NOTICIA
¡Vámonos a hacer milagros!
Durante la Revolución Mexicana, un grupo de rancheros conocidos como los Leones de San Pablo, que han sufrido abusos del gobierno y tienen ideas progresistas, se unen al ejército de Pancho Villa. Después de algunas batallas, con más derrotas que victorias, el grupo original es reducido a dos: Tiburcio Maya y el joven Becerrillo. Una epidemia de viruela se desata entre la tropa y este último cae enfermo. Villa ordena a Tiburcio matar al joven e incinerar su cuerpo. Desencantado, Tiburcio abandona la revolución y regresa a su pueblo.
El reconocimiento a este clásico del cine mexicano llegó varias décadas después de su menospreciado estreno, ocurrido el 31 de diciembre de 1936 y con una sola semana en taquilla. Para entonces, su director Fernando de Fuentes había estrenado el que sería el primer “taquillazo” del cine azteca: Allá en el Rancho Grande, de ese mismo año.
La popularidad que alcanzó esta comedia estelarizada por Tito Guízar y Esther Fernández eclipsó en su tiempo el poderoso drama sobre el desencanto de la revolución que es Vámonos con Pancho Villa. A principios de los años 60, la crítica y el movimiento de cine clubes mexicanos lo rescataron del olvido. La cinta se convirtió, junto con El compadre Mendoza, también de De Fuentes, en el paradigma del mejor cine nacional.
Vámonos… es una película medular en la historia del cine mexicano. En ella se dan los elementos esenciales para ser considerada así: un director de talento como Fernando de Fuentes, “un artesano que tiene momentos de creación excepcionales” (como dijera un colega coterráneo suyo), apreciables aquí desde la primera escena, y que reunió a colaboradores de lujo (el excepcional músico Silvestre Revueltas, el fotógrafo Gabriel Figueroa, notables actores de la época…).
A juicio del crítico César Benítez, Vámonos con Pancho Villa “representa el momento en el que el cine mexicano se encuentra consigo mismo; o sea, el cine de México tiene qué decir y cómo decirlo: historia, director, actores, escenarios, público, y marca, junto con Allá en el rancho grande, del mismo De Fuentes, no solamente el nacimiento de una industria, sino el inicio de la época de oro del cine nacional”.
Esa industria se consolidó, prosiguió con semejante esplendor pese a sus devaneos y momentos difíciles, y así llegamos a los años 90 del siglo pasado, con más de un título ejemplar. Uno de ellos es El callejón de los milagros, del ya veterano entonces Jorge Fons (Fe, esperanza y caridad).
Filme de estructura capitular, dividido en cuatro episodios que transcurren en el escenario central de la callejuela llamada como el filme, los tres primeros se centran en personajes que les dan título, pero en verdad hay muchas historias paralelas. En los tres primeros afloran la homosexualidad descubierta en la madurez, el machismo y la homofobia; el amor traicionado que desemboca en la prostitución y la soltería femenina que solo deja margen a los sueños. En el cuarto, “El regreso”, como su nombre sugiere, las historias anteriores se anudan y concluyen.
Se trata de relatos pintorescos, tributarios de un costumbrismo que nunca desemboca en el epigonal “realismo mágico” de tantos textos latinoamericanos (literarios y fílmicos), sino que apunta a un cosmopolitismo trascendente con mucho de lo meramente local. En esto tiene que ver, seguramente, la fuente literaria de que bebe: la novela del egipcio Naguib Mahfouz, premio Nobel de Literatura, pero también la adaptación, a cargo del escritor mexicano Vicente Leñero, especialista en historias reales, y en el registro del habla coloquial, de la cual el filme abusa un tanto, por cierto.
Sin embargo, lo más interesante de El callejón... es su estructura. Porque la división en episodios no es neta, cortante, lineal; las historias se van superponiendo, desarrollando unas sobre otras hasta el punto de que algunas escenas se repiten, focalizadas desde diferentes ángulos de cámara y puntos de vista. El tiempo narrativo vuelve hacia atrás varias veces, a un momento ya visto, y sigue desde allí su curso (como en, salvando las distancias, The Killing, de Stanley Kubrick). Esto desconcierta saludablemente al espectador, que a veces no sabe exactamente dónde (cuándo) está parado. Pero, sobre todo, produce un efecto de relativa circularidad, de temporalidad cerrada y asfixiante, como la vida en el callejón, de la que todos quieren salir, pero a la que todos regresan de una manera u otra, a la manera del borgeano juego de fichas.
Es una estructura de la cual esta cinta se nos antoja precursora, pues después ha sido desarrollada en el cine mexicano en la obra de Alejandro González Iñárritu, Fernando Sariñana y otros creadores.
Pese a su bien conseguida redondez dramatúrgica, su bien encauzado realismo y las actuaciones, muy logradas en términos generales, este callejón muestra sus baches: no todos los relatos y personajes gozan del mismo acabado, algunos resultan algo forzados. A pesar de lo cual, quién lo duda, estamos ante uno de los más significativos títulos del cine mexicano de la década del 90.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, no. 177)