NOTICIA
Retrato de una mujer en llamas: fugiere non possum
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Con Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune-fille en feu, 2019), su realizadora, la francesa Céline Sciamma, valida su interés por el abordaje de problemáticas relacionadas con el universo femenino. En lo que va todavía de su corta pero ya notoria carrera como directora, parece ser que lo suyo es el tratamiento de los conflictos existenciales de la mujer, vinculados a sus apetencias sexuales y los modos en que establece estrategias de resiliencia o rebeldía ante el poder patriarcal.
En Lirios de agua (Naisssance des Pieuvres, 2007) el despertar sexual de sus protagonistas lidiaba con la disyuntiva de escoger entre la efímera posesión para el goce, como objeto de la solicitud erótica del sujeto masculino, o el adentramiento en una zona vedada del amor que las hacía (re)descubrirse y encontrarse a sí mismas.
En Tomboy (2011), el enmascaramiento y la transgresión del deber-ser eran alternativas viables para reflexionar, desde la psicología de una niña transgénero, sobre la inconformidad de la mujer ante la postura social asignada por el discurso heteronormativo; y en Girlhood (Bandes des filles, 2015) se desafiaba el logos patriarcal con la irreverencia y el desacato que clamaban ansias de libertad en escenarios convulsos de la periferia parisina.
Hay en esos filmes un denominador común desde el punto de vista ideológico: la voluntad, muy política, de sacudir los cimientos del mito de la fragilidad y la pasividad femeninas. El crecimiento espiritual, físico y psicológico de la mujer, contra todo obstáculo, obtenía así de la impericia sus lecciones para lograr la madurez, de la vulnerabilidad, las armas para afincar su fortaleza.
En algún lugar ha dicho Céline que sus tres filmes anteriores han cerrado un ciclo y que Retrato de una mujer en llamas ha abierto otro. Habrá que esperar las siguientes obras de la francesa para descubrir qué caminos tomarán sus nuevas propuestas en lo adelante; sin embargo, me atrevo a aventurar, por lo visto hasta aquí, que su horizonte temático seguirá siendo el mismo, con la peculiaridad de apuntalar, en el centro de sus posturas ideológicas, una interesante tesis que asume a la mujer como un enigma que solo puede revelarse, en sus atavismos socioculturales y psicológicos, mediante la mirada desde sí y a sí misma; esto es, un delicioso acto de narcisismo genérico desde el cual es posible explicar a la mujer en tanto ser-para-sí, en tanto sujeto autosuficiente.
Quizá por ello los filmes de Céline puedan asumirse como narrativas de aprendizaje, donde el revelado de la condición femenina pasa por el tamiz de una rigurosa mirada. En Retrato…, lograr esa comprensión prístina requiere de un proceso demorado, un proceso desde el cual, para mirar —mirarla, mirarse—, es preciso tomarse su tiempo.
Probablemente no hay en las películas anteriores de la realizadora un inicio tan esclarecedor como la escena con que arranca esta cinta, en la que la protagonista, Marianne (Noémie Merlant), alecciona a sus pupilas con esa sentencia mientras posa para ellas. Noémie misma, una actriz visceral, emotiva, que ha sido explorada con acierto en la actual cinematografía francesa, consigue un registro histriónico que tiene su mejor carta de presentación en la expresividad de su rostro y desde él condensar toda la fortaleza de su mirada.
Y en ese mismo inicio, con la subjetiva de la cámara que enfoca la pintura, la narrativa despliega su juego de espejos, echa a andar los mecanismos para lograr el aprendizaje mediante el conocimiento mutuo de dos psicologías femeninas. Nada más notorio que una Héloïse (Adèle Haenel) que surge ante Marianne como un enigma. El suspense visual en torno al personaje —el rostro mutilado del cuadro inacabado, la subjetiva al acecho de su figura encapuchada, la mirada de Marianne que pareciera retirarle el velo, y este que cae, finalmente, demorado, revelando la cabellera rubia, deliciosa, recogida, y finalmente el rostro— no deja de ser apelativo común para una estrategia discursiva que consigue trasmitir, eso sí, toda la ductilidad de su eficacia.
En este segmento introductorio se nos advierte que el primer retrato de Héloïse, realizado por un sujeto masculino, no ha sido del agrado de la joven. Más tarde es comprensible que las razones de tal insatisfacción trasciendan el mero plano narrativo para enhebrar, desde el punto de vista simbólico, el motivo de la naturaleza enigmática de la mujer, un axioma que, más tarde, a inicios del siglo xx, Sigmund Freud hará famoso en sus primeros estudios dedicados a ella, desde el psicoanálisis.
Decía Freud: “El enigma de la feminidad ha puesto cavilosos a los hombres de todos los tiempos (…) Tampoco ustedes, si son varones, estarán a salvo de tales quebraderos de cabeza”. De ahí que para Marianne asumir el reto de pintar el retrato más fidedigno posible pase primero por una (re)construcción a fuerza de bocetos; diseñar, mediante una observación meticulosa, los trozos del rompecabezas y luego armarlo.
Sin embargo, la comprensión de que sondear apenas el plano de lo físico genera una sensación de incompletud la lleva a cometer el mismo error de su antecesor. Héloïse le dice: “¿Así me ves?”. El resultado es, como el anterior, un retrato todavía sin rostro, al menos sin el verdadero, pues en él asoman no más que “reglas, convicciones, ideas”, hecho de “momentos efímeros carentes de verdad”, un rostro donde apenas hay vida.
