NOTICIA
El vuelo del pájaro pintado por los círculos del infierno
La violencia se vive cada día: estamos rodeados de ella, la padecemos, la presenciamos y no hacemos nada, o muy poco, para evitarla. Así parece decirnos el checo Václav Marhoul en El pájaro pintado, filme que ―entre respiros y diferenciándose de otros que han hecho del tema judío y la Segunda Guerra Mundial un material manido y además, aburrido por lo repetitivo― nos habla también de eso que el francés André Malraux llamara “la condición humana”.
Películas como El pájaro pintado (2019) no dejan impávido a casi nadie. Para bien o para mal, no importa aquí: lo que vale es que el pájaro está allí, en el aire, a punto de caer al suelo (vieja costumbre en aldeas europeas: pintar de blanco las alas de un pájaro al que su bandada terminará picoteando hasta causarle la muerte, al confundirlo con un intruso por su nuevo color).
Luego de su estreno en la Mostra de Venecia más de un crítico la alabó, no sin añadir que era preferible no volver a verla (y pensemos que los críticos de Venecia son gente bien seria). Algunos que otros espectadores se desmayaron o se fueron del cine a media proyección. ¿La causa? El realismo crudísimo de las imágenes y el tortuoso aquelarre de perversión y sadismo que se nos desgrana delante en las casi tres horas del filme, mientras somos partícipes de una inmersión a las oscuras profundidades del alma humana.
Todo esto es exacerbado porque el personaje principal es apenas un niño judío que, en los años de la Segunda Guerra Mundial, deambula de aldea campesina en villorrio, en una Europa del Este casi feudal, supersticiosa y oscura, a merced de campesinos ignorantes que ven en él una personificación del mal, una forma del demonio (recordemos que entre los estigmas que cargaban los judíos estaba el de haber vendido a Cristo y posibilitado su ejecución en la cruz).
Pese a que todo indique lo contrario, Marhoul, su director, insiste en que esta es “una historia de amor y humanidad”, basada en la novela homónima (1965) del polaco Jerzy Kosinski, quien tejió un mito alrededor de la veracidad de los crueles relatos al hacer creer por mucho tiempo que se basaban en sus propias experiencias en los años del conflicto.
Filmada en blanco y negro y en 35 milímetros, con dirección de fotografía de Vladimir Smutny, El pájaro pintado apenas da un respiro al espectador expuesto a este vía crucis de dolor, miedo y humillación física y moral que vive el pequeño después que la anciana tía, a cuyo cuidado había quedado, fallece de repente, se incendia la casa y queda a la merced de los demás, con todo lo que ello implica en una Europa del Este rural, católica y con muchísimos miedos.
Golpes, vejaciones, trabajo forzado, hambre, abusos sexuales tanto por hombres como por mujeres se suceden interminablemente (e insistentemente) en un filme que está dividido por una especie de capítulos con el nombre de las personas que conoce en ese peregrinar, mientras los alemanes invaden Polonia y tiempo después, los soviéticos llegan a la región.
Si mucho es lo que vive el pequeño en su propia piel (desde ser colgado del techo con un perro debajo esperando a que estire las piernas para morderlo, ser arrojado a un foso con excrementos, ser violado más de una vez, hasta amarrado y conducido como trofeo de guerra, a los nazis, quienes casi lo asesinan), que lo va curtiendo, trasformando en una especie de superviviente ―como lo es, recordamos, el personaje de Jaime Graham, el niño que interpreta Christian Bale en El imperio del sol, de Steven Spielberg, 1987―, mucha es también la violencia que este observa a su alrededor.
Entre las escenas más crueles de El pájaro pintado están la de Udo Kier sacando los dos ojos con una cuchara a un joven que cree mira a su esposa con alevosía, con la consiguiente paliza a ella y los gatos mordiendo los ojos en el suelo; las coléricas mujeres de una aldea asesinando salvajemente a una joven prostituta que inicia en el sexo a sus hijos; la escena de los judíos escapando del tren que los conducía, seguramente, al campo de concentración, mientras los soldados los cazan como animales en la llanura y rematan en el suelo, incluso a una joven con un bebé entre los brazos; o la invasión de las tropas cosacas a una aldea y el asesinato explícito y bien gráfico a sus habitantes, sin distinciones de ningún tipo (que nos hacen pensar que estamos en la Edad Media, y no casi en la mitad del siglo xx). Y como esto, la violencia pulula en cada minuto (a veces nos es sugerida, como cuando los ratones devoran hasta matar al violador).
Lo que más molesta, aseguran muchos, es que no hay descanso en este viaje (apenas fragmentos de comprensión y cariño, como sucede con el personaje del cura interpretado por el veterano Harvey Keitel, o con el soldado alemán en la piel de otro de las viejas lides, el sueco Stellan Skarsgård), en esta especie de odisea donde lo peor del ser humano aflora contra el otro, el distinto, el que disiente (a veces por el simple hecho de serlo, como sucede con el niño judío, interpretado magistralmente por Petr Kotlár, como pocas veces se ha visto en filmes así).
¿Se justifica tanto sadismo en pantalla, aunque esté basado en un libro? El cine siempre ha sido un reducto para la libertad creativa, y peores y más explícitos filmes abundan. A otros les molesta ―pero no dejan de elogiarla― que tanta violencia sea mostrada a través de una hermosísima fotografía, como si en el horror no pudiera nacer la belleza. Por otra parte, tampoco hay música ni apenas palabras. De los 169 minutos de duración de la película, solo nueve tienen diálogo y están pronunciados en intereslavo, una lengua que mezcla idiomas como el ruso, el polaco, el checo y el búlgaro. “El trabajo de un cineasta es contar la historia a través de la imagen y el sonido”, comentó entonces el director, quien se atrevió a recrear el vuelo errático del pájaro pintado por los círculos del infierno.
(Foto tomada de Filmaffinity)