experimentada Rachel Weisz) y Abigail (encarnada por una irregular Emma Stone, saturada de estrépito y superficialidad), termina resultando un subrayadoforzado de las intenciones de Lanthimos de (sobre)explicitar a los públicos las altas presiones que atormentaban a la soberana. 

Por otro lado, las carreras de patos en medio del palacio y otras formas de matar el tedio cortesano resultan poderosos parteaguas del flujo narrativo, que revelan la frivolidad de los decisores de las suertes de la nación, entre los que destaca un estable y consciente Nicholas Hoult, como el político y noble Robert Harley, personaje que resulta una cabal y coherente conjugación de astucia política y amaneramiento cortesano que se sentiría mucho más cómodo en el vórtice de falacias de El contrato del dibujante.

Bajo todos los estratos de la casi desesperada atemperación de Lanthimos a un modelo fílmico más simpático a la perspectiva artesanal y filo-Actors Studio de Hollywood y sus gustos populosos, aún se advierte en La favorita uno de los ejes cardinales de todo el cine del griego: la manipulación y la representación de mascaradas sociales. Algo muy al uso, no obstante, en la época histórica recreada, por lo que el temprano setecientos deviene un gran —y a la vez distanciadamente seguro— comodín para desplegar todo este entramado de conspiraciones, favores y fingimientos.

Algo evitado por Lanthimos en su filmografía previa, sobre todo en la puramente griega —Kinetta, Canino y Alpes—, donde la diégesis es contemporánea, común y corriente hasta el enloquecimiento, con un enrarecimiento total de las atmósferas y el uso de espacios escuetos, impersonales, agresivos en su imperturbabilidad, fantasmagóricos en su expectación invariable de los sucesos que transcurren en sus contextos. Acontecimientos y conflictos efímeros, momentáneos, que apenas dejan alguna huella en la retina de la eternidad observante, por lo que deben percibirse con toda la atención que garantice su pregnancia en la percepción de los testigos de tales historias mínimas y extrañas, las cuales dan testimonio de cuán anormal puede ser la cotidianidad. 

Kinetta o del movimiento rectilíneo uniformemente artificial

Con Kinetta (vocablo griego que significa “energética”), su primera película en solitario, y a la vez manifiesto conceptual y creativo, Lanthimos articula una relación entre personajes atrapados en inercial enajenación —en cierto diálogo con el cine de contemporáneos como Jia Zhangke, Corneliu Porumboiu, y hasta Roy Andersson y Amat Escalante—, tan ignota e inexplicada como puede ser un triángulo de amor-hastío-poder con sus vértices descoyuntados. 

Los tres individuos protagónicos de esta cinta se someten y comprometen a una dinámica de representaciones que apenas sostiene como pretexto la filmación de algo que lejanamente pudiera ser una película. Pero nunca trascienden el ensayo alienado de unas rutinas de violencia y sumisión sexual que resulta fin en sí mismo, y no la fase primaria de una obra más terminada, más "cinematográfica". Por lo que todo queda a medio camino entre la performance onanista, el fetichismo con leves perspectivas sadomasoquistas y el juego de máscaras.  

Filmada con la técnica de cámara en mano, de forma casi molesta, inquisitiva a la vez que impersonal, Kinetta termina registrando una sorda e íntima lucha contra la pasividad repetitiva y el estatismo existencial. La última rebelión de los personajes frente a la nada que anida y prospera en sus almas rutinarias. Sus vidas no ofrecen oportunidad de movimiento, entonces lo buscan construyendo existencias, motivaciones y relaciones de poder sucedáneas. Crean y aprovechan la oportunidad de ser otros, de sentirse otros.

Los caracteres están concebidos desde una extrañeza que busca prescindir de cualquier simpatía e identificación sentimental con los públicos. Deambulan por el metraje como sombras incompletas y difusas. Avanzan, retroceden y caminan en círculos a través de una historia-fragmento que invita a ser completada, o abandonada a su suerte como un retazo de existencia que pasa veloz por la ventanilla de un auto en apresurado movimiento. 

La película alcanza el ostracismo precisamente por exceso de intimidad, exigiendo la complicidad mayor del espectador para advertir las leves fluctuaciones dramáticas de la historia, las motivaciones de los personajes y sobre todo sus ilusiones o la falta de estas, siendo entonces compensadas por alucinaciones y juegos de poder-sumisión.

