NOTICIA
Juan Padrón, creador de símbolos
Ya sé que la oscuridad acompaña al cine, pero están exagerando. Tanto que no me dejan ver al homenajeado. Juanito Padrón, donde quiera que te encuentres. Muchas gracias por invitarme a tu wemilere, a tu mofforibale o, como ha dicho mi hijo putativo Luis Alberto García, tu jolgorio, que es la fiesta del cine cubano. Queridos amigos, tengo que dar las gracias a Juan Padrón por darme la oportunidad de decir que él ya está entre los grandes. Por este reconocimiento y por su trayectoria. Por el derroche de imaginación que nos ha regalado y en la que nos reconocemos. Él ha construido un símbolo del país y de la cultura cubana. Un símbolo de la alegría de vivir y de luchar en Cuba. Se dice fácil.
Junto a la mayoría de los reunidos aquí, esta noche, tengo entrañables vínculos con Juan Padrón, con sus criaturas, que han poblado los sueños de varias generaciones de cubanos. Tenemos –y agradecemos– los vínculos que da una afición común, el reconocimiento de nuestra pasión por los viejos cómics. A veces conversamos sobre los muñequitos, como les decimos en Cuba, aquellas historietas que llegaban a nuestras manos en la infancia, las dominicales y las de todos los días, «tiras cómicas» incluidas en los periódicos y que luego se hicieron álbumes, libros, en los que aprendimos a leer y a fabricarnos una imagen del mundo. Nada menos. Debo reconocer que aprendí a leer con los muñequitos. Cada domingo irrumpían en mi casa –de reciclaje, porque no estábamos suscritos– los suplementos de los grandes periódicos cubanos El País, El Mundo, Información y Diario de la Marina, odiado por mis mayores mientras yo me apoderaba de la sección de pasatiempos. Ellos se hacían de la vista gorda porque tenía el efecto anestésico de apagar mi avasalladora intranquilidad.
Pues Juanito Padrón y yo, distantes en la flaca y estirada geografía cubana –nunca he comprendido lo de «a lo largo y ancho» repetido por los locutores–, tuvimos un placer que sin conocernos, ya nos identificaba. Crecimos con esas historietas, atesoradas como monedas de chocolate, y ya no sabíamos si estábamos enamorados de Narda que el propio Mandrake, de Aleta más que el azaroso Príncipe Valiente, de Olivia Oil más que el mismísimo Popeye y sus hartazgos de espinacas, de Pepita más que el insomne y tragón Lorenzo Parachoques, con sus emparedados de campeonato.
Nuestra identificación con aquellos seres de ficción que la imaginación dotaba de realidad, los convertía en amigos cercanos, compañeros de aventuras. En páginas de mis libros han entrado como en casa propia, para ejemplificar obsesiones y deseos, una identificación generacional que persiste en la adultez y, no es aberración reconocerlo, ya en esta vejez incómoda en la que Juan y yo vamos entrando bajo protesta. Lo que nos diferencia en la pasión es que él supo darle a los cómics una connotación diferente. Su generosidad le permitió regalar a los espectadores esos trozos de su creación que ahora ya no acompañan a unos cuantos niños, sus hermanos y sus padres. Él, hacedor de milagros, ha conseguido que los caprichos de sus sueños alcancen la insoslayable dimensión de iconos de un conglomerado vastísimo.
A veces nos ponemos a discutir sobre Harold Foster o sobre Hoggart, quienes pintaron al Príncipe Valiente y a Tarzán en estilo art nouveau, hicieron de la rudeza vikinga y de los arabescos de la selva elementos de gran significación estética, un regalo desde mensajes que no aspiraban a perdurar como obras de arte, sino como el simple arte aplicado de la prensa diaria, dibujos que nos acercaron significados inquietantes, sobresaltos y temores que llevábamos a la almohada y poblaron nuestras mentes de artistas cachorros. Evocamos al Spirit de Will Eisner, que siempre me pareció más seductor que Dick Tracy con su cara angulosa, sus artefactos impresionantes para la época, útiles para la detección del crimen –hoy superados por los artilugios del Agente 007– y su galería de personajes insólitos y ambientes sórdidos en las grandes ciudades del capital, que también lo eran del crimen.
