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Fernando Solanas: En busca permanente de una Argentina desconocida
Tres textos portadores de cuestionadoras reflexiones sobre la función del cine, su producción y su lenguaje en tiempos de efervescencia revolucionaria a escala continental, sirvieron de pilares teóricos al renovador afán de transformación que caracterizó al Nuevo Cine Latinoamericano de los años sesenta: La estética del hambre, del brasileño Glauber Rocha; Por un cine imperfecto, del cubano Julio García Espinosa, y Hacia un Tercer Cine, de los argentinos Octavio Getino y Fernando Solanas.
Este último estuvo ligado a la creación del Grupo Cine Liberación y a la realización en 1968 de un filme hoy considerado manifiesto fílmico de ese Nuevo y Tercer Cine, La hora de los hornos, también de Getino y Solanas. Si los autores identificaban un primer cine como el comercial —representado esencialmente por Hollywood—, y un segundo como el de autor —encarnado por las vanguardias europeas—, el tercer cine planteaba la ruptura y emancipación radical y definitiva del cine del Tercer Mundo, tanto política como estética, de los cánones impuestos por el cine hegemónico. A partir de esos postulados fundacionales, Octavio Getino proseguiría su desarrollo teórico en los años posteriores, mientras Solanas se propondría aplicarlos en la realización, tanto de cine documental como de ficción.
Es así que se gesta, bajo la dirección de Fernando Ezequiel “Pino” Solanas (Buenos Aires, 1936), una de las filmografías del cine latinoamericano que de manera más coherente y consecuente refleja la simbiosis del cine con la política, una interacción que no solo se plasma en la pantalla, sino en la propia proyección cívica del cineasta como ciudadano, que lo llevó a desempeñarse como diputado, senador e incluso aspirante a la presidencia de la república en los últimos 25 años de la vida política argentina.
Investigador acucioso, lúcido analista, polemista irreductible y luchador infatigable por la causa de los excluidos en su cine documental; artista polifacético, experimental y audaz en las búsquedas expresivas de su cine de ficción, que entre otros galardones conquistó un Premio Especial del Jurado en Venecia (El exilio de Gardel. Tangos 1985) y un Premio al Mejor Director en Cannes (Sur, 1988), Solanas alternó la cámara con la pluma, el set con el estrado, los festivales con el debate público, para erigirse como el más fiel continuador de aquella concepción que se generalizó en los rugientes años sesenta del cine como “arma de combate”, léase de concientización, denuncia, compromiso y alerta ante los sórdidos intereses que nos agreden como sociedad y como especie.
Así lo demostró su último título, el largometraje documental Viaje a los pueblos fumigados (2017), vibrante alegato contra el envenenamiento que sufre la población argentina por los agrotóxicos y agregados químicos en los alimentos que consume, un filme que sumó un nuevo capítulo a la serie de documentales que desde 2004 Solanas dedicó a temas candentes de su realidad nacional.
Hasta el momento de su muerte, para Fernando Solanas los hornos seguían al rojo vivo, y su hora no había pasado. Batallando por sus principios permaneció siempre, “hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”, y cuando críticos, colegas y amigos le preguntaron en 2017 cómo era posible que a sus 82 años entonces recién cumplidos siguiera filmando: “Simplemente les digo que el cine es mi mejor lenguaje, y que queda mucho por contar, porque hay toda una dimensión desconocida de Argentina”.