NOTICIA
El cine: una mercancía
Estos mecanismos funcionan arraigados en la organización económica y en la racionalidad de una industria cuyos principios básicos son los del capitalismo. Su interacción e imperativos económicos siempre afectarán el contenido de lo que se ponga a disposición del público.
Los objetivos culturales propios de la creación artística no interesan a la mayoría de los productores capitalistas. Lo verdaderamente importante para ellos es vender sus productos, sacar la mejor tajada a los frutos de la fantasía y la imaginación, cuyo vuelo e inspiración siempre estarán controlados por el interés mercantil.
Ganar dinero constituye su objetivo primordial, ya sea produciendo cepillos, zapatos o películas. Sólo que en el último caso se trata de una mercancía peculiar por su carácter ideológico y por la naturaleza específica de su consumo espiritual.
Cualquier película, trátese de una obra maestra o del peor “churro”, debe recorrer un ciclo económico que se divide en tres etapas: producción, distribución y exhibición.
Generalmente, el costo fundamental de una película procede de su realización original. Obtener los derechos para filmar una historia, disponer el reparto, construir los decorados, alquilar al personal técnico, el tiempo dedicado al rodaje, la edición del material filmado, la música, etc., son los gastos típicos de una producción cinematográfica.
Una vez realizada la versión original del filme, las copias pueden repetirse infinitamente en función de la necesidad de lograr su mayor circulación posible a través de una adecuada distribución de la mercancía.
El distribuidor compra al productor el “royalty” o derecho de distribución de la película para comercializarla en un área o región determinada por un período de equis años, transcurridos los cuales deberá destruir todas las copias que estén en su poder. A él le corresponderán los gastos que se incurran en la impresión de las múltiples copias que se hagan del mismo filme, así como la publicidad desplegada para su lanzamiento.
Luego el exhibidor pagará al distribuidor en alquiler, por lo general un por ciento de la recaudación en taquilla y, finalmente, el espectador pagará el precio de su ticket para disfrutar del derecho adquirido a ver la proyección de la película.
La naturaleza de la mercancía cinematográfica no supone la exclusividad de su consumo material individual y, por lo tanto, podrá exhibirse y consumirse tantas veces como lo permita el deterioro de la copia proyectada. Y esta, como hemos visto, puede reproducirse infinitamente.
Las relaciones económicas entre productores, distribuidores y exhibidores pueden establecerse de diversas formas. Unas veces mediante la participación del distribuidor en el financiamiento del filme, para luego controlar parcial o totalmente los derechos de distribución; otras, fijando para cada uno un por ciento de la ganancia obtenida en la exhibición, etc.…
Ahora bien, si es cierto que todos los eslabones con necesarios en esta cadena económica, la distribución constituye para el cine su Talón de Aquiles, pues en ella se decide el éxito o el fracaso que permitirá recuperar, superar o perder en el mercado conquistado la inversión financiera original que se dedicó a la producción.
La antítesis original entre el arte y la industria que tanto ha martirizado el desarrollo de la actividad cultural cinematográfica, tiene lugar a partir de la considerable inversión que supone “fabricar” una película.
Aunque parezca exagerado, y sólo para dar una breve idea del aumento violento en los costos actuales de producción, datos ofrecidos por los grandes monopolios norteamericanos del cine como la Metro, la Fox y la UnitedArtists, estiman que en los Estados Unidos el costo promedio de una película es de unos 16 millones y medio de dólares. Y se espera que para el año 85 no baje de 25 millones —desglosados— en 14 millones para producir el filme y 11 millones para sufragar los gastos de distribución y publicidad.
Estas cifras astronómicas que reflejan el incremento sostenido de la inflación capitalista y que harían prácticamente insostenible su explotación rentable sólo dentro del territorio de los Estados Unidos demuestran que para cubrir la costeabilidad de sus producciones Hollywood depende de la expansión de su mercado exterior.
Forzado desde la posguerra a una dependencia sobre los mercados extranjeros, el cine norteamericano desarrolló una poderosa ofensiva de penetración comercial, iniciada con la ayuda del Plan Marshall, para beneficiarse con las ganancias obtenidas en el mercado interior de Europa Occidental, y también del Japón y los países subdesarrollados.
La invasión de películas norteamericanos en los países europeos se convirtió en una seria amenaza para la supervivencia de sus cinematografías nacionales, lo que determinó la adopción gubernamental de una serie de medidas proteccionista hacia la producción local para defenderla de la poderosa competencia yanqui.
Una política de subsidios y de asistencia financiera a la producción cinematográfica y a su circulación se estableció entre los principales países del Mercado Común Europea. Sin embargo, el bloqueo a la expatriación de las cuantiosas ganancias de exhibición obtenidas por las filiales norteamericanas en ultramar, obligó a éstas a readaptar su diseño de explotación realizando películas que “al cumplir los criterios necesarios para ser declaradas nacionales por los gobiernos europeos”, lograban beneficiarse legalmente con los fondos del subsidio.
Como socio capitalista obligado, dada su capacidad financiera —respaldada por el capital de multinacionales que han terminado por absorber el negocio del cine— y por la extensión mundial de su red de distribución —que multiplica en millones el número de espectadores de un filme—, puede afirmarse que la influencia económica norteamericana es vital en el área de la comercialización cinematográfica.
Tratándose de un negocio bien organizado, altamente capitalizado y poderoso, la necesidad de mercados adicionales es bastante general y no puede limitarse a las necesidades de la industria cinematográfica norteamericana.
Tanto el cine francés como el italiano, el inglés o el español han tratado activamente de ampliar sus propios mercados.
