NOTICIA
Cocote: el plato frío y la punzada
El cine dominicano es, por lo regular, un cine de intermitencias. Las precariedades de una industria todavía en desarrollo, al menos en lo que va de siglo, privilegian un tipo de ejercicio, casi siempre, de raso vuelo creativo, en el que el vaivén genérico hace de la comedia su principal apuesta. Aun cuando realizadores como Alejandro Rodríguez, José Enrique Pintor, Archie López o Roberto Ángel Salcedo, por citar los más recurrentes, se acodan en el humor criollo para deslizar la crítica social y política a las problemáticas de su región, en ellos prevalece la intencionalidad comercial que incide en la conformación de un cine de postal, bananero, que intenta a duras penas sobrevivir al borde y pronto se olvida.
La mayor preocupación del cine dominicano, hoy día, no es tanto la demanda de un involucramiento más activo de productores nacionales y foráneos para el soporte y desarrollo de su industria, como la ausencia de propuestas que validen la calidad del hecho fílmico.
Historias casi siempre de hojarascas, con erráticas puestas en escena, han lastrado el recorrido de una cinematografía nacional que muy poco tiene para hablar de sí misma. Títulos como Jean Gentil, de Laura Guzmán, y La hija natural, de Leticia Tonos, ambas de 2011, o el más reciente Carpinteros (2017), de José María Cabral, son excepciones afortunadas de la regla, y aunque podamos celebrarlos con un placer lamentablemente efímero, me temo que han sido aquellas —y no estas— las de mayor preferencia en los consumidores de la producción local, un público por lo regular acostumbrado al empaque ilusorio del entretenimiento.
Por eso, que un filme como Cocote (2018), ópera prima del joven realizador Nelson Carlo de los Santos, se aventure por senderos poco transitados en la filmografía dominicana contemporánea resulta una novedad para los seguidores del cine regional y en particular la crítica. Me atrevo a asegurar que, desde el punto de vista historiográfico, representará un parteaguas, pues probablemente esté entre las mejores cintas de los realizadores de ese país, al menos en períodos recientes.
Alberto Almonte (Vicente Santos), el protagonista de la historia, trabaja en Santo Domingo como jardinero en una casa de familia de la alta sociedad dominicana. La noticia del fallecimiento de su padre le hace retornar por breve tiempo a Oviedo, su pueblo natal, para asistir a las exequias. Una vez allí conoce que su progenitor fue en verdad asesinado, debido a una deuda pendiente que tenía con Martínez, el mandamás de la región. A partir de entonces Alberto deberá hacer frente a los reclamos de su madre y hermanas que exigen justicia, mientras Martínez, por otro lado, y bajo amenaza velada, le ordena asumir una posición mediadora ante las acusaciones de las mujeres.
Los rizomas de la violencia social y el vacío legal que la sustenta son entrevistos desde una perspectiva crítica, como parte de las problemáticas más complejas del contexto rural latinoamericano y caribeño de ahora mismo. En medio de la precariedad más sinuosa, los sectores más desposeídos sufren las inclemencias del caciquismo, la corrupción y la ausencia de amparo jurídico ante las injusticias y el vasallaje del poder político.
Detenido en una encrucijada, maniatado por ese vacío legal y presionado por la ira de las mujeres de su familia, el motivo de la venganza generará en Alberto un conflicto existencial, moral, por partida doble, con un trasfondo ético.
El primero, más visible, es el debate en torno a la moral social que emana de las prácticas religiosas, como parte de una filosofía de vida. En sus asimetrías ideológicas, los credos religiosos se disputan en verdaderos campos de batalla con el propósito de hacer prevalecer su razón respecto a la naturaleza de Dios y los modos en que rige la conducta humana. Alberto es evangélico, rechaza la práctica animista de su familia y se resiste a participar en las ceremonias tradicionales de esta religión, para celebrar las honras fúnebres del padre. Su presencia en los rituales es más por respeto que por convicción, y tampoco comparte la idea de hacer la justicia por sus propias manos, aun cuando reconoce que su denuncia del crimen ante las autoridades de Oviedo caerá en saco roto.
El segundo es el conflicto moral que desestabiliza la masculinidad del personaje. Las mujeres en la familia de Alberto le impugnan con vehemencia las acusaciones de oscurantismo, pero al mismo tiempo demuestran su desacuerdo con una conversión religiosa que ha hecho del único hombre de la casa un tipo “muy pasivo”. La demanda implica, pues, una defensa del honor familiar como un acto de reafirmación de la masculinidad, pues solo un hombre puede reparar el daño causado por el ultraje de otro hombre.
