Desierto

Desierto, de Jonás Cuarón: adrenalina y espejismos (1)

Mié, 11/04/2020

No siempre el afán de escudriñamiento en el descalabro se acompaña de la hondura artística esperada, aun cuando la puesta en escena consiga seducir y arrebatar, con furor, una avalancha de aplausos. Eso sucede con Desierto, Premio Coral al mejor largometraje de ficción en el 38 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, con el que el más joven del clan Cuarón hace pensar, de alguna forma, que su apellido pertenece a la estirpe de los descendientes por línea directa del rey Midas.

El filme, con guion del propio director y Mateo García, se adscribe a la vertiginosa propensión a los géneros en la filmografía actual latinoamericana, en particular la de México, para viabilizar las inquietudes autorales en relación con determinados tópicos de urgencia en el entramado geopolítico regional.

Con ingredientes del cine de aventuras y el thriller, su realizador le imprime un ritmo alucinante a su historia, una puesta en escena de vértigo2 que acapara la atención del espectador desde los primeros minutos. En el momento de su estreno, hace ya unos años, un sector de la crítica al parecer cayó rendido ante los encantos de esta película.

El drama relata el infortunio de indocumentados mexicanos en su propósito de alcanzar el american dream, pero tan pronto atraviesan la rudimentaria cerca que demarca la línea fronteriza el sueño se convierte en la peor pesadilla. Lobo (Marco Pérez), el coyote que los guía a través del desierto, es el primero en caer ante la mirada estupefacta del grupo, abaleado por Sam (Jeffrey Dean Morgan), un xenófobo con apariencia de exmilitar.

La muerte de un segundo inmigrante que ha dado la voz de alarma desata el pánico y la carrera desenfrenada de los restantes, en una lucha inútil por salvar sus vidas de una especie de ejercicio de tiro al blanco en movimiento. Tocará el turno a cinco rezagados que no solo sufrirán la persecución del gringo asesino, sino también la de su mascota, el perro Tracker (cazador), especialista en destrozar gargantas de indocumentados. Apenas dos, Moisés (Gael García Bernal) y Adela (Alondra Hidalgo), con buena porción de suerte y coraje, sobrevivirán a la matanza de Sam, víctima él mismo de su propia hybris.

En el engranaje del programa narrativo late una fórmula de aliento clásico: la reactualización de los mitemas constitutivos de la historia del héroe que inicia un viaje de búsqueda, una trayectoria de metamorfosis en la cual no solo aspira al mejoramiento de su estatus social, sino también espiritual. Más o menos, si resumimos el esquema campbelliano, atravesará una zona de peligros donde pondrá a prueba sus cualidades ante un oponente de mayores poderes que, a toda costa, le impedirá obtener su objeto de deseo. El combate contra este adversario —la prueba calificante clímax en la trayectoria del héroe mítico— lo tornarán, a la postre, vencedor.

De este modo el pulso estético en Desierto se constriñe a una caligrafía con atavismos hollywoodeanos, donde la espectacularización de la violencia resulta ser la estrategia de su carta de triunfo, mientras desdora lo específico de su materia dramática. Arriesga poco Cuarón, pero va por todas. La jugada, ya se sabe, le salió muy bien: Desierto es uno de esos ejemplos de cuánto más, todavía hoy, son capaces de seducir y convencer tales espejismos.

El metraje se reciente del escaso momento que su guion le concede a la necesaria profundización psicológica en sus personajes. Tanto el héroe como su antagonista son personajes conflictuados en sus dilemas existenciales. Moisés es un excluible del american way of life; recién deportado, desea reunirse nuevamente con su esposa e hijo pequeño en los Estados Unidos y apela a los coyotes con los riesgos que implica el paso a través de un desierto muy peligroso. La promesa del reencuentro —al parecer, mientras vivía en USA su papel como cabeza de familia no había sido muy consecuente que digamos— representa un acto de redención moral que García Bernal, lúcido y versátil en otras actuaciones, transparenta con discreción y sin la fibra que haga posible la identificación del espectador con su problemática familiar.

Sin embargo, en otros segmentos del filme consigue un histrionismo más creíble: cuando huye a solas de la persecución de Sam, por ejemplo —su mejor escena—, acosado por las balas, se tira al suelo para protegerse y gritar, con histeria y desespero como si reclamara al cielo su salvación, pues hasta ese instante los esfuerzos para llamar la atención de la patrulla fronteriza han sido infructuosos.

