Nadie sabe que estoy aquí

Ostracismo y redención en un final fallido

Mié, 10/28/2020

En su ópera prima, el chileno Gaspar Antillo se interesa por las historias del hombre común en su existencialidad cotidiana y batallas por la supervivencia; los conflictos personales que desatan el descalabro emocional y con él la disfuncionalidad de la vida. Nadie sabe que estoy aquí (2020) tiene su atractivo como historia de personaje, pero desluce cuando la mesura de su lucidez narrativa no encuentra una salida loable porque apela a un final fallido.

Durante su infancia, Memo (Jorge García) sorprendía por su peculiar talento para el canto. Las participaciones en programas de radio bajo la tutela de su padre llamaron la atención de un patrocinador que no quería impulsar la carrera del niño, apenas “comprar” su voz para que sirviera de doblaje al performance de otro joven cantante, Ángelo Casas (Gastón Pauls), mucho más apuesto y carismático con el cual el público pudiera identificarse en los concursos y espectáculos musicales.

La desidia del padre acaba malogrando la promisoria carrera de Memo, quien apenas se resiste a observar, desde el anonimato, cómo un desconocido triunfa a expensas de su talento: en un arranque de furia, Memo irrumpe en el escenario y golpea despiadadamente al chico impostor. Años después Memo es un hombre amargado y recluido en una geografía apartada del Chile rural, mientras acompaña a su tío en las labores de curtidor de pieles de oveja. El silencio y la culpa que carga del pasado lo han convertido en un tipo ermitaño que de vez en cuando sueña con triunfar en el escenario.

Con la ayuda de Marta (Millaray Lobos) tomará la decisión de emprender su salida del ostracismo que se ha impuesto por muchos años. Ello implica no solo la oportunidad de reanudar la carrera interrumpida durante su infancia, sino también el encuentro con la sombra del pasado que aún lo atormenta. Cuando ocurre el careo entre Memo y Ángelo, frente a las cámaras de televisión, descubrimos que la parálisis del segundo es consecuencia de aquella memorable zurra que le propinó el primero.

La película explora como temática las prácticas fraudulentas en el mundo artístico que malogran el talento creativo mientras impulsan la mediocridad por los caminos del estrellato, las desproporciones afectivas en las relaciones paterno-filiales, y como ya adelantamos, el interés por la zambullida en la psicología del sujeto, sus frustraciones y anhelos no resueltos que malogran la posibilidad de la realización y el crecimiento personal.

En ese propósito, el guion a seis manos (Gaspar Antillo, Enrique Videla, Josefina Fernández) opera con relativo acierto el desarrollo de la historia, el espectador no se despista en la comprensión de los motivos que generan el ostracismo del personaje y su conducta apática ante la vida. Sin embargo, parece contaminado con la glacialidad rural del apartado pueblito de la geografía chilena cuando su desenlace no nos conmueve en lo más mínimo. Memo, el pobre, le cantará las cuarenta al personaje de Gastón ante las cámaras, todavía comportado de un modo cínico, pero ese final tiene el desperdicio de una escritura que apela a una historia de redención muy escolar.

Faltaba hondura, manejo diestro en la comprensión de que, no solo con la víctima, sino también con el victimario, el escalpelo en mano para la incisión psicológica hubiera abierto un camino mucho más dúctil al engranaje del argumento.

La película merece nuestra atención por dos cosas: del discurso narrativo, el modo en que consigue articular el muestrario de la vida cotidiana del personaje y sus conflictos existenciales; en la paradoja del aparente hermetismo de Memo y su desequilibrio emocional radica todo el acierto de la película, que dedica gran parte de su metraje a la exploración de esos matices. Aunque amargado y frustrado en su soledad interior, Memo cuenta con el afecto y la comprensión del tío que le ofrece todo el amor que su padre biológico le ha negado. En ese intervalo, bastante extenso por cierto, queda muy bien la manera en que el interés del espectador por el personaje se acrecienta, cautivado por el diarismo de una vida apagada.

Lo otro, del discurso visual, además de las actuaciones muy bien logradas en las que siempre se agradece el talento y la experiencia de Luis Gnecco, nos quedamos con la concepción de su cinematografía que es, sencillamente, notoria. Sergio Armstrong se lleva las palmas cuando apuestan por resaltar ese contraste entre la asfixiante vida interior del personaje, adicto por demás al enclaustro hogareño, y su sed de redención espiritual cuando los planos generales asoman para oxigenar el discurso. De ese aire que se nutre también Memo, mientras se refugia en la belleza natural del páramo, el discurso visual anticipa las señales que orientarán los rumbos de la historia. La edición y el montaje de Soledad Salfate y Christian López, brillantes.

Te digo mi nota: de 5, 3.

Lo peor de la película, además de su deficiente sonido que a veces deja mucho que desear en la comprensión de los diálogos, es su desbalance entre discurso narrativo y visual que malogra el excelente comienzo del filme. Pareciera que Gaspar Antillo, en su carrera por llegar a la meta, quiebra su aliento y hace trizas todo interés por la solución de un conflicto que sobreviene del modo más colegial y torpe posible.

Hay todavía quien se contenta con el músculo que pueda exhibir un filme en materia de cinematografía. Pero quien esto escribe se permite discrepar cuando apuesta por la fortaleza de sus cimientos dramáticos. Y en esto el filme de Antillo decae bastante. A mi juicio, demasiado.