El motivo de la venganza coloca en jaque los preceptos éticos de Alberto, de raíces religiosas, pero también tensan los valores morales inherentes al desempeño de su masculinidad. Por eso lo vemos desarmado, empequeñecido, ante los insultos de sus hermanas que parecen tener más agallas que él. Dice Patria (Yuberbi de la Rosa), desatando toda su furia en Alberto, en una de las escenas más esclarecedoras de esta película: “Yo lo que quiero que tú resuelvas. Papá está condenado hasta que defendamos nuestro hogar. ¿Cuál es ese Dios que tú tienes ahí en tu corazón que yo no tengo, que te ha hecho así (…) tan pendejo, Alberto, yo no sé cuál es ese Dios? El que yo tengo me ha dado fuerza, a ti no (…) Eso no se va a quedar así, Martínez está por ahí bebiendo, y que se prepare. ¡Yo me voy a volver un hombre si tú no resuelve, coño (…) maldito manganzón!”
Ahí está el problema: ellas no son, pero están dispuestas a llevar, mejor que él, los pantalones. Y el pobre de Alberto, que con ese tamañón debió ser pelotero y no evangelista…
Lo mejor de esta película es el carácter performático de su discurso que, desde la ficción, comulga con una suerte de documental colaborativo. El registro visual se nutre de la observación participante para revelar, en su incursión a las pugnas entre ideologías religiosas, las particularidades de una práctica colectiva que se ampara en la preservación de las tradiciones, de la identidad cultural que tipifica el modo de vida de una comunidad rural. La estética de Cocote debe mucho a un tipo de cine etnográfico que reformula la labor antropológica contemporánea, desde las artes visuales y los estudios interculturales.
Sin la pretensión objetivista, la concepción del plano se nutre de la subjetividad, funciona como una suerte de ventana desde la cual es posible la comprensión del conflicto ético en su polifonía discursiva, y compromete el involucramiento más activo del espectador.
El joven realizador dominicano no oculta su preferencia por el registro cíclico de esa mirada —ese travelling circular, que surge, sobre todo, para enmarcar el desarrollo de acciones importantes, parece ser el preferido de Nelson— que aprovecha el fuera de campo, la elipsis visual, el reportaje periodístico, el plano fijo y el slow motion, la refracción distorsionada del cuadro donde las figuras asoman recortadas y en tonalidades diversas, sobre todo en blanco y negro, para imprimir a la dimensión estética del discurso un valor poético. En sus adentramientos a las prácticas religiosas de los grupos sociales observados radica toda la fuerza sensorial de esta cinta que hace de la inmersión antropológica una experiencia estética.
Pero me temo que, en su afán de comunión con el espectador, el dominicano descuida el peso dramático, sobre todo tratándose de un “cuento antillano” con una trama, por lo general, muy previsible. No dejo de pensar que, en determinados momentos, toda esa voluntad de experimentación con el discurso visual deviene en acrobacias de estilo —muy bien logradas, pero acrobacias al fin—, a las cuales se les concede mayor tiempo del que realmente necesitan en el metraje.
Por eso lo peor de esta película es su poco músculo argumental, aun cuando toda la expresividad psicológica de sus personajes y la complejidad del conflicto ético que desarrolla quedan contenidas, con acierto, en el vigor de los diálogos. Es imposible no notar una fractura de las relaciones causales, o al menos, la llegada muy brusca del desenlace. A mi juicio, demasiado pueril, fuera de tono con la complejidad de su argumento.
¿Qué puede explicar, en Alberto, la decisión de hacer justicia por sus propias manos? ¿Qué justifica el quebrantamiento del principio ético que le impone su credo religioso? No encuentro otra respuesta que no sea la influencia de las mujeres, el autoconvencimiento de que, primero, antes que evangélico, necesita demostrar que es macho. Y para eso le basta solo con “despenairse”, sacudirse un poco con la rumba y el coqueteo de la mulata medio hermana, tirársela en un rinconcito oscuro del vecindario para que ¡zas!, le venga lo de congo y carabalí, se le suba el Oggun guerrero y pa’ su madre: al machete con la luz apagada.
Te digo mi nota: de 5, un cuatro. Está bien así para quien arranca con pie derecho y de buenas a primeras se coloca a la cabeza de lo mejorcito del cine dominicano de ahora mismo. Lo digo sin ironías. Ojalá que las lecciones que ha de sacar el bueno de Nelson, tras este noviciado, le permitan comprender que no es solo voluntad de experimentación y contoneos de estilo lo que se necesita para demostrar —quién lo duda— sus pretensiones de grande. Es preciso pulso, de principio a fin, una correspondencia con la complejidad que hasta ahí demostraba la brillante exposición del conflicto dramático.
En su caso, nos ha servido a Cocote en un plato apetitoso, pero con la singularidad de que solo se come frío. La cuestión era degustarlo bien, sin que nuestra avidez al hacerlo nos sobresalte adentro.