Muy tarde, demasiado luego, supe que Tarzán era un nefasto agente capitalista, un elemento del colonialismo y del reparto injusto del mundo. Su Juana y su Tarzanito, partes de una falacia para atrapar incautos, invento de una familia colgada de las ramas en una jungla que le robaban poco a poco a nativos con huesitos atravesados en las narices, unos moños de horror y máscaras con todos los atributos del miedo. Esa engañifa desenmascaró un arsenal de razonamientos que me llegó después, sesudos ensayos, libros, artículos, denuncias que afloraron en los años sesenta. Tarde me avergoncé de haber creído a pie juntillas las enseñanzas que el Pato Donald le daba a sus sobrinos, la ternura que derrochaba con su novia. Gracias a esos razonamientos de nueva ola conocí la avaricia impenitente del tío rico Mac Pato, su piscina colmada de monedas, su tacañería culpable, que antes me pareció hasta simpática, miren que ingenuidad la mía.
Siempre estuve equivocado con aquellos amores grandes. Ya no hablemos del Ratón Micky y sus melodiosas travesuras. ¡Qué manera de equivocarme! Yo hubiera jurado que eran personas decentes. Hasta ahí llegué en mis perversiones. Aunque algo de intuición mantuve en mis pecados: no me gustó Pomponio con su nariz gorda, ni Anita la Huerfanita con su pelo desgreñado y sus ojos sin pupilas, ni la pretenciosa Cuquita la Mecanógrafa. Reservaba mi más respetuosa admiración para Roldán el Temerario, y para el Fantasma, enamorado y justiciero, con la compañía de su fiel Lotario, en cuya figura, por supuesto, no adiviné a tiempo la representación de servilismo, taimada invención de los blancos para amansar la justa ira de los condenados de la tierra, como me enseñaron Fanon, Mattelart y Umberto Eco, mis nuevos asesores. Aunque debo confesar que lamenté el derribo de mis viejas alegrías, no obstante, haber pasado ya de los juegos a los asuntos.
Mattelart y toda esa gente inteligente me abrieron los ojos, me explicaron que Walt Disney –ahora se dice «la factoría Disney»– es un imperio terrible, tan terrible como Bush. Bush al lado de Disney es un tonto. Porque Disney nos fabricó la mentalidad. Nos hizo creer que esa gente era buena. Ya sabemos, aunque lo lamentamos, que el buenazo de Jorge el Piloto y Steve Canyon son unos invasores, a pesar de la Señorita Dragón, que era una copia en cómics de Marlene Dietrich, tan irremediablemente bella con su muslo izquierdo desnudo y su boquilla kilométrica. Nadie ha enseñado un muslo y ha soltado una humareda de esas dimensiones con tan irresistible impavidez… Bueno, debí recapacitar. Todo aquello se derrumbó aunque con el derrumbe fui perdiendo cierta alegría.
La suerte, mía y de ustedes, fue que surgió un hombre para subvertir aquellos espejismos. Cierto que Cuba, en medio de la torrentera que llaman «traspatio americano», consumió a pasto los mensajes más dañinos, los hizo suyos, y que nuestra infancia se deleitó en ellos como quien bebe cicuta.
Este hombre, al que le llevo pocos años en unas edades en que los años se difuminan como el humo del cigarrillo de la Señorita Dragón, asumió la tarea titánica –él la llama placentera– de elaborarnos nuevo mitos para nuevos ritos –ay, Umberto Eco, cómo te plagio–, mitos cubanos, reflejos de una cubanía acendrada. Nuestro hombre persistió en darle forma y color a sus ilusiones frente a obtusas oposiciones, lecturas torcidas e intereses ídem de gente que no entiende estas cosas desde el primer momento porque nacieron con el defecto congénito de no apreciar los muñequitos, gente con «complejo de adultos», señores serios y doctorales, apoltronados en despachos climatizados. A esa gente convenció el hombre a quien rendimos tributo esta noche: Juan Padrón
Juan les hizo ver que riendo y sonriendo, sin enseriarse hasta la mueca, aprendemos a ser mejores. Les dijo que también desde alegría es posible exaltar la lucha y, llegado el momento, llamar ¡a degüello! Se los dijo con el persuasivo ejemplo del coronel Elpidio Valdés. Valdés, sí, el apellido más humilde entre los nuestros, el de la Casa Cuna y la Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde, otro mito.
