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¿Esperando a los bárbaros o llegaron ya?
Mientras Nuevo orden, ganadora del gran premio del jurado en el Festival de Venecia de 2020, enciende chispas tras su estreno en México, la tierra natal del realizador Michel Franco, porque su historia de una boda de clase alta arrasada por una horda de manifestantes indígenas luce como una victimización de los ricos y una criminalización de la protesta, en Cuba se presenta por la televisión —en el espacio La séptima puerta— Esperando a los bárbaros, filme de 2019 dirigido por el colombiano Ciro Guerra, cuya premisa esencial discurre en una dirección totalmente opuesta a la película mexicana.
Para quienes vieron las aclamadas El abrazo de la serpiente (premio de la Quincena de Realizadores en Cannes 2015 y nominada al Oscar) y Pájaros de verano (codirigida con su esposa Cristina Gallego, mejor película en el Festival de Biarritz Amérique Latine y Coral de ficción en el Festival de La Habana, en 2018), la última propuesta de Ciro Guerra no representa asombro alguno, en cuanto a temática, pues ya esas cintas anteriores giraban en torno al funesto asalto de la modernidad capitalista sobre los pueblos originarios y la destrucción de sus hábitats y modos de vida.
La novedad de esta película, estrenada con grandes expectativas en el Festival de Venecia, reside en constatar cómo se las arregló el nacido en Río de Oro, César, en 1981, para lidiar con mayores presupuestos, un reparto integrado por estrellas internacionales y en la versión cinematográfica de una brillante novela de 1980, que la editorial británica Penguin Books incluyó en su lista de “Veinte grandes libros del siglo XX”.
En cuanto a esto último, como para evitar el encontronazo con los fieles lectores, su opción fue contar con el propio J. M. Coetzee, premio Nobel de Literatura 2003, devenido artífice del guion. Y la traslación a la pantalla del original literario, definido como un “thriller político, en el que la ingenuidad del idealista abre las puertas del horror”, ha resultado de una fidelidad casi total. Tanto para bien, como para mal.
Se sigue a pie juntillas el argumento: En el último confín de un vasto imperio colonial (no identificado) opera un magistrado (Mark Rylance), que basa en el sentido de la justicia y la convivencia pacífica su labor como representante del orden de ese puesto de frontera, aislado en medio de un desierto donde habitan poblaciones nómadas. La llegada desde la distante capital de un oficial de la policía imperial, dispuesto a comprobar a toda costa los rumores de una presunta invasión bárbara en ciernes, desata la ignominia y acaba con la idílica tranquilidad del lugar.
Tras los espejuelos redondos y oscuros, el rígido coronel Llol (Johnny Deep, demostrando que sabe irse a las antípodas del disipado y extrovertido pirata Jack Sparrow) oculta una personalidad sádica que sacará a la luz en la captura de prisioneros e interrogatorios contra la población oriunda. “El dolor es la verdad. Todo lo demás está sujeto a duda”, expone el castrense como pretexto para la tortura; y otro militar, que ejerce como su mano derecha (encarnado por Robert Pattinson), no se queda atrás en crueldad.
Aunque obligado a no intervenir en la tarea del ejército, el magistrado va a manifestar su oposición a tales métodos y comienza a labrarse su ruina. Cuando se involucra, después, con una joven nativa (Gana Bayarsaikhan), lisiada y ciega a causa del brutal “interrogatorio” —en lo que acaso es la única diferencia cardinal, en la película esta relación muestra una connotación sublimada, de amor piadoso y compasivo, distante de las implicaciones sexuales que adquiere en la novela—, le encasquetan la etiqueta de “traidor”, es depuesto del cargo y sometido a una burlona ceremonia de vejación delante de todos.
Aquí, la trampa de la traslación fidedigna de la literatura hacia el cine se manifiesta en que la narración en primera persona de la novela da poco margen a la develación de interioridades en el coronel Llol y el resto de los personajes secundarios, quedando reducidos estos a una imagen encartonada, de estereotipo, y regalándole a Rylance la única oportunidad para el lucimiento en sutilezas interpretativas.
También, ese ritmo de “la espera” que se soporta desde el papel, no compagina con las necesidades dramáticas del celuloide; y el paso de todo un año en el sitio de los hechos, marcado por la sucesión de las estaciones, debilita el crescendo emotivo del relato cinematográfico. A favor de la película, Chris Menges y su descomunal exposición del entorno desértico (se rodó en Marruecos) en la dirección de fotografía, y la melancólica elocuencia de la música de Giampiero Ambrosi.
Hacia el final, la animadversión ganada entre los lugareños y la fútil arrogancia de los militares invierten la rueda de la fortuna, y las circunstancias parecen retornar a su punto de partida. Así que, de todas maneras, con sus pros y contras, Esperando a los bárbaros logra trasmitir su mensaje. La interrogante sobre quiénes son de verdad los bárbaros encuentra su respuesta, y la revuelta de los pueblos alcanza su justificación.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 188)