NOTICIA
Utopía, desencanto y otra vez utopía en el nuevo cine latinoamericano
Del 12 al 16 de marzo del año 2013 se celebró en Camagüey el 19 Taller Nacional de Crítica Cinematográfica. Uno de los ejes temáticos del evento invitó a evaluar el estado de salud de la crítica cinematográfica que se ejercía en la Isla, pero desde la perspectiva de los más jóvenes, por lo que en ese encuentro pudimos escuchar las voces de Claudia González Machado, Antonio Enrique González Rojas, Rolando Leyva Caballero, Hamlet Fernández, Reynaldo Lastre, y Justo Planas.
Los seis jóvenes que hablaron en la mesa pertenecen a lo que pudiéramos llamar la generación de los nativos digitales que escriben sobre cine en Cuba. Nacieron en los ochenta, cuando comenzaban a ponerse de moda dentro de nuestro país el uso de las video-caseteras, y los cines, como espacios de socialización cultural, empezaban a ver afectada su hegemonía dado el paulatino repliegue de los espectadores a lo doméstico. Dicho de otra manera: ellos son hijos de prácticas culturales disruptivas, prácticas que, aunque siguen apelando al placer que propicia el consumo audiovisual, se desenvuelven en entornos totalmente diferentes.
Recuerdo la ponencia leída por Planas titulada Escenarios para una nueva crítica, donde, entre otros asuntos, afirmaba:
[…] la crítica cubana necesita pensarse el modo en que se acerca al público cubano, que no es el mismo de los años 80, ni incluso de los 90; no solo por las discutidas diferencias socioeconómicas sino también por notables diferencias tecnológicas que deberían corresponderse con un giro en la forma de comunicación.
Esas inquietudes del autor todavía describen uno de los problemas que con más urgencia debería encarar la crítica cinematográfica ejercida en Cuba: la modernización de sus estrategias comunicativas, a partir de un diagnóstico cultural que nos ha permitido apreciar cómo, pese a las precariedades económicas que persisten en el país y que materialmente nos colocan en desventaja como ciudadanos a la hora de acceder a Internet, por ejemplo, los cubanos han sabido construir sus propios universos de intercambio de saberes y bienes simbólicos.
Nótese que hablo de “cubanos”, en sentido general, sin establecer distinciones generacionales, pues si bien es cierto que los más jóvenes traen incorporados en sus hábitos las nuevas maneras de apreciar el legado cinematográfico (y todo lo que tenga que ver con el llamado “cine expandido”), los que pertenecemos a una generación anterior también hemos sido impactados, aun sin darnos cuenta, por los cambios silenciosos que introduce día a día la revolución digital.
En aquel Taller de Crítica Cinematográfica celebrado en Camagüey, los jóvenes convocados aprovecharon la tribuna para dialogar con sus padres y la tradición de crítica cinematográfica heredada. Y más allá de las diferencias que inevitablemente nacen del hecho inocultable de que nos parecemos más a nuestro tiempo que a nuestros ascendentes, parecía predominar el consenso de que una buena crítica nunca podrá prescindir de un buen diálogo, y mejor aún, de un buen debate, algo que reclama la presencia permanente de “los otros”, y que Planas resumía con gran lucidez en una línea de su ensayo El camino de un joven hacia la crítica de cine responsable y entendida no debería ser un camino en solitario.
Con El cine latinoamericano del desencanto, que es el debut de Justo Planas como autor de un libro, esa compañía intelectual no va a faltarle, ya que su propuesta interpretativa de lo sucedido con el cine del continente no es más de lo mismo, sino que combate precisamente un conjunto de lugares comunes donde pareciera que, instalado el neoliberalismo como ideología dominante, el proyecto audiovisual de la región ha renunciado al compromiso político de los padres fundadores. Esto, por supuesto, tendría que ver con el lugar que ocupa en el corpus de filmes latinoamericanos realizados en las dos últimas décadas, el pensamiento utópico que otrora fuera la razón de ser de muchos cineastas del área. Como explica el propio autor:
El interés de esta investigación es indagar hasta qué punto el séptimo arte latinoamericano más reciente conserva preocupaciones de orden social similares a las de sus predecesores del NCL, valiéndonos del filme Japón (Carlos Reygadas, México, 2002) como columna vertebral del análisis. Japón, como se verá, destaca dentro de un grupo de cintas de la primera década de los 2000 que la crítica suele asociar con una enfática recurrencia hacia valores estéticos y escaso interés por factores sociopolíticos. Nuestro propósito es, precisamente, demostrar lo contrario y reivindicar varios títulos aquí incluidos como continuadores (y cuestionadores) del Nuevo Cine Latinoamericano y sus presupuestos.
En este sentido, el libro de Justo Planas está favoreciendo la construcción de esa Historia del cine latinoamericano que aún espera por una visión donde la mirada de conjunto (que apenas parece haber sido ensayada con el cine político promovido en los años sesenta) nos ayude a conectar los textos puntuales con las condiciones históricas que en cada caso han seguido estimulando el registro de esa dura realidad en que se inspira. “Buscamos —dice también el autor en esa parte inicial— […] trascender la habitual compartimentación del cine del continente según sus orígenes y movimientos nacionales, desdibujar fronteras para buscar una geografía mayor”.
Hay aquí un claro enfrentamiento a ese tipo de crítica cultural dominante, donde las obras son examinadas como si se trataran de objetos totalmente acabados, y donde es posible establecer un juicio o una evaluación por lo que ellas muestran en la superficie, en lugar de asumirlas como invitaciones a desplazarnos al interior de las épocas en que fueron concebidas.
Lo que más agradezco de este libro de Justo Planas, que se lee de un tirón gracias a la amenidad que el autor le imprime al relato sin sacrificar su rigor conceptual, es la recuperación que hace de lo utópico, con todos los riesgos que ello implica en una época marcada por el pragmatismo más absoluto y la popularidad de las metas leves.
Cierto que en Japón, filme de Carlos Reygadas erigido aquí como columna vertebral del volumen, uno percibe más desencanto óntico que fervor utópico. Pero, en realidad, lo que ha desaparecido es la antigua noción de la utopía colectiva, no la necesidad de la utopía en sí.
En el primer capítulo del libro, Justo Planas apela a Madagascar, el filme del cubano Fernando Pérez. Recuerdo su estreno en aquel inolvidable, por duro, año 1993. Hasta hace poco, para mí esta era la cinta que mejor había retratado la esencia del llamado período especial. Todavía lo pienso, solo que después de leer el libro de Planas pude reparar en esa geografía mayor en la que se inserta la película, y que tendría que ver con los desplazamientos que como individuos hacemos hacia el interior de nuestro ser, dimensión tantas veces secuestrada por las presiones políticas y los compromisos públicos.
Es bueno que la crítica de los más jóvenes nos ilumine esas zonas del cine latinoamericano que hablan de la existencia humana como plataforma común, más allá de los proyectos nacionales. Es bueno que se lo digan a sus mayores, como en aquel Taller de Crítica Cinematográfica donde un grupo de ellos defendieron con pasión sus particulares visiones; sin embargo, aquí quisiera reparar en un detalle que para algunos será menor en términos teóricos, pero que en lo personal deviene relevante como síntoma: Justo Planas ha dedicado su libro a Tobías, su hijo.
Es una buena noticia: a los nuevos críticos ya no les desvela tanto hablar con sus padres como con sus hijos. O lo que es lo mismo: con el futuro.
*Prólogo del libro El cine latinoamericano del desencanto, de Justo Planas (Ediciones Icaic, 2018).
(Foto: detalle de la cubierta del libro)