NOTICIA
Más que Maggio en el cine
No voy a andar con inventos ni voy a traer por los pelos una efeméride. No es que no haya otra cosa de que escribir. Simplemente miré mal. Pensé que el 10 de enero era aniversario de nacimiento de Frank Sinatra (1915-1998), ‶La Voz″. Los aniversarios importantes se celebran o se recuerdan según el grado de intensidad que le confirió la humanidad. Esto es para ″Hombres representativos‶ en palabras de Emerson —mujeres incluidas—, aunque ″el sabio de Concord‶ no contemplara en sus páginas a ninguna dama destacada.
Quien nació el 10 de enero fue Franklin Wayne Emmanuel Sinatra, Frank Sinatra Jr., uno de los hijos del célebre cantante, productor, director, presentador y actor de la época dorada de Hollywood. Aunque el hijo de Sinatra tiene su modesta y atendible — este término es de Céspedes Góngora— carrera profesional, no voy a perder mi tiempo dedicándole páginas a él. Nadie lo mandó a seguir los pasos de su padre y bueno, tampoco tiene la culpa de gustarle la música y la actuación. Pero cuando uno tiene de referente en la familia a una figura mayúscula, conviene ser prudente en la profesión escogida. Alguien me anotará: ¡Andrés, la vocación se respeta! Y yo le contestaría: ‶Claro que se sí, pero eso no te salva de las comparaciones″. No soy dado a las nostalgias y a los romanticismos. Lo siento por el lector patético. Como del hijo no tengo ganas de escribir, lo hago de su padre y su relación con el cine.
Como, entre otros, Bing Crosby y el insufrible Fred Astaire —soy más del grandísimo Gene Kelly— decidieron llamar la atención en el cine, Frank Sinatra lo haría incluso cuando algunos pensaron que no era de su interés. Había experimentado antes de Elvis Presley y Michael Jackson lo que era una multitud enardecida. Mujeres y hombres. Se dice que participó en un corto llamado The house I live in, el cual le valió un Oscar especial en 1945 —esto prácticamente ni se reconoce en mucha bibliografía que he consultado—; participó con Fred MacMurray y Alida Valli en El milagro de las campanas (Irving Pichel, 1948); en fin, tuvo otras incursiones destacadas por algunos críticos: la opinión general era que no estaba en su campo. Y debido a la propaganda de la prensa amarillista —porque era un mujeriego constante—, la imagen que le había intentado construir Hollywood y las casas disqueras de hombre de familia, de estadounidense ideal y otras pamplinas, se vino abajo como un castillo de naipes. Ya Ava Gardner había entrado en su vida. Ella había ganado más reconocimiento con Forajidos o The Killers, el relato de Hemingway que Robert Siodmak adaptó en 1948. No era otra chica más en su vida.
Mientras seguía en los sets de filmación discutiendo con los directores —que eran menos a la sazón que los productores— y que, para Sinatra, sabían menos que él en cuestión de caracteres y emociones, faltaba a los ensayos, se negaba a repetir bocadillos. Decía que era un actor intuitivo y a veces esto le funcionó, pero otras lo deshonró por completo.
A finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, no la estaba pasando bien. Entonces se le metió en la cabeza obtener un secundario de relevancia en De aquí a la eternidad (1953), la reciente película del austríaco radicado en Estados Unidos Fred Zinnemann, un director a quien el otrora esplendoroso Hollywood le debe bastante. Aunque nunca es suficiente para la Academia. Al fin y el cabo, el papel estaba pensado para Elli Wallach. Pero Sinatra se ofreció para hacerlo por menos dinero. Algunos aseguran que Ava Gardner habló con la esposa de Harry Cohn, dueño de Columbia, quien no soportaba a ″La Voz‶. Ha escrito Mario Puzo en El Padrino que la mafia estuvo implicada en que le dieran finalmente el papel de Angelo Maggio a Sinatra. Esto no está probado. ″Sé humilde ante Cohn‶, le aconsejó Clark Gable. En rigor, algo difícil para el cantante. No obstante, lo fue y el personaje se lo dieron.