En nuestro continente conocemos los esfuerzos regionales del cine mexicano por colocar sus producciones en las carteleras latinoamericanas y en los propios Estados Unidos, en las comunidades residentes de habla hispana. Su equivalente egipcio en el Medio Oriente distribuye sus melodramas y comedias en el mercado árabe. En Asia, la descomunal producción de películas indias de larga duración abastece un mercado de millones de espectadores. Japón y Hong Kong, lanzados en un duelo entre samuráis y películas de Kong-Fu, luchan por dominar las pantallas del sudeste asiático.
Pero mientras es cierto que todas las industrias esperan ampliar y fortalecer sus bases económicas, la expansión mundial de la distribución norteamericana ha tenido un gran impacto sobre las industrias extranjeras, absorbiendo sus producciones o bloqueando y reduciendo sus mercados mediante la competencia de su oferta.
Esta situación promueve la realización de películas que prescinden de las características nacionales “americanizándose” en su contenido y en su forma. Dominados por la necesidad de competir con sus rivales, de Norteamérica, muchos productores europeos financian en la actualidad películas interpretadas por actores norteamericanos, habladas en inglés, con temas típicos de esa cinematografía (los famosos “western-spaguetti) y hasta realizados enteramente en locaciones estadounidenses. La mira de traficar en las pantallas con estos “dólares cinematográficos falsificados” está en el propósito de circularlos en lo que hasta hoy ha sido un coto cerrado a la producción extranjera: el mercado interior norteamericano.
Asimismo, la absorción de la producción nacional europea, mediante la adquisición de sus derechos de distribución internacional, se convierte cada día más en un instrumento de penetración norteamericana en la producción cultural del Viejo Mundo. Por ello no es extraño que los grandes nombres del cine europeo puedan asociarse a los de las grandes compañías yanquis. Visconti, Fellini, Scola, Losey, Bergman y otros, distribuidos por la Warner, United Artist, Columbia, CIC… sin excluir la más reciente producción del cine japonés, Kagemucha, del director Akira Kurosawa, quien fuera respaldado por la Twentieth Century Fox ante una crisis financiera que estuvo a punto de suspender el rodaje y de ponerlo en bancarrota.
Tampoco debe olvidare que muchas veces las grandes compañías norteamericanas controlan los derechos exclusivos de ciertos artistas de fama internacional. Lo que significa, para poner un ejemplo concreto, que para ver una película de Cantinflas los mexicanos tiene que negociar con la Columbia...
Estos fenómenos de interferencia económica constituye a la vez fenómenos que afectan no sólo la solvencia económica de las industrias locales sino también su prestigio nacional y la expresión auténtica de su cultura.
Pero lo más trágico de esta situación no está en los sinsabores que este sistema competitivo provoca en los productores capitalistas del mundo desarrollado, sino en la deplorable dependencia a que somete la satisfacción del entretenimiento cinematográfico en los países pobres sin acceso a un medio industrial que le permita expresar su realidad y cultura.
La polarización de riquezas concentra las industrias más poderosas del cine comercial en países capitalistas de un alto nivel de desarrollo. Las películas resultantes dentro de este sistema completan el ciclo de dominación económica al ser exhibido en los países dependientes, por cuanto transmiten directa o indirectamente el espejismo deslumbrador de las sociedades de consumo con sus imágenes florecientes de abundancia y prosperidad.
De este modo, el “thriller” más inocente o la comedia erótica más absurda estarán siempre marcados por esa vitrina lujosa que exhibe refulgente sus mejores encantos al más listo, al más fuerte y a los más ambiciosos. Y ante la disyuntiva de correr riesgos innecesarios con películas y distribuidores pobres, el exhibidor correrá a refugiarse en el abastecimiento constante y vigoroso de las películas comercialmente “sanas” ofrecidas por las grandes matrices distribuidoras. Así, aunque seamos reticentes a aceptar ese marco de fascinación complaciente en que nos sumerge este cine, una razón económica elemental termina por encerrarnos en el círculo vicioso de la tontería “entretenida”.
En el mundo burgués contemporánea el hombre ya no crea su propia cultura, sino que se la producen, no en función de sus intereses, sino para servir y proteger intereses privados para los que todo se mercantiliza y se vende. Estos hechos permiten comprender las determinaciones que orientan el sentido de la producción cinematográfica, cuyos resultados trascienden los motivos individuales o personales que explican su historia desde perspectivas obtusas y sicologicistas. Por ello, siempre será superficial y externo cualquier análisis social o estético sobre el cine, si no se toma en cuenta que el aspecto industrial y comercial de su organización está en la base de sus posibilidades creadoras, como también en su capacidad potencial para convertirse en un instrumento de enajenación pública.
Habitualmente se dice que una película es comercial cuando por su contenido y su forma responde a la receta tradicional del entretenimiento cinematográfico: una historia fácil de comprender, intérpretes conocidos, acciones espectaculares, humorismo y una buena dosis sentimental.
Lo más importante de estos filmes no es lo que se dice, sino lo que se deja de decir, ya que con el cine podemos ampliar o reducir los límites de nuestra experiencia humana y adquirir a través de él una imagen real o distorsionada del mundo y de la vida. Estas alternativas dependen de los elementos seleccionados en su presentación para atraer la atención de la audiencia a costa de otros que han sido omitidos.
En la presente era de tecnologías avanzadas y de voraces corporaciones multinacionales dedicadas a la producción del entretenimiento, existen mecanismos ocultos a la contemplación pública productores de una cultura mercantilizada que no se corresponde con las necesidades y problemas reales de los consumidores, como no sea ofrecerles un pasatiempo cuya banalidad en nada contribuye a mejorar su desarrollo cultural.
(Tomado de revista Cine Cubano, No. 103)