NOTICIA
Una noche con los Rolling Stones: cuando menos lo esperas (y con Patricia Ramos)
Tengo dudas sobre la fuerza de mis argumentos para convencer a alguien de que esta es una gran película, pero me sobran razones para verla con placer, para contar a qué se debe esa sensación de armonía y esperanza que la película me provoca y, por supuesto, también estoy convencido por completo de que es preciso recomendarla. Atenta a lo pequeño y a lo más grande, a la sonrisa y al desconcierto, Una noche con los Rolling Stones es el más reciente largometraje de ficción producido por el Icaic (en coproducción con la independiente Mar y Cielo S.A.) que está de estreno en salas de todo el país, y es, además, el segundo largometraje de ficción escrito y dirigido por Patricia Ramos, a quien le debemos también El techo (2016), que nos hablaba al oído sobre ciertas cosas que les ocurre a gente como uno «en lo que el tiempo pasa y uno espera».
La nueva película de Patricia se ambienta en 2016, en La Habana, que en ese entonces parecía imantada por el glamour y los primeros planos de la prensa internacional, gracias a una serie de acontecimientos tremendamente publicitados en el mundo entero, como la visita de Obama, el desfile de Chanel, el rodaje en localizaciones cercanas al malecón de Rápido y furioso y el concierto de los Rolling Stones en la Ciudad Deportiva. Todos estos acontecimientos, o casi todos, son mencionados en la película. Pero la película, su guion y fotografía descubren resquicios de belleza y animación en cualquier lugar, y así el centro dramático se ubica en los espacios que recorre la protagonista, y en la vida cotidiana, común, de Rita, una mujer madura, y cuatro necesarios acompañantes: un hijo adolescente que quiere irse a vivir en el extranjero; una madre anciana que quiere morir tranquilamente; una amiga de toda la vida, actriz frustrada y horrorizada con la idea de envejecer; y un amante casado, mentiroso compulsivo (formidable Jorge Martínez), que se empeña en seguir con ella.
Y si bien la directora descubrió zonas importantes de la sicología del adolescente habanero en El techo, aquí aplica su sensibilidad y destreza narrativa a las cubanas de mediana edad, mujeres silenciadas, o no escuchadas, sobrevivientes de sucesivos naufragios, probablemente en busca de algo que no sabe nombrar ni mucho menos definir. Y expresar todo ello es responsabilidad de la enorme actriz que es Lola Amores, quien concibió, a partir de su personalidad y de las características señaladas por la directora-guionista, a esta mujer distraída, generosa, y su modo de caminar y de hablar, de asumir una media sonrisa mientras se enreda en circunstancias que ni buscó ni le interesan. Gracias también a Lola, Rita es un personaje completamente plausible, convincente e incluso hermoso, absolutamente distinto al que interpreta en la multipremiada La mujer salvaje, que veremos pronto.
La película resulta ser, entonces, un delicado relato de situaciones cotidianas, muchas de ellas esencialmente ligadas a «lo femenino» inmanente, con una proverbial habilidad para recrear, sobre todo en los diálogos, y también en las situaciones, el humor bajo presión de varios personajes que ni gozan la vida ni la sufren, con excepción de la madre anciana (toda una creación de Doris Gutiérrez), un personaje que le aporta sucesivas olas de disparate humorístico e imprescindible ternura a una película todo el tiempo atenta a esos estremecimientos que quizá fortalecen nuestras expectativas de encontrar lo que buscamos. (Atención a un par de escenas relacionadas con las razones de la botazón de agua en los tanques elevados de la ciudad). A estas alturas debe recordarse que son rara avis las actrices cubanas de cine que hacen comedia, sobre todo a partir de situaciones
cotidianas, y esa es una habilidad que Patricia Ramos busca en sus intérpretes.
Además de todas las alegrías y abatimientos que la película puede comunicar, muchas veces al unísono, mediante los códigos combinados de la comedia y el drama, o de la dramedia, como le llaman ahora, Una noche con los Rolling Stones es un producto muy profesional, en el cual sobresale el elenco iluminado, en estado de gracia. ¿Ya mencioné al muy creíble hijo rebelde de Santi Estupiñán, a Maité Galbán, todo un descubrimiento en el papel de la amiga Cleo, y al veterinario ecológico y atormentado de Roberto Espinosa? Pues los menciono ahora, si no lo hice antes, y añado los simpáticos, pero a veces cacofónicos cameos, interpretándose a sí mismos, del actor y realizador Jorge Molina, de Fernando Pérez y Luis Alberto García, quienes desfilan por la película tal vez para insistir en la naturaleza mendaz de ciertos hombres, pero quizá se insiste demasiado en la idea, al igual que en cierto repetitivo deambular de Rita, no siempre justificado dramáticamente desde el punto de vista de la motivación, el de dónde viene y adónde va.
Las caminatas de Rita por lugares cercanos al mar (¿tal vez influencia del cine de Fernando Pérez, tan enamorado del litoral capitalino?) cobran sentido total a través de la delicada fotografía de Alexander González, alguien capaz de convertir cada plano en exteriores diurnos en actos de amor a la luz caribeña, además de manejar la expresividad de la composición y el encuadre puestos incluso en función simbólica (Rita deambulando con una caja que contiene a un gatico es filmada de un modo que alude implícitamente a los grandes temas aquí implicados); o la música que apenas se nota de Magda Rosa Galván y Juan Antonio Leyva, y ellos saben que esto es un elogio cuando se habla de bandas sonoras musicales en el cine.
Además de todo lo dicho, también amé los momentos oníricos o surrealistas de la película, los sueños de Rita y de su delirante madre; la escena de sexo bella y tiernamente filmada; menos me gustó la secuencia animada, estilo video musical, que altera demasiado el tono general, pero, en cuanto a la valoración general, hay que decirlo: Patricia Ramos ha vuelto a sorprendernos agradablemente con una película de apariencia sencilla, pero que en el fondo es todo un tratado sobre las pérdidas y hallazgos, sobre lo ido y lo perdido, sobre la voluntad inquebrantable de aferrarse a las ilusiones y a ciertos afectos y valores, por parte de personas que se quedan en su sitio, que no se van a ninguna parte, animadas por la idea loca de que tal vez encuentren, muy cerca de su casa, lo que siempre buscaron. Pocas películas cubanas recientes me han dejado, en su final, con una sensación tan inexplicable de melancolía y satisfacción. Y por eso mismo me decidí a recomendarla con entusiasmo.
Tomado de Juventud Rebelde.