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Sangre y cinefilia en los orígenes de Nicolas Winding Refn
Sangre y cinefilia, o viceversa, son los elementos que identifican la obra del danés Nicolas Winding Refn [NWR, de aquí en adelante]. Se trata de una mezcla compartida con cineastas como Quentin Tarantino o Martin Scorsese, capaces de crear museos referenciales y guiños (algunos solamente aptos para una cinefilia muy particular) junto a las más inusitadas historias de violencia en cada una de sus películas.
Sin embargo, la trayectoria de NWR es mucho más inflexible con este particular. Es posible que se exija altas dosis de lealtad a estos indicadores, más allá de que puedan o no ser una fórmula de éxito. Es cierto que ha llevado suerte, pues su cine se ha celebrado en importantes festivales, como el de Cannes, pero que conste que, si lo ha logrado, ha sido una consecuencia de esa fidelidad. Hoy es fácil situar su nombre en una lista abreviada de directores jóvenes imprescindibles, tan solo citando filmes como Valhalla Rising (2009), Drive (2011), o To Old to Die Young (2019), su incursión en el universo de las series.
Es importante mencionar, además, que sus preocupaciones cinéfilas lo llevaron a crear en época reciente un proyecto de restauración de clásicos de serie B, en el que figuran desde piezas menos conocidas de Andy Warhol hasta películas de culto latinoamericanas, como la saga mexicana Santo, de los 60.
Si bien su obra es más conocida en el sector de la crítica a partir del 2005, cuando hace su distinguida entrada en importantes festivales, y por el gran público después de su contrato en Hollywood en 2011, se impone regresar a sus primeros trabajos, esos que llevaban en germen la seducción estilística que lo catapultó a la fama. De esa temprana época es Bleeder (1999), el segundo título de una trilogía fundacional, hecha con muy bajo presupuesto y en la línea del giro hacia el formato digital que un nuevo grupo de cineastas protagonizaba por esos años.
Al igual que Pusher (1996), su ópera prima, Bleeder está protagonizada por unos jovencísimos Mads Mikkelsen y Kim Bodnia, dos actores extraordinarios que comparten no solo el talento, sino la cinefilia del director. La historia gira alrededor de dos amigos ―Leo y Lenny― con diferentes personalidades y biografías, unidos en su condición de chicos marginalizados pero fanáticos del cine en el contexto de la Copenhague de los años 90. De hecho, Lenny trabaja en una tienda de videos, donde es posible encontrar desde clásicos disímiles como Tarkovsky, Buñuel o Kazan, hasta la más inimaginable clasificación del cine porno. Casi todas las tardes los amigos se juntan para ver una película, no importa el género o la nacionalidad. Queda claro que la cinefilia de estos jóvenes no tiene bandera, y suelen sucumbir ante cualquier plano secuencia o estilo, aunque la tendencia hacia el cine de clase B sale demasiado a relucir.
Entre los conflictos principales que emergen en la historia se entrecruzan no solo la evidente contradicción entre cine y vida, sino la innegable presencia de masculinidades tóxicas. Este tema asoma también de forma muy recurrente en el cine de NWR como si, más que privilegiar conflictos entre hombres, quisiera criticar la presencia demasiado frecuente de estos en la gran pantalla.
Los jóvenes que aparecen en el filme son adorables para el espectador cinéfilo, pero tienen un lado oscuro sobradamente peligroso. Viven muy aferrados a un marco de relaciones homosociales, alimentado en parte por una tradición cinematográfica dominada por héroes (la presencia de un poster de Bruce Lee frente a uno de Mad Max en la habitación de Lenny respalda mi idea). Esta tendencia se refleja de forma muy evidente en sus vidas personales. Leo, por ejemplo, se transforma luego de conocer que su novia espera un hijo suyo y desea tenerlo. Por su parte, Lenny está tan imbuido en el mundo de las películas que no solo perdió comunicación con sus padres, sino que es incapaz de abordar a una chica por la que siente profundos sentimientos. En el sistema de relaciones de estos hombres, las mujeres son un apoyo, y en ocasiones, una molestia.
Aunque en sus últimos trabajos NWR mantiene esta crítica, ha optado por representarla colocando en primer plano a personajes femeninos (véase The Neon Demon o la serie que mencioné al inicio) en un intento de no generar un círculo vicioso que termine reproduciendo los errores que quiere denunciar.
En Bleeder no aparecen esos típicos extendidos planos de sus películas más actuales, en las que un reposado y lento moverse de la cámara o del espacio generan una especie de manierismo. Sin embargo, puede rastrearse ese interés de anticipar el argumento a través de las saturaciones de la fotografía. El verde, el rojo claro, el azul, pero principalmente el rojo intenso pueden ser claves para conocer el desenlace de una escena o una secuencia. Y hago una marcada insistencia en el rojo penetrante porque se trata, como anuncié más arriba, de un filme sangriento. Pero lo curioso de la sangre es que no solo aparece aquí ligada a la violencia y la cinefilia (hay una multiplicación obscena de filmes sangrientos en esa década), sino también como un símbolo negativo de la masculinidad tóxica de los personajes. Y en este punto me surge una inquietud que no logro descifrar: ¿Qué significado tiene el VIH, para quien la sangre es refugio, pero también alegoría, en este contexto? ¿Hay una crítica o un apoyo a la idea de generar asociaciones entre la masculinidad tóxica y la homosexualidad en la forma en que se usa el sida casi al final del largometraje?
(Foto tomada de Filmaffinity)