A la vez que historia, Kinetta termina siendo una metáfora del cine como proceso, de la creación fílmica como juego de poderes, del cine como epítome de la simulación social, de la película como mascarada dictatorial. Juego de símbolos optimizado (y sublimado) a la más cerrada y mínima ecuación jerárquica: director, cinematógrafo e intérprete. 

Una mayor estilización de la situación hubiera tenido que recurrir al igualitarismo del círculo, perdiéndose las gradaciones del triángulo devenido pirámide interactiva de poderes. De esta trinidad, donde el balance no proviene de la igualdad, sino de la subordinación escalonada, emana la obra de arte que es cada película. Surgen en lontananza cintas como la acre Juego peligroso (Dangerous Game, 1993), de Abel Ferrara, y Ex Drummer (2007), de Koen Mortier, filmes que también han puesto indistintamente en el tapete polémico este tópico del artista como manipulador por excelencia.   

Canino, donde la autopista "es un viento muy fuerte"

La premiada [1] Canino es sucesora consecuente de Kinetta en tanto la frigidez implosiva de toda la puesta en escena, donde el espacio de discreta impersonalidad y un extraño sosiego que frisa los bordes del horror, resulta escenario denso donde la familia protagonista despliega su absurda pantomima de vida.

Tributaria directa de la cinta mexicana El castillo de la pureza (Arturo Ripstein, 1972), la propuesta de Lanthimos va de otro personaje (interpretado por Christos Stergioglou) que gesta una puesta en escena a largo plazo, arbitraria, violenta y endógena. Los tres hijos (encarnados por Aggeliki Papoulia, Maria Tsoni y Christos Passalis) de este padre griego son los actores inconscientes de su muy personal recreación-reconcepción de la vida, al punto de convertirse en náufragos o convictos de la existencia. 

Los hermanos viven en una casa-mundo que, con la total complicidad de la madre-esposa autorrecluida (interpretada por Michele Valley), funciona como probeta impoluta donde los “niños-adultos” están bien a salvo de cualquier daño moral o físico que les pueda ocasionar el mundo exterior. La reclusión en una esfera aislada como esta parece ser la única solución posible para eternizar la permanencia “intrauterina” de los jóvenes y expandir hasta límites aberrantes la protección parental.

Esta es la solución que termina hallando el padre-demiurgo para reducir el mundo a una diégesis bien controlada y guionizada, y manipular las dimensiones de la existencia hasta su deformación semántica. Tal como se aprecia en la primera secuencia en la que los hijos memorizan un vocabulario readaptado, donde el término “mar” es un “sillón de cuero con apoyabrazos de madera”, “autopista” resulta “un viento muy fuerte”, “excursión” es definida como “un material muy resistente con el cual se hacen pisos”, y así sucesivamente hasta estructurar un glosario aprobado para la vida en virtud de lo que propone el padre, emulador de la neolengua del mundo distópico descrito por George Orwell en la inagotable novela 1984.

A diferencia del tono eminentemente patético de Kinetta, la ironía sustituye en Canino al puro extrañamiento observacional, aunque este permanece como esencia de la puesta en escena. Sin llegar a la crueldad manifiesta de un cineasta como Todd Solondz (Welcome to the Dollhouse, Storytelling, Happiness, Wiener Dog), Lanthimos hace marchar su relato sobre un sendero de constante y sutil mordacidad, que delata dosificadamente la ridiculez absurda de la situación representada. 

Evidencia así una toma de partido más consciente sobre la historia narrada, que alcanza cúspides de brillante extravagancia en la escena de la celebración familiar del aniversario de boda de los padres: las hijas bailan grotescamente al son del guitarreo torpe del hermano, y la nombrada simplemente como “la mayor” (interpretada por la Papoulia) termina explotando en una catarsis rebelde que remeda las antológicas coreografías de Flashdance (Adrian Lyne, 1983).

Canino declara la manipulación como único y definitivo método para construir la vida a imagen y semejanza de uno, y hacerle ver a los demás el único y posible orden natural de las cosas. La estructuración arbitraria de paradigmas, modos y maneras para controlar la naturaleza. Deviene entonces una distopía mínima, de laboratorio, camuflada para el resto del mundo tras los procederes "normales" del padre, quien se presenta como respetable funcionario fabril. Tal como el señor Gabriel Lima, en la película de Ripstein El castillo de la pureza, es en apariencia un vendedor muy decente de veneno para ratas, con reservados aires beatos y puritanos. 

