Los dos papas

Los dos papas y un Dios que es argentino

Lun, 07/06/2020

Los dos papas (The Two Popes, 2019) de Fernando Meirelles, levantó no pocas ojerizas, incluso desde que el Vaticano decidiera vetar, tras la lectura del guion, la posibilidad de que el realizador brasileño filmara su película en escenarios reales. Pero hay más. Cuando el filme tuvo su estreno en los escenarios mundiales el pasado año, a gran parte del público y la crítica extrañó la “libérrima” inspiración del conocido escritor Anthony McCarten, que tiende, según algunos, a un muestrario maniqueo en sus valoraciones respecto a las principales figuras de la Iglesia católica. 

Por un lado, el retrato ficcional de Joseph Ratzinger, Benedicto xvi, ahora el papa emérito, obligado a renunciar al trono de San Pedro debido a los escándalos de pederastia y corrupción que aún estremecen la curia romana, encarna los valores ancestrales de una institución milenaria resistida al cambio y que prefiere lavar los trapos sucios en casa aunque ello implique la desestabilización de la fe de millones de seguidores en diversas partes del mundo; por otro, el jesuita Jorge Bergoglio, su santidad el papa Francisco, con una postura aparentemente izquierdista que rememora aquellos padres creadores de la Teleología de la Liberación. Uno y otro, anquilosados en sus maneras de servir a Dios, sin embargo, atormentados por un pasado a todas luces bien oscuro. 

Al parecer se le acusa, sobre todo a Meirelles —latino al fin—, de que la película baraja una satanización de la figura de Ratzinger al tiempo que deifica la de su contraparte, este último más cercano, desde el punto de vista ideológico, con los propósitos altruistas que desde siempre identificó su labor misionera, la cual acompañó la suerte de los sectores sociales más desposeídos. Más o menos, faltaba poco para que Meirelles intentara con su película excomulgar la figura de Benedicto al tiempo que ejercía una especie de absolución de las controvertidas acciones de Bergoglio, en el repaso de su vida sacerdotal en tiempos de dictadura.

También ciertos defectos de omisión, por ejemplo, la falta de seriedad, o al menos de profundidad, en su abordaje de la crítica a los casos de la conducta ominosa de la curia romana en relación a los escándalos de corrupción de los fondos del Vaticano y la renuncia del secretario personal de Benedicto —mostrados a vuelapluma como telón de fondo de la película—, así como la intención “simbólica” de silenciar el diálogo en una escena específica entre ambos papas, que aluden a las investigaciones, no resueltas hasta entonces, de los abusos sexuales a menores cometidos por sacerdotes. 

Hay, en estos juicios, una suerte de complot que pretende exorcizar viejos resabios, acaso inconformidades, rencillas, prejuicios, tabúes y rencores sociales, morales y políticos contra el ministerio de una práctica religiosa no exenta de luces y sombras en sus vaivenes a lo largo de nuestra historia cultural. Creo que lo más importante del filme de Meirelles es el modo en que su guion desanda el intricado bosque psicológico de dos figuras que tienen un indudable atractivo: su cercanía política con la fe, con el ministerio de Dios que ambas dicen representar. 

En ese propósito, el acercamiento de Meirelles es un hermoso coqueteo con la tradición clásica —hablo de la simbología del dios Jano— que no coloca la fe ante una encrucijada solamente, sino que la espejea en dos rostros que equidistan y se complementan al mismo tiempo en la búsqueda de la fortaleza moral, del amparo metafísico que sirve de aliciente ante la debilidad humana. 

Bergoglio tiene un inicio sublime en este filme con un parlamento que acaso pretende resumir toda la narrativa de su viaje, del viaje a los laberintos de la experiencia de la condición humana, aun cuando se trata del sujeto ―o de los sujetos, como veremos en la película― que ostenta, según el credo católico, la postura más cercana a Dios en el mundo físico. 

Y no hace otra cosa Meirelles que mostrarnos cómo ha sido esa larga, intensa y agotadora ruta que coloca a ambos personajes en lo que denomina la paradoja teológica. La pretensión de renunciar al ministerio sacerdotal, en uno y otro, es tanto o más que un acto de reafirmación de la fe, pues toda ella es una fe que duda, que estremece y conmueve en su interés de explorar la debilidad de la condición humana en el reconocimiento de los fracasos y errores del pasado convertidos, tras jornadas de reflexión, en lecciones de aprendizaje. Es justamente por esa vía ―al menos es lo que nos dice esta película― donde puede el hombre encontrar el camino de su comunión con Dios. 

Fuera de esto, resulta vano y pueril exigirle a esta película sus cuotas de veracidad documental, todo reclamo de inmersión crítica al contexto hubiera desbalanceado el propósito de ahondar en los conflictos de ambas psicologías. Sin embargo, el guion de McCarten adolece del defecto de la hondonada de frases hechas, de los latigazos aleccionadores que ha debido extraer, con seguridad, de sus lecturas de la Biblia. 

¿Qué hace, no obstante, sublime y grande, memorable y brillante a esta película? Esas dos grandes actuaciones, por Dios, que merecen la reverencia misma del espectador, pues todo él no deja de experimentar la teluricidad, sobre todo con un Anthony Hopkins que merecía, cómo no, acariciar la estatuilla dorada. Price, como Bergoglio, también está impecable y quien esto escribe no tiene más que derrochar elogios de principio a fin. Con la excelente organicidad de sus registros histriónicos, es notable el rebajamiento de la literariedad que, por momentos, respiran los bocadillos de esta película.

Te digo mi nota: un 5, brillante. Porque no temo decir que Los dos papas es lo más cercano a una obra maestra que cala en la memoria del espectador y de quien esto escribe. Sin embargo, debo confesar que el realizador brasileño estuvo a punto, casi a punto, de convertir su película en una copia portentosa del majestuoso altar de la Santa Sede. No dejo de ver en ella una declarada devoción por la figura de Francisco que a algunos puede parecer exagerada, pero que a mí me deja un gustillo panfletario. Digamos que fue la pasión de emprender el proyecto que lo catapultaría, una vez más, a tocar la misma puerta del cielo y sentarse a la diestra del Señor.

Hace mucho que el cine de Meirelles dejó de ser descuidado en el detalle de la hondura. Al menos Los dos papas nos trae la satisfacción de celebrar ese cambio para bien.