La expresividad del actor redime un desempeño que solo se resumía a una carrera frenética para escapar de la muerte a manos de un boyscout moderno. Al mismo tiempo, representa un punto de giro en la historia, pues el personaje transita del miedo y la impotencia al premeditado enfrentamiento con argucia, algo también muy previsible en esta clase de filmes. Así aflora el motivo de la némesis, la prueba glorificante que convertirá a la víctima en victimario.

Hay otro punto a favor del personaje que se distancia de los patrones arquetípicos del héroe mítico. Cuando su compañera está herida, toma la decisión de abandonarla para salvarse a sí mismo. Aunque más tarde, ya vencido Sam, retornará a ella para llevarla a cuestas hasta el poblado más cercano y restituir así el orden moral quebrantado —valentía, honradez, altruismo, etc.—, en esta escena el filme escapa del lastre maniqueo, sobre todo cuando sabemos que en relatos como este, de confrontación entre buenos y villanos, las etopeyas de unos y otros se proyectan desde posiciones tangencialmente opuestas e inamovibles.

Otro tanto sucede con Sam, un asesino agobiado por el exterminio que lleva a cabo —sorprende el gesto de solemnidad cuando se retira el sombrero ante el cadáver del indocumentado asesinado por Tracker, por ejemplo—, en una región que, en sus peligros y agrestes locaciones, participa en la diégesis como un personaje más. Es un tipo solitario que tiene como único compañero a su perro y con el cual, día tras día, realizan la función de garantes de la frontera, ejerciendo la “justicia” por sus propias manos.

Pero notemos que tanto Moisés como Sam son nombres simbólicos. El uno, según la tradición judeocristiana, tenía la misión de liberar al pueblo hebreo de la esclavitud egipcia y conducir el Éxodo hacia la Tierra prometida; el otro es un eufemismo archiconocido y por demás en desuso —el famoso “Tío Sam”—, casi siempre empleado en la caricatura política para nombrar de modo peyorativo al poderoso país norteño. Lo interesante del filme es que estos nombres-símbolos no se declaran en el discurso, solo en los créditos, pues los personajes, salvo los guías, interactúan entre ellos como entes anónimos en un contexto de naturaleza extrema, donde lo que importa articular en el nivel narrativo es el entramado de una tragedia con tintes de inmediatez, la reacción de sus actores sociales ante el paroxismo de una situación límite.

De modo que el velo a la onomástica antropológica enmascara un arropamiento arquetípico en el proceso de reescritura del mito para ponerlas en función de la retórica del cine comercial. Como estrategia narrativa para un filme sobre conflictos migratorios en la frontera mexicano-estadounidense, este sustrato resulta consecuente, máxime cuando desnuda una manipulación extratextual, acaso deliberada, que lejos de coaptar el proceso hermenéutico enriquece las consideraciones sobre el nivel ideológico. Eso parece ser lo que más le ha importado a su realizador.

Desierto discursa en torno a un conflicto cuya médula política es secular, sin embargo, sus coordenadas de enunciación apenas rebasan el abordaje epidérmico, limitándose al didactismo de superficial moraleja. Otra cosa fuera, en verdad, si este metraje hubiera concedido más hondura a su puesta, esa que le permite el desafío estético, el tempo para la introspección psicológica como valor agregado a la epicidad de una historia que no concede sosiego en su propósito —naturalmente se le agradece—, de subir a cada minuto la cuota de adrenalina.

La crítica más conformista ha reparado en el punto de giro que la puesta reserva para la secuencia final, calificándola de “sorprendente e inesperada”: Moisés, pudiendo vengarse de Sam —desarmado, malherido y, por tanto, vulnerable— prefiere no matarlo, y lo deja a merced del desierto. En realidad, esto no me parece interesante, pues desde todo punto de vista es lo que se espera de la naturaleza moral del héroe, aun cuando Cuarón se haya permitido ciertas licencias que tornan más creíble a su personaje, a tono con los meandros psicológicos de la condición humana.