Vuelve entonces Lanthimos sobre la metáfora de la creación humana, extendida esta vez al constructo social, moral y político, más allá de la gestión puramente fílmica. El ser humano reconstruyendo el mundo sobre la negación del mundo trascendental y transhumano, que existe más allá de cualquier modelo preconcebido.

Alpes o la hija de Proteo 

Con su tercer largometraje, Alpes, último realizado en Grecia y en idioma griego hasta ahora, Lanthimos abandona los protagonistas grupales y el sistema triangular de relaciones que desarrollara en los filmes precedentes —el “director”, el cinematógrafo y el “intérprete” de Kinetta; los tres hermanos de Canino, donde también está la variante trinitaria familia-padre-mundo—, al fin y al cabo, mínimamente corales.

En esta cinta continúa trabajando con Aggeliki Papoulia, convirtiéndola en protagonista absoluta deotra “extraña” fábula sobre la representación artística, donde la manipulación inherente a este acto aparece como pactada a conciencia entre intérpretes y públicos que dialogan en igualdad de condiciones. 

Con tal reflexión sobre la complicidad de los espectadores en el acto creativo viene a completarse la metáfora sobre la creación fílmica que resulta toda esta zona fundacional de la obra de Lanthimos, que incluso pudiera asumirse como una trilogía axializada por estas cuestiones.

Alpes es el nombre que asume un grupo de personas cuya ocupación paralela a sus oficios conocidos (ambulanciero uno, gimnasta otra, entrenador de gimnasia otro, enfermera una cuarta) es la presumible mitigación del dolor por la pérdida reciente de seres queridos mediante la encarnación —por encargo consensuado y pagado— de los roles de los ausentes durante un lapso de tiempo en que los dolientes se acostumbren a la pérdida.

El liderazgo del grupo es ejercido por otro personaje despótico y gélidamente autoritario. Dispone quién y cómo se ejecutarán las distintas representaciones. Otra metáfora del director de cine, del creador tozudo en su visión, absoluto en su concepción personal del mundo. El resto son actores y actrices cuyas voluntades están casi anuladas por el poder que los conduce y castiga.

Por su indagación en los vacíos existenciales que llevan al personaje principal, asumido por la Papoulia (nuevamente en anónimo rol, identificada solo como “la enfermera”), a convertirse en adicta de la representación, de la máscara, la suplantación y la simulación, Alpes concomita más orgánicamente con Kinetta que con la historia de engañados y victimizados personajes de Canino, quienes terminan deviniendo más tipos sociales que caracteres singularizados. 

Ahora, si Kinetta es en esencia una historia de amor en tiempos de la nada y de la búsqueda de uno mismo, Alpes se coloca justo en el otro extremo, resultando un relato sobre el desamor y la pérdida de uno mismo. O desde un ángulo más aciago, va del autodescubrimiento como un ente vacuo, obligado a ser constantemente rellenado con otras vidas. 

La cinta de marras resulta entonces el vértice más pesimista de este triángulo de largometrajes iniciales, aunque tampoco está exenta de la mordacidad desplegada en Canino. El momento cimero es de nuevo una más breve pero climática secuencia de baile, donde nuevamente la contundente Papoulia violenta la preconcepción coreográfica con una virulenta catarsis-anagnórisis que le revela de sopetón el único camino posible para existir y permanecer medianamente cuerda: seguir representando, fingiendo, actuando vidas ajenas. Evitarse por todos los medios.

Así, Alpes termina siendo una estilizada y hábil relectura del relato de Ray Bradbury titulado "El marciano", incluido en su libro Crónicas marcianas. Esa historia está protagonizada por un nativo del planeta rojo con la posibilidad de transmutarse en los seres amados muertos de los colonos terrícolas. En algún momento dice: “No soy nadie; soy solamente yo mismo. Dondequiera que esté soy algo...” 

Solo que el personaje de Bradbury hace lo suyo por piedad hasta que, sobresaturado de deseos por todos los humanos a su alrededor, muere convertido al unísono en diversas personas. En el reverso de la moneda, la enfermera de Lanthimos moriría si no se transfigurara continuamente, si no permaneciera en perenne estado de mutabilidad. Esta hija de Proteo no es nada si no es otra, donde quiera que esté, donde quiera que sea.  

Langosta o la historia de un crustáceo sin caninos 

El debut de Lanthimos en la palestra más internacional sucede con Langosta, coproducida entre Irlanda, Reino Unido, su natal Grecia y Francia, con la cual el realizador prueba su capacidad de lidiar con propuestas más ambiciosas en términos de producción y puesta en escena, sin renunciar a la autenticidad de su perspectiva, a su coherencia filosófica y a la agudeza de su discurso.

