NOTICIA
El cine: suma artística
“Necesitamos al cine para crear el arte total al que, desde siempre, han tendido todas las artes”.
Ricciotto Canudo
Desde su nacimiento, el cine gravitó sobre encuentros consecutivos: registro de la vida y fotografías animadas, teatro y espectáculo de feria, oscuridad y luz, misterio y hallazgo, imaginación y ficción, escenas y contextos, acciones y presencia humanas. Inquietud y más inquietud trajo consigo el cinematógrafo. Luego de un mero reparo utilitario y de su caducidad aparente, vendrían los asedios simultáneos amparados por códigos en apariencia fijos hasta cifrarlo en una forma artística siempre en experimentación.
En su primera etapa, el cine ya era vástago, cuando no sucedáneo de otras manifestaciones creativas: la fotografía, la pintura, el teatro, la danza, la música… Es verdad que en sus inicios hubo más de observación antropológica y social que fin estético. Mas, no deben asombrar las continuas ocasiones en que el séptimo arte ha corrido su cortina para dejar ver cuáles son algunas de sus intenciones, que es como decir: cuál es su andamiaje.
Aún hoy no pocos espectadores creen que el cine solo está vinculado a una manifestación artística cuando se trata de un biopic dedicado a un creador determinado; o si se ciñe a un género, casi siempre el musical; e incluso, cuando posee un tratamiento documental sobre alguna manifestación o exponente en particular.
Cuando Martin Scorsese dijo en una entrevista que lo importante sería “realizar películas como si fuese uno pintor. Pintar un filme, sentir físicamente el peso de la pintura sobre el lienzo”1, sugería tomar de donde hiciera falta (movimiento o escuela de pintura) las conquistas técnico-formales para socorrer no solo la puesta en pantalla de sus películas, sino influir en el tratamiento y constancia de temáticas, puntos de vista y argumentos.
Dibujos animados como El príncipe de Egipto (1998), por ejemplo; documentales como Goya, el secreto de la sombra (2011) y El jardín de los sueños (2016); algunas de las obras de Peter Greenaway (El libro de cabecera, 1996; La ronda de noche, 2007; Rembrandt's J'Accuse, 2008) y el notable híbrido visual que es todo el cine de Aleksander Sokúrov deshacen las fronteras genéricas para ofrecernos, además, variantes elocuentes de asociación interartística. Pero, como asegura el catedrático Ángel Quintana:
Cuando los historiadores de arte hablan de imágenes, muy pocas veces colocan el cine en su discurso, mientras que cuando los historiadores del cine se refieren a las imágenes, pocas veces van más allá del ámbito cinematográfico para reflexionar sobre la herencia que la historia del arte ha impuesto en esas imágenes que estudian.2
Es cierto que una propuesta no es mejor o peor por cuanto logre ser la más unitaria en artes. Pero, compleja o sencilla, la obra puede ser significativa y por tanto trascendente en virtud de “que el carácter plural de las percepciones indescriptibles, al ser congregado, al final de la película, en un todo elusivo, literalmente invisible, otorga al cine esa magia peculiar, que tampoco es la de la fotografía, y que el arte de Robert Bresson, André Tarkovski e Ingmar Bergman ha llevado a su punto cimero”3.
Las relaciones entre cine y otras artes pueden ser muy reveladoras. Sin embargo, no siempre estamos dispuestos a examinarlas. Muchos quieren quedarse solo con el acontecimiento fílmico, como si este no se amparara de hechos culturales y hasta los condicionara: baste rememorar, en las primicias del cinematógrafo, La llegada del tren (1895) en relación con el futurismo. Para lograr cierta independencia y sincretismo a la vez, desde sus sonidos e imágenes, temas e historias, el cine (re)conoce sus filiaciones con las demás proyecciones artísticas. Ello es cuanto José Alberto Lezcano ensaya en su reciente volumen El cine tiende sus redes. Relaciones de la pantalla grande con otras artes.
Acaso la multiproyección artística de la pantalla grande ha sido hasta ahora una asignatura pendiente en Cuba ―como dice Lezcano― porque se tiende a relacionarla solo con el par cine-literatura, ya que parece ser lo más manifiesto. Pero concebir una película “como una novela” es una cosa, mientras adaptar una obra literaria es otra, y muy distinta; hasta tal punto distinta que el producto final resulta casi siempre contrario a lo que se esperaba4.
Algunos desean con frecuencia que el cine se apegue en su totalidad al referente literario, cuando en el fondo, ambos son reinos diferentes que pueden enriquecerse. Por lo general, comprobamos que el libro suele ser mejor que la película. No obstante, hay directores que, sin faltarle al material impreso, amplían los confines cinematográficos al asimilar de otras artes, lo cual no deja de ser su visión o interpretación de la obra literaria: Friedrich Wilhelm Murnau, Fred Niblo, Luis Buñuel, George Cukor, Billy Wilder, John Huston, Orson Welles… entre los clásicos; Stanley Kubrick, Roman Polanski, Carlos Saura, Francis Ford Coppola, Ridley Scott, Julie Taymor… entre los más contemporáneos.
