NOTICIA
Un juego con la nostalgia
Desde su estreno, en 2019, La Belle Époque, exhibida recientemente en Espectador crítico, ha llamado mucho la atención —para bien y para mal— por el modo en que reconstruye realidades en torno a sus protagonistas que se mueven por épocas diferentes. Esta propuesta atemporal expresa un juego con el cine, ese que marcha a la par de la innovación tecnológica y la utiliza a su favor para mejorar, y resulta preciosa en su estética y planteamientos.
Proyectado fuera de competición en la 72 edición del Festival de Cannes, el largometraje fue realizado para sorprender al espectador desde la primera escena, la cual consiste en varios sucesos imbricados. A través de este recurso, que es la gran novedad del filme en cuestión, su principio y su final, se expresa con humor la alegría de la puesta en escena, su vértigo y los distintos elementos embriagadores que la acompañan.
Así, la propuesta del cineasta Nicolas Bedos se vale de recursos de la comedia, el melodrama, géneros cinematográficos subvalorados por algunos críticos y buena parte del público a nivel mundial, y sale triunfadora.
En La Belle Époque la empresa de Antoine (Guillaume Canet) propone la idea de hacer viajes en el tiempo (no a “dónde” sino a “cuándo”) con grandes decorados y extraordinarios disfraces. Entonces, el cliente puede pedir desde una cena en la corte durante la época de la monarquía francesa hasta una borrachera con el escritor Ernest Hemingway.
Su guion, que el mismo Bedos ha compuesto muy bien, se viste de ligereza para tratar con habilidad varios asuntos importantes: el amor, el paso del tiempo, la brecha generacional y el legado del pasado y el presente al futuro.
Pero también aborda lo actual, con su tendencia a lo material y a la omnipresencia de las máquinas y las nuevas tecnologías, que nos reemplazan en las tareas o, en el mejor de los casos, nos las facilitan.
Precisamente, esa desorientación frente al progreso se refleja en el personaje de Victor, encarnado por Daniel Auteuil, más conmovedor que nunca en la piel de un dibujante satírico ignorado por la digitalización de la prensa. Este, pese a su nombre vencedor, parece ser el gran perdedor en el universo que su mujer Marianne (Fanny Ardant) decide abrazar a plenitud, hasta el punto de prescindir de su marido después de cuatro décadas juntos.
No obstante, Victor decide aprovechar el “cupón para un viaje en el tiempo” que le ofrece su hijo y regresa a 1974, al momento cuando conoció a su Marianne, quien en su versión joven, reconstruida por Antoine, tiene la apariencia de Doria Tillier, una actriz que adoptará distintos nombres a lo largo del filme y según el rol que interprete en cada momento.
Pero volviendo a la Ardant, quien se muestra brillante y sublime en La Belle Époque y en casi todo lo que hace, cabe recordar que esta conoció al director de cine francés François Truffaut en los años ochenta e inició una fructífera relación profesional y sentimental con el mismo, fruto de la que nacería su hija Josephine.
Al respecto, la musa de Truffaut en sus últimos tiempos confesó que de él lo aprendió todo: el entusiasmo, la pasión de hacer las cosas, el gusto por el séptimo arte, las ideas, los sentimientos, las historias “y que hacer cine es un privilegio”.
En fin, que La Belle Époque resulta irresistible por todo esto. No por gusto, Todd McCarthy la define en The Hollywood Reporter como “cine comercial extrañamente lúcido de un tipo que ya no se produce en nuestros días y que aborda un tema algo anticuado, pero realmente ingenioso”.