En una suerte de inconsciente alternancia filmográfica, la cinta protagonizada por Colin Farrell —quien sorprende por el aplomo y la capacidad histriónica con que responde plenamente a los requerimientos de un cineasta muy diferente de quienes lo habían dirigido antes— dialoga más estrechamente con Canino, en tanto prefigura un mundo distópico, cuyo totalitarismo se decanta aquí por obligar a los seres humanos a vivir en parejas. Son considerados parias quienes no puedan o se nieguen a obedecer tal imperativo.

Se ha oficializado la mascarada en este mundo. La clave decretada de la felicidad es el matrimonio, donde se logra la consecuente "completitud" de unos seres humanos que han nacido presumiblemente mutilados. Aunque los motivos concretos son obliterados como parte de los juegos de completamientos que Lanthimos propone a los públicos en cada una de sus cintas. 

¿Todo se debe a un puritanismo religioso, o un imperativo de reproducción biológica en una sociedad envejecida? Quizás, pero estas razones quedan reducidas a la categoría de Macguffin. Lanthimos prefiere concentrarse de nuevo en las complejidades, socavones y laberintos sin salida de las relaciones humanas bajo altas presiones y represiones casi abstractas. Ahora revelando una perspectiva más kafkiana, sin abandonar el distanciamiento brechtiano perenne en sus obras hasta este momento. 

El contexto brutalmente simétrico y calculado no es más que una emanación de las almas que confluyen en el hotel-centro de adiestramiento, donde las personas sin pareja son sometidas a un régimen de maridaje cuasi forzado, so pena de ser convertidas en animales mediante procedimientos desconocidos. Irrumpen así en la obra de Lanthimos el surrealismo y el absurdo, hasta entonces solo presentidos, solo articulados a escala de atmósfera. 

La extrañeza y el enrarecimiento cobran repentina corporeidad con este sutil matiz sci-fi, quizás inspirado por relatos como Corazón de perro, de Mijaíl Bulgákov, o por otra obra de Orwell: Rebelión en la granja. Aunque no deja de presentirse la influencia sardónica del primer Buñuel con su icónica La edad de oro (1930).     

El protagonista encarnado por Farrell cuenta ahora con nombre propio (David), algo inusitado en los procederes del realizador, pero muy adecuado a sus propósitos de singularizar al personaje entre la zarabanda de insensateces que lo engulle por todos lados. Pues existe una resistencia, una oposición tan extrema y fundamentalista como el propio status quo que busca impugnar. Los “solitarios” que subsisten en los bosques no bregan por el derecho a no tener pareja, sino que se autocondenan a la soledad eterna bajo otras respectivas penalidades.

David se ve inmerso en una pugna estéril entre dos posiciones absolutas y dictatoriales. Es un juego de autocracias sin salida, donde el libre albedrío es asfixiado, no hay sitio para los matices, solo para las militancias que no son más que juegos de máscaras. Representación contra representación, en una dialéctica donde solo valen y prevalecen los opuestos radicales.

Y entre todo este laberíntico torbellino de dislates, Langosta deviene una historia de amor en puridad, donde el amor logra triunfar amén de un sangriento detalle conclusivo. Termina siendo la cinta más optimista de Lanthimos hasta este mismo instante, alcanzando fuertes aires fabuladores y una nítida moraleja sobre el predominio de la volición personal sobre las circunstancias más terribles posibles.

El sacrificio de un ciervo sagrado o la decimotercera campanada       

Con El sacrificio de un ciervo sagrado Lanthimos continúa remontando la senda del absurdo kafkiano y la fabulación moral, pero esta vez con más marcados matices cínicos y sádicos. Se concentra ahora en la culpa y sus resonancias más horrorosas, con nuevas connotaciones “sobrenaturales”. Sin abandonar su consabida puesta en escena de personajes gélidos, implosivos, constreñidos (más que contenidos), distantes, con altas cotas de hipocresía. Sin dejar de orquestar una mascarada, en la cual se cuela la Muerte Roja de Poe y desata el caos a la decimotercera y absurda campanada que determina un absceso espacio-temporal bien al margen de la normalidad. 

No es de noche ni de madrugada cuando suena el reloj inaudito. Todo y todos quedan suspendidos en un limbo expiatorio regido no por las leyes naturales, sino por las consecuencias de los pecados y los errores. Es una esfera deterministamente enloquecedora, donde la dialéctica remonta una senda unidireccional, empecinada, ineluctable para el protagonista Larry Banks, cardiólogo interpretado nuevamente por un sólido Colin Farrell. 