En cuanto al cine musical clásico y más reciente, no es que no tengan un relato, sino que este se vuelve secundario a menudo en estas películas por una razón clara: hay que privilegiar la puesta en escena y dentro de ella, lo que se canta y baila. Música y danza, escenario y visualidad, intérpretes. Lo otro puede ser un pretexto como tantas veces hemos visto desde ―pongamos ejemplos recientes― la sobrevalorada La La Land (2017) hasta la pegajosa serie Glee (2009-2015). Ahora, Lezcano se refiere al logro del musical cuando registra:
El género que canta y baila apoya su efectividad en un mecanismo de relojería donde las partes habladas solo adquieren sentido y proporción según el grado de interrelación que mantienen con los números musicales. Está, además, la construcción de la historia, que exige agilidad, ingenio, dinamismo, un fuerte dominio del espacio y una peculiar concepción del tiempo, que obliga a recordar un juicio de Lorenz Holmes: “La música solicita el mismo tipo de contemplación de la intensidad del tiempo que las estrellas o las pirámides”.
Si bien hay un repaso historiográfico en el libro de Lezcano, su meta no ha sido inventariar todas las propuestas cinematográficas según cada manifestación artística. De lo contrario, se extrañarían entonces las relaciones más directas o evidentes ―si se quiere― entre el cine y la arquitectura o la fotografía, desde personajes en películas como El manantial (1949) y La panza del arquitecto (1987) o El fotógrafo del pánico (1960) y Blow-up (1966), respectivamente.
No obstante, su libro es harto atendible por cuanto posee, no por las ausencias. Cada acápite es específico hasta llegar al último y no por ello menos importante “El juego de las matriuskas”, donde Lezcano explaya lo que ha presenciado en una suerte de referentes recombinados por el mismo cine (El cine dentro del cine: ¿narcisismo o autocrítica?, La ambiciosa interactividad audiovisual y Crisis del guion), el símbolo y la alegoría (Pasión y fuerza del simbolismo) y el mito (Las estrategias del mito). Al considerar obras y expresiones, y excluir otras, el autor ha ejercido ya un criterio valorativo de antemano. He aquí su lista analizada y ―por supuesto― polémica. Queda al espectador (re)descubrir en el cine del pasado tal vez una obra sobresaliente e incorporar las que vayan emergiendo en la contemporaneidad.
No es un capricho, sino un indicio de relaciones de cómo el lenguaje de otras artes ha propiciado nuestros acercamientos al cine más allá de admitir que este se instaura cual relato según, claro, los códigos cinematográficos. De ahí que solemos escuchar frases como: “Una película es un retrato o una fotografía de determinado siglo”, o estas del propio Lezcano: “Una pintura del pintor, una arquitectura del sujeto”, así como expresiones sustitutivas como “arquitectura audiovisual” para mencionar al montaje.
Con El cine tiende sus redes... insiste Lezcano en su ensayismo poliédrico, totalizador, ameno e insaciable. La mar de exigente su escritura relacionante y atractiva. Quien, en cuestión cinéfila ―según una de las características que enumera el español José Andrés Dulce a propósito de la cinefilia―, no sostiene con las películas que ama una relación posesiva, y las que detesta tampoco las echa directamente a los perros5, puede ser colocado a la altura de los cubanos Guillermo Cabrera Infante y Eduardo Manet; también del influyente crítico colombiano Luis Alberto Álvarez.
Él manifestó su modestia al confesarme: “Respeto demasiado la palabra ʻensayistaʼ para pretender mi inclusión en esta categoría. Creo que soy un crítico, con momentos de lucidez y ataques de incompetencia, como la mayoría de los críticos que conozco”6. Mas, en honor a la verdad, José Alberto Lezcano rebasa la categoría de crítico o analista y merece ser tenido, con justicia, como uno de los más valiosos entre los escritores cubanos que indagan en el séptimo arte.
Referencias bibliográficas:
1 Aumont, J. (1997). El ojo interminable. Cine y pintura, Ediciones Paidós: Barcelona, p. 187.
2 Quintana, Á. (2000). “Los dilemas de la historia del cine frente a la historia del arte”. Archivos de la Filmoteca, no. 35. Valencia, p. 182.
3 Gómez, S.A. (2010). El cine en busca de sentido. Colección Cine, Editorial Universidad de Antioquia: Medellín, p. xxxi.
4 Mitry, J. (1986). Estética y psicología del cine. 2. Las formas, Siglo XXI EDITORES, S.A.: Madrid, p. 424.
5 Dulce, J.A. (1998): “¿Cinefilia? No, gracias”, Nickel odeon, no. 11. Madrid, p. 89.
6 Entrevista realizada por Daniel Céspedes Góngora (2019) a José Alberto Lezcano: “Por cada crítico vacunado, hay millones de espectadores”. Palabra Nueva, no. 285, La Habana, p. 48.