Con un cómic, unos trazos hábiles sobre el papel y el celuloide, Juan Padrón nos habló de hazañas patrióticas. Su mensaje tuvo eco. Yo no sé si hoy los niños siguen jugando, como jugábamos nosotros, a policías y ladrones, pero sí sé que todos quieren ser como Elpidio Valdés. En mi errática infancia jugaba a ser Jorge el Piloto, o Batman, incluso uno de los temibles Halcones Negros. No había muñequitos comunistas, mucho menos patrióticos. Hablo del aturdido tiempo en que no existían la revista Mella y cómics diferentes. Luego, cuando me despertaron del letargo, quise ser de la contracultura, escribí sobre esos asuntos, incluso entre mis lauros está la presentación en Cuba de la entrañable Mafalda de Quino –en La Gaceta, en los años sesenta–, cuando descubrí el entorpecedor «complejo de adultos» y una mala forma de emitir mensajes que no por buenos pudieron escapar de la nulidad y la reiteración vacua.
En sus mensajes, como pocos, hizo labor fundacional, patriótica, de educación perdurable. Con él reírnos y amamos las palmas, por hablar de símbolos que si se abusa de ellos resultan manidos y banalizados. Algunos de sus personajes, como la palma están en el escudo. Gracias a ellos, sin teque, sus espectadores comprendimos que aquella palma sola evocada por Guillén ya no está sola.
Cuando exalto y aplaudo al amigo Juan Padrón, un creador de los considerables, casi he venido a decirle que lo envidio. Una envidia sana y limpia, la envidia que se identifica en el triunfo ajeno tenido como propio. Quisiera escribir páginas que trascendieran como han trascendido los dibujos de su Elpidio Valdés, páginas que sinteticen el amor a Cuba como lo ha hecho él. Tuvo la astucia de crearle a su héroe una guajirita respondona –la Aleta de este Príncipe Valiente–, una guajirita que dispara con la misma puntería de su compañero, y una familia, y un caballo tan astuto como el de El Zorro. Tuvo la virtud de un dibujo sencillo que no complica la información, bueno para decirnos lo que quiere decirnos, nomás, sin enredar el mensaje, porque nos habla directamente del amor a este país que es lindo y entre las lindezas que posee cuenta con la gente que encarna su Elpidio Valdés, heroica sin alardes, en un escenario que es una fuente de buenos sentimientos. Lo que este señor ha hecho, quisiera hacerlo yo. Cuando sea grande, Juanito, quiero ser como tú. Por el momento, soy tu lector, tu fanático, tuyo y de esa familia linda que has creado en la vida como en el celuloide.
Con ustedes brindo y me congratulo porque existe Juan Padrón, un artista que no deja las ideas en machacón eslogan, que le ha cantado a su país y a la inteligencia. Me hago eco de la batalla de Elpidio Valdés y con él, que es algo más que un personaje porque sus espectadores ya le dieron cuerpo de persona, dar la orden: ¡Corneta, toque a degüello!
Este señor, a quien celebramos hoy, que nació en un municipio de Matanzas, no solamente tiene las aventuras de Elpidio Valdés y de otros bienpensantes, sino algunos episodios menos santurrones pero igualmente exitosos, como un clásico –los clásicos engendran clásicos–, Vampiros en La Habana, una de las películas que honran el catálogo del ICAIC. Con desenfado y cachondo erotismo, como reflejo de la picardía popular y nuestro socorrido doble sentido, ya suma filmes sobre esos seres extraños, parodia y burla, sabroseo del bueno. Sus vampiros salieron de La Habana y ruedan por medio mundo, con la amenaza de asolar la otra mitad.
Este señor, entre tantas cosas hermosas que ha hecho para decirle a la gente que pueden divertirse y pensar, que hasta la frivolidad tiene elementos sensatos, ha evidenciado el buen gusto de hacer reír en criollo sin llegar a la comedieta procaz que tanto nos dosifican. Frente a esa cantidad de gente absurda, cejijuntos todo terreno, permanentemente envueltos en una bandera y sobre un charco de sangre, Juan Padrón elevó la cordura de la risa, algo digno de reconocimiento.
(Tomado de Cine Cubano, nro. 168, 2008)