La actuación de Sinatra como el soldado Maggio, amigo del exboxeador Prewitt (Montgomery Clift) es sugerente pero no más intensa que la de Monty Clift, que, además de asesorar en lo dramático al cantante, se atrevió, muy ebrio, a rodar una escena desgarradora —casi autobiográfica, pues el boxeo era acaso para Monty la cara bonita que perdió, el propio Hollywood…—. Burt Lancaster fue testigo al compartir escenas con ellos, además de su revolcada en la playa —hoy escena icónica— con Deborah Kerr. Los cuatro estuvieron nominados al Premio Oscar como también Donna Reed, pero lo alcanzaron como mejor actriz de reparto la Reed y en su variante masculina Sinatra. ″De aquí a la eternidad″ ganó ocho Óscar y restableció la imagen del cantante actor como estrella mundial. ¿Quería adecentarse? No sea ingenuo.
Su carrera posterior en Hollywood, si bien no lo reconociese siempre, fue recuperar el respeto que, como actor, había logrado por el personaje de Maggio. En La piel de los dioses. Vida y estrellato en Hollywood, libro al que no me queda de otra que recurrir e incluso citar —no soporto citar— para chismografía y, por el deleite, saber y honestidad de su autor, para qué negarlo, se reconoce con justicia:
No contento con señalar la ruta de a su viejo ídolo, manifestó en The Tender Trap (El solterón y el amor)‚ High Society (Alta sociedad) —nueva versión de Historias de Filadelfia, junto a Crosby y Grace Kelly— y ″Pal Joey″ (con el corazón partido entre Rita Hayworth y Kim Novak) dotes superiores en la comedia, al volcar en la pantalla sus mejores atributos de calavera. The Jocker is Wild (La máscara del dolor) y Some Came Running (Como un torrente) reforzaron el acervo acreditado por ″Maggio″.1
Así, el cantante oscarizado, sintió que podía codearse sin problemas con cuanto actor nobel o majadero se le cruzara. Él era más malcriado. En dos años y un poco más (1955-1957) intervino en once largometrajes. Lo que le permitió, junto a su nuevo ascenso en la música, fundar la productora Kent Productions. Ahora sí podía ser incorrecto como le viniera en gana. Luego, a la par de sus relaciones con otras actrices de renombre (Judy Garland, Kim Novak, Lauren Bacall, Marylin Monroe… —La Gardner nunca se iría del todo de su vida: ″ella es la única mujer que me comprende‶—, vendría The Frank Sinatra Show en 1957 donde, de alguna manera, reafirmaba el artista múltiple que, sin duda, era. No se puede pasar por alto —hay que apuntarlo— su actuación en El hombre del brazo de oro (Otto Preminger, 1955).
Con una carrera irregular, como es la vida, siguió Frank Sinatra actuando. Hubo papeles tal vez menores que hacía de manera consciente como Four for Texas (Robert Aldrich, 1963), que en España se llamó Cuatro tíos de Texas —no importó que hubieran dos mujeres—. ¿Eran travestis? No, no. En este caso no: nada menos que personajes protagonizados del mismo modo por Anita Ekberg y Ursula Andress. Participó en Sergeants 3 (Pocket Books, 1963) Tres sargentos y había estado mucho mejor en The Manchurian Candidate (John Frankenheimer, 1962).
En los años setenta hizo sus últimas películas: dos para la pantalla grande y dos para la televisión. No son obras memorables. Memorable es el cine. Pero las hizo. Se lo podía permitir aquella voz que demoraría un tiempo más en apagarse. Extender la conversación, atraer con el sentimiento de lo que cantaba con ese fraseo específico en que no solo sabía respirar, sino que, por su respiración controlada, lo que decía era único o eso parecía, así fueron de intensas por lo general sus excursiones cinematográficas. ¿Hubiera sido mejor decir su ‶radiante carrera cinematográfica″? Por favor.
Notas:
1 Joan Benavent: La piel de los dioses, T&B EDITORES, Madrid, España, 2003, pp.335-336.