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Jíbaro: la última cacería y el próximo combate
En su ópera prima, Jíbaro (1984), Daniel Díaz Torres aprovechaba la experiencia acumulada en su exitosa trayectoria como director de documentales. Las potencialidades narrativas de un trabajo anterior de igual nombre, filmado dos años antes, serían el punto de partida para la historia de su nueva película que testimoniaba, desde una perspectiva antropológica, las radicales transformaciones sociales y políticas del pasado insular más reciente.
Trentaiseis años después de su estreno, Jíbaro puede entenderse como un relato sobre las tensiones y dinámicas de supervivencia del hombre rural en su entorno, pero también como una narrativa épica que secunda la tradición de filmes producidos por el ICAIC respecto del proceso social revolucionario, en tanto mito teleológico que hace posible el milagro de la transformación del sujeto nacional en figura arquetípica. En su caso, el hombre común, rudo, agreste, semianalfabeto, machista, mujeriego y explotado económicamente, no solo es objeto de los cambios que se originan en el proceso social, político y cultural de la época, también se convierte en activo protagonista. Mediante su acción transformadora es posible lograr el establecimiento del orden, el equilibrio armónico entre él y su entorno.
Jíbaro inicia con unos planos hermosos, bien cerrados, que la edición alterna para detallar la rudimentaria asociada a la actividad de la cacería de perros jíbaros. El aspecto de los lugareños y la manera en que desempeñan las acciones propias de su cotidianeidad pone énfasis en el costado semisalvaje y grotesco de una masculinidad que alardea de sus competencias genéricas y hace posible el estallido de la rivalidad. Pero las divergencias entre Felo, el cazador (Salvador Wood) y Severino (René de la Cruz), tienen también un denominador común: la seducción inocente de un rostro femenino, juvenil, que les desborda las testosteronas, acaso sin proponérselo, y los reta a la conquista aunque la amistad y las relaciones familiares entre uno y otro queden en riesgo. En las contingencias de un simpático cortejo, como dos adolescentes, Felo y Severiano no dudarán ganarse la atención de la bella joven a base de puñetazos.
De ese personaje interpretado por Nancy González me interesa subrayar la analogía que el discurso narrativo de la película establece, a nivel simbólico, con la obra misma del proceso revolucionario; una fuerza emancipadora que no solo socava los patrones hegemónicos tradicionales de la masculinidad sino que también la domestica, pues todo atavismo de rebeldía salvaje se somete al servicio del establecimiento de un nuevo orden social y político. He aquí donde las diferencias entre los cazadores de jíbaros se anulan, aunque para ello sea preciso el detonante de una tragedia mayor. Felo, el más experto de todos, no dudará un segundo en lavar el honor de su amigo asesinado y emprender la cacería de los verdaderos jíbaros que desestabilizan y socavan la materialización de la obra revolucionaria en la comunidad rural. Le vale su destreza, el conocimiento, como nadie, de cada palmo de paraje agreste para sacar ventaja de los bandidos que operan en las montañas del Escambray.
La película culmina del mismo modo en que, desde el diálogo, ha anticipado la parábola de la domesticidad de la vida salvaje y la búsqueda del equilibrio en las relaciones del hombre rural con su entorno: una jíbara surge entre las rocas, probablemente el animal que Felo mencionara al inicio del filme, en un alarde profético, al augurar que solo se le aparecería a él y a nadie más. Mientras aguarda la llegada de los milicianos que han capturado a los alzados, el cazador le apunta pero decide no matarla y esta escapa, internándose en la espesura de la maleza. En ese gesto conciliatorio entre el hombre y su entorno el discurso narrativo termina revelando el contenido político de la anagnórisis y con él el modo en que se efectúa la reconversión del hombre común en héroe y guardián del proceso social que lo ha convocado a emprendimientos mayores: para la época, salvaguardar las conquistas de la obra revolucionaria.
Entre las películas producidas durante las primeras décadas de fundación del ICAIC, Jíbaro se integra como parte de esos filmes que articulan una narrativa del epos nacional. Vista hoy, no deja de sorprender todavía la vitalidad de su registro estético aunque no sea precisamente uno de los largometrajes de ficción más significativos del cine cubano. Cómo no sentir la nostalgia de esos grandes que ya no están, Salvador Wood, René de la Cruz y Adolfo Llauradó, entre otros tantos que aportaron el brillo que hizo posible la perdurabilidad de esta cinta en el imaginario cultural de nuestra cinematografía. Y claro, el acompañamiento musical de Leo Brouwer es, simplemente, arte.
Sobre el cine de Daniel Díaz Torres y sus modos de refrendar, someter a examen y exponer sus inquietudes intelectuales en torno a los procesos sociales y políticos de su tiempo, esas particularidades de su obra que revelan una conciencia estético-crítica, habrá que volver después con detenimiento mayor.