Ya no estoy aquí

Ya no estoy aquí: el baile o la vida, el dilema de las culturas

Lun, 11/16/2020

Ya no estoy aquí (2019), la película del mexicano Fernando Frías de la Parra, se interesa por esos temas que distinguen, por lo regular, el cine contemporáneo de su país: el retrato del sujeto nacional en sus espacios de marginalidad donde la violencia se adhiere al curso natural de la vida. Y entre sus rizomas de exclusión, pobreza, desamparo y crimen organizado, el individuo mexicano se aferra a sus raíces y expresiones identitarias como parte de una sociedad multicultural que enfrenta los riesgos de una supervivencia cotidiana al borde.

Ya no estoy aquí es un relato notable, pues nos informa de los efectos nocivos del descalabro social que mutila las prácticas culturales autóctonas de sectores comunitarios desposeídos. Sin ningún amparo legal, sin la protección de las instituciones estaduales encargadas de la preservación del patrimonio inmaterial y de la memoria cultural de esos grupos poblacionales, el sujeto se somete a un invariable proceso de degeneración que trae consigo un profundo impacto psicológico en su desempeño social. Y mientras claudica en pos de la vida, asistimos al mismo tiempo a la muerte simbólica de la cultura.

Ulises, el protagonista de la historia de esta película, es un joven que practica, desde edad temprana, el baile de la kolombia, una especie de cumbia que tipifica a ciertos habitantes de una comunidad de Monterrey, un estado periférico al norte de México. Durante las festividades de la región los grupos comunitarios realizan de vez en cuando una suerte de competencia entre bandas cumbierascon gran aceptación local. Ulises es el líder de Trenkos, el grupo de bailadores compuesto por sus amigos adolescentes que ocasionalmente se reúnen en las afueras de la ciudad para perfeccionar sus técnicas y compartir sus experiencias.

La amenaza de grupos criminales en la región, al parecer relacionados con el narcotráfico, coloca en riesgo la vida de Ulises, quien se ve obligado a emigrar de manera clandestina a los Estados Unidos. Tanto en su ciudad natal como en el país norteño, sufrirá la discriminación, los prejuicios y el acoso de quienes ven en él a un emigrante exótico debido a su modo extravagante de identificarse y lucir como cumbiero. El muchacho intentará sobrevivir en el metro bailando la kolombia, aun con la ayuda de una amiga de ascendencia asiática, pero la barrera idiomática y su incapacidad para adaptarse en un contexto también hostil lo obligarán a retornar a su Monterrey natal, donde la violencia ha hecho claudicar a sus compañeros de juergas y otros han sucumbido ante el crimen.

El dilema de Ulises será entonces el del desarraigo en su propia tierra, la renuncia a las formas de expresión de su identidad cultural y la implementación de una estrategia de camuflaje con el propósito de preservar su vida y la de su familia. Ya no vestirá las ropas holgadas de antaño, las tijeras borrarán todo vestigio de sus flecos con gomina y la kolombia deberá escucharla con audífonos en solitario, en lo alto de una loma y el recuerdo de las festividades y duelos entre bandas de cumbierosno serán más que momentos del pasado.

Notable: el propósito autoral de ofrecer una labor de rescate de la memoria cultural de sectores marginales, al tiempo que vertebra también un discurso de denuncia social que hace posible la atención a prácticas culturales en riesgo de desaparecer ante la indiferencia de los sectores del poder político. El guion de la película, aunque se centra en explicar cómo el baile de la kolombia forma parte de la idiosincrasia de los comunitarios, en especial del joven Ulises y sus compañeros de Trenkos, ofrece una excelente caracterización de estos grupos en lo referente a las formas de asumir y expresar su cultura identitaria, no solo en atuendos, el baile, etc., sino también en el muestrario de un registro lingüístico propio de la región y de los practicantes cumbieros.

Buena: la fotografía de la película, en su propósito de captar las particularidades de los rituales danzarios y sus festividades, incorpora una atractiva naturalidad al discurso visual. En este sentido, De la Parra tiene a bien el empleo de actores no profesionales que garantizan el registro de aire documental con el cual a veces se regodea, a mi juicio, en exceso, el discurso narrativo. En su afán de seguir las peripecias de Ulises, el realizador prescinde del acento melodramático y deja a la banda sonora de la película acentuar los vaivenes del desajuste existencial y sus impactos psicológicos en la memoria afectiva del personaje.

Lo peor de la película: su excesivo metraje, casi dos horas que bien pudo resumir el director sin tanto empeño en la expresividad de las coreografías. Otro detalle está en la deficiencia del sonido de ambiente que dificulta la comprensión de los diálogos entre los jóvenes cuando hacen uso de su jerga lingüística. No hay modo de que, teniendo en cuenta muchos filmes mexicanos ―y no solo― que emplean actores no profesionales, pueda mejorar en este aspecto.

Te digo mi nota: 3, de 5. No habrá forma, sin embargo, de obviar esta película cuando se trata de estudiar las maneras en que el cine mexicano más reciente aborda las particularidades de la violencia y sus maneras de incidir en la psicología del sujeto nacional.

Entre la nostalgia y la impotencia, el filme participa de una mirada antropológica que impone la visión etic a una práctica cultural autóctona, de arraigo popular, el baile de la kolombia, castrada por otra mayor e incontinente: la cultura de la violencia.

En el enfrentamiento entre una y otra, en los dilemas que someten a prueba la voluntad del sujeto mexicano contemporáneo y dictaminan su lucha por la supervivencia hasta doblegarlo, discurre y se acoda toda la ideología de la película.