Lo que me parece pertinente señalar en la secuencia es la intencionalidad autoral de condensar, en el posicionamiento ideológico del filme, acaso un guiño subversivo muy bien velado, nada agradable a creadores de leyes antinmigrantes y promotores de muros, para quienes ahora su realizador será, con certeza, un “pinche buey muy sedicioso”. ¿Qué ha dicho Moisés a Sam además de: “Tú eres un hijo de la chingada madre (sic)… Que te mate el desierto…”, cuando prefiere no tirar del gatillo y darle la espalda al gringo que ha derrotado? El sobrentendido “yo soy mejor que tú, no soy un asesino” en ese grito de rebeldía en un plano general al desierto como muestra de triunfo sería una lectura muy ingenua y no creo que Jonás Midas Cuarón lo sea, a pesar de su electrizante ensayo de epidermis.

El filme no solo entrega un mensaje alentador en tiempos donde la xenofobia, la impunidad, el holocausto y la discriminación a los indocumentados en los Estados Unidos están a la orden del día; es, además, un ejemplo de cuánto el arte puede vehicular posturas y discursos contestatarios a estrategias geopolíticas de segregación. Lo loable sería, entonces, la sutileza de la manipulación ideológica que aquí prescinde de la prefabricación del efecto estético sobre la base del potenciamiento de la acción —más acción que discurso verbal, es eso y no otra cosa Desierto—, en tanto recicla las inmanencias del mito bíblico, puestas al servicio del engranaje genérico.

No por azar este filme surgió en medio de un escenario político donde las principales agencias noticiosas del mundo se hicieron eco, casi hasta la saturación, de los dimes y diretes entre Trump y el entonces presidente de México, Enrique Peña Nieto, por el dichoso muro en la franja fronteriza entre los dos países.

Ese enunciado otro, el de la protesta y el aliento —muy subrepticio— que trasciende las contingencias de lo ficcional, remeda una suerte de contrarréplica a la estulticia que insta al genocidio, al mandato que impone la contención. Ya sabemos cuánto el arte imita a la vida —por ironías de ella misma, a veces también viceversa—, solo que el sesgo sociopolítico en Desierto implica, desde esa lectura especular, un cliché, aunque aplaudido, no por ello menos panfletario. Como resultado estilístico y estético prevalece la manquedad, puro efectismo en aras de entretenimiento. Eso sucede cuando se arriesga poco, aun apostando mucho, sin ahondar en nada.

Podrá argüirse que es esta la historia que quiso contar su realizador y no otra, y en ello estoy completamente de acuerdo. Pero ya se sabe que, tratándose de géneros, cuando tales ejercicios resultan no más que alardes de “buen cine” —del muy convencional, por cierto—, como mínimo terminan engrosando la extensa lista de esos filmes que se disfrutan en su momento y prontamente se olvidan. Lo banal y su agotada fórmula expositiva como estrategia para un discurso fílmico, con toda su validez de expresión —pues todavía vale, si no, que lo diga Hollywood—, no tiene necesariamente que ser bandera; no veo razones para ponderar o ensalzar ad libitum tanta esterilidad estética.

A fin de cuentas, solo se trata de un chile que por naturaleza ya venía bien picante.

Notas:

1 Fragmento del artículo “Fuerte tequila. Emigración, marginalidad y violencia en el cine mexicano contemporáneo”, de próxima aparición como capítulo de libro por Casa de Las Américas.

2 No obstante, no escapan ciertos desaliños en la puesta, como el de la secuencia de la cacería humana por ejemplo, más centrado en el sensacionalismo de sus efectos visuales que en hacer valer, mínimo, las leyes de la física en cuanto a la trayectoria de los proyectiles: los disparos de Sam, desde su posición de tiro, no coinciden en algunos casos —la indocumentada vestida de rojo, la chica que auxilia a su compañero asesinado, y apenas un par de ellos más, entre los 11 que corren, son, sin duda, los planos de mayor acierto— con el ángulo de impacto en los cuerpos de los fugitivos y el modo en que estos caen; el plano general inicial que los revela corriendo por primera vez, desde el instante en que Lobo es abatido, indica que ellos parten de una distancia más o menos próxima a una elevación existente en medio del páramo; en otro, poco después, se aprecia que el último indocumentado en caer increíblemente aparece corriendo desde el mismo punto de partida en que estaba ubicado con su grupo minutos antes.