En este punto el examen de lo somático cede paso a la exploración psicológica con mayor nervio; si antes las primeras señales asomaban con intermitencias, ahora dejan ver todo su fulgor. El aprendizaje deja de ser, pues, una experiencia individual para convertirse entonces en una experiencia mutua.
Por lo general se insiste en resaltar, entre las ganancias del filme, la plasticidad con que aborda el deseo erótico femenino como parte de una estrategia narrativa que desestabiliza el discurso hegemónico patriarcal. Todo ello sin comulgar con pretensiones melodramáticas; antes bien incorporando, a cada accidente dramático, nuevas perspectivas de acercamiento a la ideología de esta película. Pero no solo.
En lo personal prefiero insistir en el modo en que, con el revelado de las psicologías, Retrato… pone énfasis en el prisma sociológico para reactualizar, desde el pasado, la condición de subalternidad de la mujer —sexual, social, cultural en general— respecto al canon patriarcal.
Y es que las mujeres en el filme se presentan como cuerpos mutilados por el dictum, recluidos en sus espacios de socialización por excelencia, siempre en roles de servidumbre. Sus apetencias de manumisión son cercenadas por una condena de eterna reclusión de la cual solo es posible escapar mediante la resignación o la muerte. La hermana de Héloïse ha preferido el suicidio antes que ceder al matrimonio forzado; Sophie, la doméstica, tiene que abortar su embarazo por miedo a ser rechazada en sociedad y la madre de Héloïse, en su futilidad, parece ser una mujer acostumbrada a su rutina de ornamento.
Héloïse y Marianne, en cambio, son las únicas que tienen la posibilidad de romper con sus ataduras, pero tampoco lo hacen. Con su relación amorosa, todavía en sigilo, saben que han transgredido las convenciones morales impuestas a su sexo, sin embargo, son incapaces de ir más allá, de afrontar el peso de las consecuencias que sin duda provocará ese amor.
El cortejo mutuo de miradas no solo les ha permitido reconocerse, descubrirse entre y para sí, sino también entender que, pese a ello, no dejan de ser cuerpos vulnerables, carentes de una fortaleza mayor que las impulse a enfrentar el desafío planteado por ese amor. Marianne quiere destruir el retrato pues sabe que, mediante él, entrega a su amada a otro, pero ante el reclamo de complicidad de Héloïse se arredra, declina su demanda y, en adelante, la posibilidad de la redención se desvanece como el espectro de Eurídice cuando un Orfeo, impaciente, no evita mirar atrás.
Por eso en el filme las mujeres se juntan en vuelta de una hoguera para dar rienda suelta a su lamento, el “fugiere non possum” (en latín, “no puedo huir”), un canto que trasluce, más que la queja, una estrategia de resiliencia. No podía ser menos en la Francia de finales del siglo xviii, pero en este punto el filme nos invita a reflexionar respecto a cuánto de eso queda aún por vencer en las sociedades contemporáneas.
Desde esa perspectiva, lo más interesante de la película radica en su inteligente y novedosa propuesta de lectura del mito de Eurídice, para hablarnos de las problemáticas de la mujer desde la reactualización del credo órfico. Mientras Héloïse lee pasajes de la Metamorfosis de Ovidio, exactamente el canto décimo que hace alusión al mito, las tres mujeres debaten los motivos que hicieron a Orfeo mirar atrás y perder, pese a las advertencias, el amor y la vida de Eurídice. Y he aquí que solo una mente como la de Céline, que ha escrito además el guion —monstruo, monstruo de mujer— puede darse el lujo de resumir toda la genialidad de su filme en apenas un parlamento, en boca de Héloïse: “Quizás fue ella la que dijo: ‘voltéate’”. Y el espectador creía que lo había visto todo ya, todo lo bueno y mejor que nos deparaba esta cinta. Inocente.
Eso harán, al final, Héloïse y Marianne, y en ello radica la tragicidad de su amor; incapaces de asumir la liberación por sí mismas, sus destinos correrán la suerte del desvanecimiento, la entrega a las ataduras por vías del compromiso social y moral, sin la posibilidad de que tal vez sus vidas converjan en un lejano punto del horizonte. Acaso lo más cercano será el recuerdo, como quedará pactado entre ambas, o bien la ilusión de saberse observada una y otra en la distancia, desde el palco de una ópera o ante un nuevo retrato que evoque lo efímero de una felicidad en días pasados.
Es excelente: la estructuración del guion que ha planificado con inteligencia sus curvas dramáticas, el trabajo riguroso de la dirección de arte en la reconstrucción epocal y un acertado manejo de la dirección de actores. Adèle y Noémie están impecables, y en sus desempeños histriónicos cuenta mucho a su favor la reciedumbre de dos rostros hermosos que dicen mucho con apenas una pose, un gesto, una mirada. La puesta en escena de esta película es de reverencia, imposible no evitar el sacudimiento cuando el montaje simula una coreografía, mientras los cuerpos se aproximan imitando un cortejo.
Notable: la concepción del plano consigue un registro visual eficaz, poético, que discurre entre la exploración de los meandros de la belleza física y la emotividad del calado psicológico de sus personajes. Los puntos álgidos sobrevienen cuando especialmente la música de Jean Baptiste de Laubier y de Arthur Simonini, compuesta para el filme, acompaña las escenas y, claro, no faltaba más, también los acordes finales de Vivaldi.
Te digo mi nota: un cinco, brillante. Céline Sciamma se ha ganado el título de autora de culto entre la más reciente hornada de cineastas franceses, y confieso que al inicio estaba con un pie atrás ante una sentencia que me parecía sobremanera exagerada.
Creo que sí, que habrá que seguirla en lo adelante y esperar, con renovado interés, cuánto más será capaz de estremecernos.