NOTICIA
De cuando Paul Gauguin regresó a la infancia de la humanidad
En el filme Van Gogh: en la puerta de la eternidad (Julian Schnabel, 2018) Oscar Isaac interpretó a un Paul Gauguin trascendental en la vida del pintor de Autorretrato con oreja vendada. Pese a su poca presencia en el desarrollo de la película, el actor guatemalteco mostró con pasión y fuerza su esbozo del posimpresionista y la profunda impronta dejada en su colega holandés. Ese mismo éxtasis desmedido por el arte, por tomar el pincel y capturar la realidad que hierve en el artista, se profundiza en un filme como Gauguin: viaje a Tahití, dirigido por Édouard Deluc en 2017.
Gauguin, hastiado del París de fin del siglo XIX, el París de la Belle Époque, les cuenta a sus amigos el deseo de abandonar la ciudad y embarcarse con destino a la Polinesia Francesa. Los invita a acompañarlos. Allí, cree, encontrarán inspiración y nueva fuerza creativa. Y podrán pintar, les dice. Quiere encontrar su pintura, libre, salvaje, lejos de los códigos morales, políticos y estéticos de la Europa “civilizada”.
Sus amigos lo despiden con una fiesta. Todos tienen palabras de admiración hacia él y hacia la grandeza de su compromiso con el arte, pero la mirada cansada del artista ―en medio del convite― deja patente lo abandonado y traicionado que se siente Gauguin. A la hora de la verdad todo ha sido disculpas vagas y nadie ha querido unirse a él en la aventura; un estado de ánimo que expresa a la perfección Vincent Cassel (El cuento de los cuentos, Una semana en Córcega, El odio, El cisne negro), protagonista absoluto de la cinta, en la piel del pintor.
Completan el reparto Marc Barbé (La religiosa, La vida en rosa), Samuel Jouy (Zone Blanche), Malik Zidi (Gotas de agua sobre piedras calientes), Paul Jeanson (Cherif), Pernille Bergendorff (Bedrag, Viking Blood) y la debutante Tuheï Adams en el papel de Tehura, la joven polinesia que Gauguin conoce y de la que se enamorará perdidamente ―sobre esto gira buena parte del guion―, y que inspirará un buen número de sus obras maestras.
Será entonces cuando se produzca su verdadera búsqueda de la libertad y la creación. Allí, en la Polinesia, Gauguin intenta recuperar la pasión por la pureza del arte, instalado en Mataiera, un selvático poblado lejos de Papeete, la capital, donde sobrevive con lo básico, en la más absoluta austeridad, pasando muchas veces hambre y sufriendo constantes problemas de salud.
No pretende Édouard Deluc (Boda en Mendoza, ¿Dónde está Kim Basinger?) un biopic canónico, al estilo de otros, sino que se centra en el primer viaje de Gauguin a Tahití, entre 1891 y 1893: su soledad, sus penurias económicas, su cada vez más quebrantada salud, su afán febril por pintar, la incomprensión de quienes le rodean y de quienes dejó atrás, su familia: su esposa danesa Mette-Sophie Gad y sus cinco hijos.
Vincent Cassel convence en el papel de pintor obsesionado por encontrar la inspiración; sin embargo, su interpretación está muy arropada por el conjunto de secundarios y, sobre todo, por el paisaje, la música y las espectaculares panorámicas tropicales. Por ejemplo, los pocos minutos que tiene en escena Pernille Bergendorff consiguen mostrarnos el contraste entre su personaje, maduro, responsable y dominado por los convencionalismos, frente al espíritu artístico y libre de su esposo.
La cámara se centra en los hermosos paisajes exóticos y los habitantes de las islas, que inspiraron algunas de las obras más inmortales del pintor posimpresionista y están maravillosamente fotografiados, con el apoyo de una banda sonora sugerente.
A propósito, la cinta comienza con una atmósfera agobiante que consigue trasladarnos la sensación de desesperación que siente el protagonista: un París ruidoso y cosmopolita contrasta con la miseria del hogar de Gauguin y la sobriedad de Mette-Sophie, su mujer. Unos planos que juegan de forma inteligente con la luz dejan en la retina del espectador el sabor del blanco y negro.
De esta forma, el director consigue un mayor contraste de imagen y ambiente cuando nos transporta a la Polinesia: no solo el mar, el verde de la selva o el color de sus gentes, sino la luminosidad. Incluso en las escenas nocturnas que se desarrollan también a la luz de un candil, se percibe un brillo diferente, una metáfora del cambio emocional que sufre Paul Gauguin.
Con un ritmo de acción pausado que refleja la tranquilidad, naturalidad y esencia de la vida en una Polinesia virgen, y escenas con grandes silencios que marcan el conflicto del personaje con su entorno, Édouard Deluc consigue desvelarnos la profunda soledad que acompañó a Gauguin: “Tú no sabes lo doloroso que es ser un artista”, llega a decir en algún momento del filme.
Cuidada y prolija, con una fotografía que destaca la belleza y la luz de Tahití, la película se basa más en la relación con Tehura ―para nada del todo idílica, como podríamos pensar al comienzo de la misma― que en las motivaciones creativas de Gauguin, en un período que realizó muchas de sus obras más conocidas y cotizadas.
Este ha sido uno de los puntos que más se le ha cuestionado al filme, además de cierto blanqueamiento de la historia: centrarse más bien en la relación con la joven, quien realmente era una niña de 13 años ―en el filme tiene 17― y no en las motivaciones artísticas de ese momento.
Gauguin aparece retratado como un hombre impulsivo, que se deja llevar por sus propios deseos a pesar de la posición de su familia política (como metáfora del sistema) y nada valorado en los tiempos que corrían (finales del siglo XIX), pero no se dejó derribar por eso y siguió pintando según sus ideas.
La película muestra cómo esa relación le inspiró sumamente en esa etapa de su vida, pero también como se fue autodestruyendo y recuperando hasta que fue repatriado a su Francia natal.
Gauguin: Viaje a Tahití, donde valen tanto el clima y atmósfera como los diálogos, parte de un episodio real como premisa y trasfondo para una atractiva y decorada historia, que refleja, además, la relación del artista con el momento histórico que vive y el afán de crear a pesar de todo.“Esto es lo peor de la miseria: no poder trabajar”, dice.
Qué lo impulsa a la creación, cuánto influyó el lugar, ¿realmente el encuentro con islas casi vírgenes logró darle la libertad que tanto añoraba en París? son algunas de los interrogantes que plantea el filme, basado en el diario de viaje del propio Gauguin, Noa Noa, fragancia en tahitiano, que no interpela nunca al espectador, pues no se lo propone desde su concepción.
“Cuando quieres hacerlo diferente tienes que volver a los orígenes. La infancia de la humanidad. La Eva que yo escogí es un animal”, le dice Gauguin a Malik Zidi, quien interpreta al médico y único amigo del artista en Tahití.
A esta infancia de la humanidad ―lasciva, sensual, luminosa― regresó Paul Gauguin nuevamente y allí moriría en 1903, en Atuona, Islas Turquesa, olvidado, cansado de luchar, sin imaginarse que su obra sería considerada una de las cumbres del arte occidental del siglo XIX y de todos los tiempos, y preguntándose, además: “¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?” Como nos asegura Gauguin: Viaje a Tahití, el artista jamás volvió a encontrarse con Tehura, la musa que le inspiró cuadros como Sola y El espíritu de los muertos vela.