Como el raquítico protagonista de El maquinista (The Machinist, 2004), de Brad Anderson, interpretado por Christian Bale, Banks será consumido por la culpacomo si del mismísimo infierno se tratara. Pero esta vez no será su cuerpo el receptáculo y vehículo de la expiación, sino su familia.

Lanthimos y Filippou regresan con esta historia a la diégesis contemporánea de sus filmes griegos, sin afeites nítidamente ucrónicos, aunque la extrañeza resulte más palpable que nunca, pues el doctor Banks y el resto de los personajes parecen moverse en una atmósfera casi sólida de tanta densidad que se le insufla. El "correcto" desarrollo de sus maquinales conductas, preconcebidas para la cotidiana pantomima social y familiar, se ve entorpecido por la paulatina viscosidad que va adquiriendo el contexto, en un crescendo inexorable, secuencia a secuencia.

Al igual que Anderson en El maquinista, Lanthimos se apropia abiertamente de códigos propios del suspenso, en tanto el relato deviene tapiz de incertidumbres preliminares que van clarificándose paulatinamente, a medida que el autor revela —fundamentalmente a través de las pesquisas de los personajes— las claves oscuras tras la situación inicial de tensión, acoso y secreto. A la vez, revierte los roles más convencionales del villano (el joven Martin, interpretado por Barry Keoghan) y el victimizado doctor Banks, añadiéndole un tercer vértice dramático a la situación, con la nueva cuña surreal que remarca la circunstancia pesadillesca en que los personajes se ven involucrados. 

Banks asesinó en el quirófano al padre de Martin por negligencia médica, y el huérfano, más que un convencional vengador obseso, deviene sosegado mensajero de una fuerza kármica que le demanda al médico “balancear” la situación con la muerte de un miembro de su propia familia, so pena de que todos fallezcan en la peor de las agonías. No hay otra solución posible. No existen alternativas. No hay ramificaciones salvadoras en este sendero recto que conduce desde el crimen hasta el castigo.

El sacrificio… es una alegoría moderna de la fatalidad, que sucede en la forma de tragedia inclemente. Es un canto a la desesperación y el horror que se agazapan en los recodos de la cotidianidad. Coherente con toda la obra previa de Lanthimos, resulta una deconstrucción profunda de la hipocresía como esencia y condición humana por excelencia. Es el desgarramiento del tapiz kitsch con que la vida viste, se emboza y se luce, con la consecuente revelación de las entrañas purulentas de la caja de Pandora que la humanidad está condenada a abrir eternamente.

Se expone esta tragedia a una aparente distancia cercana, como si los espectadores estuviéramos sentados en un cóncavo anfiteatro de la Grecia antigua, y a nuestros pies los actores acurrucados musitaran sus parlamentos, en vez de desgañitarse vestidos con máscaras y coturnos hiperbólicos. Como si, a pesar de todo esto, sus voces llegaran anormalmente claras a nuestros oídos, y sus dedos nos rozaran las mejillas. 

Epílogo inconcluso para piano mecánico…

En el mejor de los escenarios, La favorita será solo un veleidoso desvío artesanal de Yorgos Lanthimos, cuya próxima película ojalá rectifique con el regreso a otra de sus efectivas puestas en escena de cínico distanciamiento. Con un discurso manipulador sobre la manipulación, y no explícita e ingenuamente anecdótico. Con interpretaciones extrañadas y distantes, tributarias de Brecht. Con diégesis paradójicas y laberínticas que sirvan de altar sacrificial al atormentado Kafka. 

En el mejor de los escenarios, el griego sacará nuevos filos a su escalpelo de austera inclemencia, y sajará de nuevo con suficiente profundidad la condición humana, hasta exponer su tuétano a los aires. Solo nos queda esperar y ser optimistas. Si no sucede así, ya nos legó cinco películas de altos quilates, y con eso nos conformaremos.

Nota: 
[1] Recibió el premio Una Cierta Mirada (Un Certain Regard) en el Festival Internacional de Cine de Cannes de 2009, además de los premios Ciudadano Kane y Jurado Joven en el Festival Internacional de Cine de Sitges de 2009. 

(Texto publicado en la revista Cine Cubano, nro. 206-207, cedido por el equipo de redacción de la revista para su publicación en Cubacine)