El hijo de Joseph

Para llegar a ser bueno

Mar, 10/06/2020

Con El hijo de Joseph (2016), su director Eugéne Green no ha querido insertarnos —al menos directamente— en la trama de un chico que busca a su padre. Como espectadores asistimos a la indiferencia total en apariencia de Vincent (Victor Ezenfis), su protagonista. Él vive con su madre y tiene con ella una relación cercana, pero al mismo tiempo fría. ¿Quién es mi padre? Es una pregunta que le reitera a su progenitora, quien le aconseja no indagar más, pues tendrá siempre la misma respuesta: “Tú no lo tienes. Es un desconocido ya. No vale la pena hablar de él…”

Enfermera solitaria, gusta de ir al cine y contemplar a las parejas de cualquier generación. La madre de Vincent no deja dudas, pues extraña o, al menos añora, una suerte de compañía amorosa. Ella se ha encargado de ser la madre de ese chico arisco, que sale de la escuela solo, que lo conocen aunque no desea saber de nadie más.

Pero el no querer saber de nadie más, su distanciamiento hacia los otros porque descree de la humanidad, entre un par de razones que son evidentes, asoma con algo de astucia y hasta de venganza. Ahora, Vincent tiene un costado sensible para tener en cuenta. Como su madre goza por lo bajo, pero goza al fin y al cabo, observar a las personas. Las observa y las prueba. ¿Qué prueba? Su capacidad de hurtar y devolver. En el fondo, él es una persona desprendida. De modo que no extrañará que, en un momento clave del largometraje, le pregunte a Joseph: “¿Qué se hace para ser bueno?”.

Todo cuanto persigue con respecto a Oscar Pormenor (su verdadero padre), ese ser egoísta y dominante, jefe de una casa editorial y hermano de Joseph, figura cual exigencia simbólica para bajarles los humos a quien cree vivir y, sobre todo, laborar en una bola de cristal.

El hijo… enriquece su relato cuando el protagonista traba amistad con Joseph. Desde antes pudiera ya interesar por el vínculo constante de Vincent con el cuadro de Caravaggio El sacrificio de Isaac (1603).

El tema bíblico, como se sabe, era una reincidencia en el discurso estético de la pintura del Barroco. Caravaggio tenía una primera versión un tanto complaciente o benévola, la cual data de 1598. Si en ésta la luz recaía sobre el ángel, la figura más iluminada en la posterior, es un Isaac resistiéndose, aferrándose a más no poder a la vida. De ahí que Vincent se identifique con la violencia cometida, la caída del personaje propiciada por su propio padre Abraham, de la segunda versión. Él es partidario y examinador de las imágenes, lo que pudiéramos llamar un iconófilo. Al trabar amistad con Joseph, sus experiencias estéticas se ensanchan. Ambos recorren galerías e iglesias, conjuntos escultóricos emplazados al aire libre  y otros en interiores eclesiásticos. Se permiten el disfrute de la música en las representaciones teatrales y la posibilidad de la conversación. En efecto, la magia de las palabras precisas lo salvará. Por su simpatía hacia el sujeto mayor, Vincent asiste a un indiscutible cambio de personalidad. Joseph, un fracasado para su hermano, dispone también de una sensibilidad para con el mundo de la creación, que decide compartir con el joven amigo.

Con ese predominio de intencionales actuaciones rígidas, con ausencias de gestos que apoyen cuanto se habla, distancias de quienes charlan e insistentes primeros planos, la comedia de Eugéne Green —cuantiosa adrede en la sucesión de interiores hogareños como de los espacios citadinos contrastantes— comulga en sus inicios y, en varios instantes más, con emular escenas que parecen cuadros pictóricos para terminar invirtiendo las circunstancias. En resumidas cuentas, la superación de Vincent de sus disgustos, las muestras finales de su sonrisa, el contacto entre su madre y Joseph, coloca al espectador en las cercanías de la felicidad.